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La ambición.
Para la conservación, buen orden y progreso de la sociedad es necesario que
se ejerzan en ella diferentes cargos. En ella son necesarias las diferentes
funciones, puestos y diversidad de servicios, de modo que unas personas
mandan y otras obedecen, a semejanza de lo que ocurre en el cuerpo humano,
donde no todos los miembros tienen el mismo destino y unos desempeñan
funciones más importantes que otros. Casi todo el mundo desempeña a lo largo
de su vida cargos en los que se ejerce cierta autoridad sobre otras
personas, no es necesario ser presidentes de gobierno o importantes
directores de empresa para ejercer autoridad.
Como Dios es el origen de todo, también la autoridad proviene de Él, y en
nombre suyo y gracias a Él se debe ejercer. Dios da el poder a las personas
para que sirvan y beneficien a los que no lo tienen, reciben el mando o
están colocados en puestos relevantes para velar por el bien de la
comunidad, para ser conscientes y obrar adecuadamente. Todas las personas,
tanto las que ejercen el mando como las que obedecen, deben vivir
espiritualmente y, por eso mismo, tratarse también espiritualmente. La
verdadera dignidad y magnanimidad no debe depender del cargo social que se
ocupa, sino que debe estar siempre presente en todo ser humano. Por ello, en
el trato social sobra esa reverencia que se ofrece inconscientemente y, en
muchas ocasiones, interesadamente.
Apetecer y desear acceder a determinados empleos por las honras y dignidades
que llevan consigo no es precisamente el más limpio camino espiritual. No
es, ciertamente, lo mejor aspirar a sobresalir de los demás, a ascender en
la escala social para alcanzar una posición más ventajosa. El afán de
adquirir conocimientos y de hacer acopio de virtudes, para poder conseguir y
desempeñar determinados cargos y obtener beneficios personales, es nefasto
para la propia persona y para la sociedad.
Es indigno entrometerse a ocupar puestos sin tener la idoneidad suficiente,
y también lo es desearlos con ansia. Esto alimenta al ego de la ambición,
que es hijo de la soberbia. Quien está enamorado de la importancia propia,
después de complacerse en mirarla, ansía que la conozcan los demás para que
también la admiren y la alaben. Y, pareciéndole esto poco, desea verla
reconocida por signos exteriores, verla premiada con distinciones, honores y
empleos.
Muy mal obran los que pretenden ser escogidos sin que ni siquiera se les
haya llamado. Dios tiene señalados los papeles que cada uno debe representar
en el teatro de la Vida, los huecos que con su presencia debe llenar en este
mundo. Y con arreglo a este plan le otorga a cada uno diferentes cargos a lo
largo de su vida, según su misión, fuerzas y aptitudes. El que ocupa un
lugar que no le estaba destinado es un intruso y un usurpador, pues arrebata
un puesto preparado para otro y trastorna el orden. Falto de vocación,
desprovisto de la específica y necesaria ayuda que Dios hace acompañar
siempre a la vocación, sin las condiciones naturales que la ocupación exige,
será como un hueso dislocado, como un rueda que no gira en el engranaje de
la máquina. Y ni esa persona se encontrará cómoda ni llegará a servir de
provecho a los otros.
Quien se ve llamado por Dios a un cargo social cualquiera y colocado allí
por Él, debe confiar en su gracia y misericordia infinita, pues al echar
sobre sus hombros la carga también le da fuerzas para sostenerla, y a veces
coloca como piedras angulares a las más débiles para sustentar las
construcciones más grandiosas, y elige los instrumentos más
desproporcionados para las empresas más difíciles. Pero el que no advierta
en sí claramente las señales de la vocación divina, mostrará cordura
rehuyendo cuanto pueda los empleos elevados.
Así obran las personas espirituales, que cuanto más grandes parecen a los
ojos de los demás, menos lo son a los suyos. Las imperfecciones que
descubren en el gobierno de sí mismos les hacen sospechar que pueden
incurrir en otras mucho mayores teniendo que gobernar a otras personas y,
sabiendo que Dios les pedirá un día cuenta de sus obras, les abruma la idea
de tener que dar también cuentas de las obras ajenas.
Cuanto mayor es el cargo mayor es, en efecto, la carga, pues quien manda en
muchos de mucho se ocupa. Ser el primero en los honores es ser el último en
el descanso, pues uno no debe ejercer el rango para que le sirvan, sino para
servir.
