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El anhelo del amor de Dios.
Muchos grupos sectarios creen que en todo ser humano hay un deseo
insaciable, una ambición infinita de Dios. Muchos “religiosos” creen, de una
forma u otra, que por esta sed de amor infinita se realizan todos los actos
y se cometen todos los crímenes, que todo acto humano, incluso los
detestables, son una búsqueda de Dios. Poco más o menos nos vienen a decir
que podemos estar llenos de dinero y de propiedades, que podemos tener y ser
todo lo que nos imaginemos, pero que nuestro interior siempre estará vacío y
helado porque falta Dios. Creen que toda la “espiritualidad” apunta en esta
dirección y, por eso mismo, estos “espirituales” buscan y aconsejan buscar
la caricia de Dios.
El hambre espiritual, el deseo del amor de Dios no es otra cosa que deseo.
Por lo tanto, tenemos que huir de todas aquellas doctrinas que nos empujan a
desear a Dios para obtener nuestro consuelo y placer. Vivir plenamente, ser
en el segundo eterno que es la vida es vivir en comunión y experimentar a
Dios. Esto lo podremos realizar siempre según nuestro grado de consciencia,
amor y sensibilidad. El amor a Dios, tal y como lo conoce la mayoría de la
humanidad no es más que un deseo egoísta y enfermo... como todos los deseos.
Muchas personas “religiosas” renuncian a las criaturas y a lo creado porque
dicen que quieren ir hacia su creador y sentirlo íntimamente. Primero dejan
todas las cosas y después se “unen a Dios”. Pero esto supone entrar en un
camino que no es precisamente el más adecuado y una falta de conocimiento y
de sabiduría que les impide realizar justamente lo que buscan, el amor. Es
cierto que no puede echarse vino en una vasija si no se vacía primero. Pero
no es de la Creación ni de sus criaturas de lo que es preciso desprendernos,
sino de nuestro egoísmo, imperfecciones y deseos.
Se cree normalmente que el placer es un falso dios, que no sacia nunca y que
después de haberlo experimentado nos deja siempre con un sentimiento de
fondo de tristeza. Pero el placer es placer, en sí mismo no es bueno ni
malo, somos nosotros los que le constituimos en un “dios”, es nuestro
egoísmo el que hace de todas las cosas bellas un objeto de deseo y, por eso
mismo, nos llenamos de esa dulzura dolorosa. Si no perdiéramos el punto de
luz que es la consciencia podríamos disfrutar del placer de una manera
lícita y adecuada, pero lo más normal es que nos sumerjamos en la
inconsciencia, demos a las cosas un valor que por sí mismas no poseen y
alimentemos en nuestro interior al ego y a la red ilusoria de nuestro deseo.
No existen un deseo lícito y otro deseo ilícito. No pueden existir un deseo
de Dios, o de lo que se considere lícito, y un deseo de las cosas materiales
o creadas ilícito. Todo deseo es ilícito y es, desde el mismo momento en que
lo creamos, una losa para nuestra libertad. Algo muy distinto es ver la
verdad, la realidad en nuestra vida, y obrar adecuadamente, sin deseos, ni
de Dios ni de recompensa, incluso sin el deseo que el resultado de nuestras
obras sea idéntico a como esperamos.
Desgraciadamente, el ser humano siempre desea, vive con el ansia atenazando
sus entrañas. Quien no desea a Dios desea otras cosas, y las personas que se
llaman “religiosas” suelen desear a Dios con el mismo deseo con el que antes
deseaban a todas las demás cosas, y lo desean con la fuerza neurótica de
quien no desea nada más que una cosa en toda su vida y en todo el Universo.
Ni las personas ni las cosas pueden poseerse. Dios tampoco puede poseerse.
El ser humano desea poseer cualquier cosa con el fin de satisfacerse y de
gozar pero, a pesar de que cree que posee se siente siempre insaciado. No
puede saciarse del mundo como tampoco puede saciarse de Dios, porque el
deseo por sí mismo es insaciable. Únicamente cuando el deseo egoísta se
disuelve por el conocimiento de la verdad y por la comprensión de lo que es
la propia vida, Dios, la Verdad, lo Otro, o como buenamente queramos
llamarlo, surge en nuestras vida.
En toda la naturaleza se encuentra el amor de Dios, pero sólo la persona
espiritual vive conscientemente este amor. El amor de Dios nos rodea por
todas partes, la esencia de Dios se encuentra en el agua que bebemos, el
aire que respiramos y la luz que miramos. Todos los fenómenos naturales son
diversas formas materiales de la esencia de Dios. Sólo la persona que es
consciente y obra adecuadamente experimenta la vida dentro de su amor, como
si fuera un pez en el agua. El ser humano se encuentra tan cerca de él y a
la vez tan lejos, que no se da cuenta de ello por falta de espiritualidad.
Su amor nos rodea por todas partes y no lo sentimos, como no sentimos la
presión atmosférica. Sólo nos damos cuenta de su amor de Dios cuando vivimos
espiritualmente. |
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