Los que ocupan altos cargos se pueden comparar acertadamente a los gigantes
de las fiestas populares. Lo que se ve por fuera es una figura alta y
arrogante, y lo que hay por dentro es un ser humano cansado y sudoroso por
el peso del armatoste. Sabiamente dispuso Dios que los puestos elevados
estuviesen envueltos de esplendor y de pompa, porque si pudieran observarse
de cerca y verse como son en realidad no habrían muchas personas que los
buscasen y quisieran aceptarlos. La atención y cuidado continuo por el bien
de los que pertenecen a la escala inferior, el dolor por sus faltas, la
tristeza de no poderlas corregir radicalmente, la ingratitud y deslealtad de
los más favorecidos, el odio de lo que no lo han sido tanto, el oír
incesantemente que se murmura de las propias disposiciones y el temor de que
sean en efecto reprensibles forman, en verdad, una carga muy pesada.
La gloria de las altas dignidades humanas, además de estar acompañadas de
tanto trabajo y de tantos disgustos y peligros, no durará más de lo que dura
la propia vida, que se va rápida como la corriente de los ríos que van a
confundirse con el océano, que es fugaz como el relámpago que un instante
llena de luz vivísima el horizonte y en un instante se pierde en la
oscuridad de la noche. Terminado el juego de ajedrez, todas la figuras se
revuelven y se confunden; bajado el telón se ve la realidad de que son
iguales los que representaban los diversos papeles de la comedia. Así, la
muerte pone en un mismo nivel a los que el mundo distingue y a los que no,
pues acabando en un abrir y cerrar de ojos con las ilusiones y los sueños de
las diferencias humanas, cubre con una mortaja al que anduvo cubierto de
condecoraciones, y pone bajo tierra al que sobre ella estaba más elevado.
En nada de esto repara el ambicioso, porque deslumbrado por el resplandor de
las grandezas humanas y enloquecido por el insaciable deseo de elevación,
prefiere alimentar al ego de la ambición deseando subir a lo más alto,
cueste lo que cueste, antes que andar la sencillez del camino espiritual.
Quien se halla dominado por la locura de la ambición aspira a todo, se cree
capaz de todo y trabaja para conseguirlo todo. Ni la negativas le vencen, ni
las repulsas le cansan, ni los desprecios le alejan. Está continuamente con
el pensamiento puesto donde no puede alcanzar su mano. Mariposa deslumbrada,
revolotea en torno de los resplandores de la luz hasta abrasarse en la
llama. Con las alas rotas y abatido bajo el peso de su impotencia, todavía
dirige la vista hacia las alturas donde fue a estrellarse.
A muchos de estos infelices la manía de grandeza llega a hacerlos temibles.
El deseo de la propia elevación les absorbe toda su actividad y energías,
sobreexcitan tanto el sistema nervioso y se someten a trabajos que les
vienen tan grandes que, alienados, acaban perdiendo la salud, se entregan a
las mayores extravagancias y viven imaginándose que son lo que tanto desean
ser.
El ego no conduce a todos a tales extravíos, pero a todos los lleva por
sendas muy penosas. Son muchos los que, no sabiendo comprender la acción del
ego de la ambición, pierden la razón imaginándose con aptitudes y méritos
muy por encima de los que realmente tienen. Y de ahí nace la competencia, el
choque y la lucha de pretensiones desatinadas: se juzga competidores a los
que no lo son, se temen acechos de donde no pueden venir y, por todo ello,
se vive en una perpetua inquietud y zozobra. Cada uno de estos contrincantes
se convierte normalmente en un enemigo al que se estudia el carácter para
hacer públicos sus defectos, al que se espía sus acciones para sorprender
sus faltas y que, si no se advierte nada reprensible, no dudará el ambicioso
en inventárselo. Y es que cuando ven a alguien próximo a ascender se arroja
sobre él para evitarlo.
Deslumbrado por el ego de la ambición, que les muestra la gloria, se sirve
de todos los medios para conseguir ascender. El ambicioso no tiene ojos sino
para ver cómo agrada al que ha de favorecerle, ni oídos para escuchar, a fin
de contárselo, lo que de él se dice, ni lengua sino para manifestarle
gratitud y adularle. Él, que desea elevarse hasta el cielo, tiene que
arrastrarse por el polvo, a servir a los que más odia y a besar las plantas
de los que juzga muy inferiores en méritos. Su vida sufre así una violencia
inacabable, vive en una perpetua contradicción insostenible entre lo que es
y lo que intenta parecer, en un contraste doloroso entre la elevación a la
que aspira y las bajezas a las que se somete. Pero se dobla como el arco
para lanzar la flecha a mayor altura, se inclina como el tigre para dar
mayor el salto. Se sujeta a todos para dominar a todos, se inclina ante los
superiores y sufre las mayores amarguras para conseguir que se arrodillen
ante él los iguales.
Una vez que logra engrandecerse, tal vez sobre las ruinas de su salud y de
su fortuna o poniendo el pie en la frente de los contrarios, le aguardan
nuevos padecimientos y decepciones. Consigue los honores, pero no el honor,
y en medio de las honras permanece deshonrado. La bajeza de sus principios y
de los medios por los que alcanzó la elevación le colocan siempre muy bajo
en la opinión de los demás. Los que no pudieron impedir que la estatua se
pusiera sobre el pedestal se desquitan tirando hacia ella puñados de barro.
Al igual que ocurre con la falta de valor del militar, que no se conoce
hasta la hora de la batalla, las faltas del ambicioso empiezan a conocerse
cuando asume la responsabilidad que conllevan los cargos. Confundido entre
los demás apenas se advertían sus defectos, pero al encumbrarse se hacen
visibles desde todos los sitios. Los que pertenecen a una escala inferior le
miran con envidia, los iguales con enojo y los más altos con desconfianza y
recelo.
Y no sin motivo del todo, pues apenas obtuvo lo que deseaba ya está deseando
obtener otra cosa, y con tal de conseguirla atropellará por todo y no dudará
en pasar por encima de lo más digno. Siempre intranquilo y ansioso, en cada
puesto a donde llega no ve sino una posición avanzada desde donde lanzarse a
nuevas conquistas. No goza en lo que tiene, porque le hace sufrir lo que le
falta. Nunca mira a los que deja atrás, sino a los que aún tiene delante, y
el que debajo haya millares no le agrada tanto como le disgusta el que
encima haya siquiera uno solo. Lo que se da a otros los siente como si se lo
quitaran a él mismo, la subida de los demás le parece que a él le causa un
descenso y el tener que compartir los honores le es casi como no tenerlos.
Otros egos, que tienen por objeto el placer de los sentidos o la posesión de
bienes materiales, pueden disiparse por el cansancio, la saciedad y el
disgusto. Pero la ambición se halla en el espíritu y tiene deseos
inmateriales y aspiraciones sin fin. La palabra bastante no aparece en su
vocabulario, a medida que avanza más se ensancha el horizonte de las
grandezas, y jamás logra alcanzar el límite que cierra el círculo de sus
deseos. Su sed de dominar se crispa y se enciende más cuanto mayor es la
dominación.
Y después de haber sido todo, ve el ser humano que todo es nada. Después de
encerrar dentro de sí toda la gloria humana sigue tan vacío como antes,
porque su capacidad de deseo es infinita y el saco roto del deseo no puede
llenarse con nada. Debemos vivir espiritualmente para no dejarnos subyugar
por un ego tan insaciable y tan funesto, cuyas llamas, si no se apagan
pronto en el corazón, pueden abrasarlo y consumirlo en insensatos deseos.
Aunque la ambición parezca propia de los dirigentes y de los políticos con
más elevado rango, se ceba también en los pequeños y causa terribles
estragos aún en los lugares más humildes. Pocos están contentos en el sitio
en donde les colocó la Vida, y con el objeto de adelantarse a los demás no
se repara en sacrificio alguno, ni aún en los de la virtud y la honra. En
las aldeas más pobres son disputados los primeros puestos con tanto
encarnizamiento como en la capital, y de ahí las desconfianzas mutuas, los
recelos de unos para con otros, las discordias, las envidias, las venganzas
y el perpetuo estado de guerra en el que hoy por todas partes se vive.
También son abordadas por este ego tan temible las personas con inquietudes
espirituales. A quienes el ego no puede someter mediante la sensualidad les
inspira deseos de remontarse a las alturas, para desde ellas precipitarlos.
Para no caer en este vicio tan común, que tantas cabezas trastorna y tantos
corazones abrasa, se hace necesario reflexionar sobre todos los sufrimientos
que trae consigo. Quien se ensalza tarde o temprano es humillado. De lo que
más huye el ambicioso es de la humillación, y ella, casi siempre ya en esta
Tierra, es su destino. Cuanto más se eleve con la intención más hondo bajará
en la realidad. Donde se cree encontrar la gloria, allí mismo se encuentra
casi siempre el abatimiento. Dios permite que se encumbren los ambiciosos
para enseñarles, con la confusión y el estrépito de la caída, dónde se
encuentra el verdadero camino.
El Sendero de la espiritualidad se encuentra muy lejos tanto de la
exaltación como de la humillación. No es lo más adecuado ni glorificarse uno
mismo ni humillarse. Como si fuera una paradoja, sólo viviendo de manera
espiritual se disfruta lo que ni el más ambicioso pudo nunca soñar. |
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