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La avaricia.
Del amor propio nace
la soberbia, y también la avaricia. El que se ama a sí sobre todas las cosas
ama a todas las cosas para sí. Despreciando y teniendo en nada a los otros
no se siente escrúpulos en poseer lo que a los otros de alguna manera les
pertenece. Quien se forma una idea exagerada de su grandeza y de su
importancia llega a figurarse que no hay nada que no se le deba.
El deseo de los bienes es siempre censurable. Las riquezas no son por sí
mismas ni buenas ni malas, pero el uso que se hace de ellas sí que puede ser
inadecuado. Se pueden comparar a una escalera por donde se puede subir y
bajar, pues por ella unos suben andando el camino espiritual y otros
descienden hacia el dolor y el sufrimiento. Las riquezas tienen grandes
peligros, pero también pueden traer abundantes provechos, y empleadas
apropiadamente sirven de mucho bien.
Es algo bueno trabajar y adquirir dinero, también lo es ahorrar para
conservarlo. Trabajar y ahorrar pueden ser auténticas virtudes. Trabajar
para mejorar la fortuna, para asegurar el porvenir de la familia, para estar
preparados y poder hacer frente a las mil eventualidades y contingencias
propias del curso variable de los acontecimientos humanos y vivir
tranquilamente los años de la vejez no tiene nada de reprensible, sino que
es muy honesto y razonable.
Pero todas las cosas, cuando en su uso falta un orden, pueden ser
perjudiciales. Hay venenos que en pequeñas dosis son medicina y que tomados
en grandes cantidades producen la muerte. No perece la mosca por probar la
miel, sino porque se le pegan las alas a ella. Es avaro quien desea adquirir
y guardar dinero y posesiones y sufre por perderlas, quien vive para
acrecentar sus ganancias apegado a las riquezas y puesto su corazón en
ellas.
Se puede tener dinero y propiedades sin tener avaricia, poseyendo las cosas
como si no se las poseyera, y puede haber avaricia sin propiedades, no
teniendo nada pero deseando tenerlo todo. Hay quien es avaro en el adquirir
y no lo es en el conservar, pues codicia los bienes para gastarlos, como
medios para satisfacer al ego.
De alguna manera, la avaricia es la causa y la raíz de todos los demás egos.
Es un vicio que se disfraza de tal forma que parece que es algo bueno, y por
ello a casi todos devora. Se oculta bajo la apariencia de virtud, y se hace
pasar por previsión y prudencia. En un principio deja alguna libertad y
algún tiempo a los que la alimentan, pero luego los domina y los ocupa del
todo.
Si no se vive muy prevenido contra el ego de la avaricia, ésta arraiga en el
corazón y echa unas raíces que costará bastante de extirpar. Muchos de los
que trabajan para desintegrar sus vicios acaban por sucumbir a éste. Les
ocurre que después de haber seguido filosofías y creencias que les acercaban
a cuestiones sutiles se entregan con un deseo desmesurado al polvo de la
tierra.
Las personas que se encuentran cerca del fin de sus vidas son las que suelen
sufrir, y normalmente no resistir, los más violentos ataques de la avaricia.
Éstas suelen apegarse a lo que van a perder de un momento a otro. Cuando con
el paso de los años y de las desilusiones los demás egos decaen y se
marchitan, la avaricia suele florecer con más vigor y cobrar nuevas
energías. El anciano que se encuentra muerto para toda sensación siente
junto a su tesoro querido que vuelve a resplandecer la vida que se le apaga.
Es en la vejez cuando la avaricia viene a devorar el alma. Cuando el ser
humano que no vive espiritualmente se ve empujado por la vida tan cerca de
la muerte, pierde todas las esperanzas terrenas y se suele abrazar en su
desesperación al dinero y a las posesiones, como si fuera un náufrago que se
aferra a un salvavidas. No comprende que las posesiones tienen para él mucho
peso y le harán hundirse más rápidamente. El que ve cómo en su vida se
desintegran los objetos que antes deseaba e idolatraba se suele inclinar aún
ante las propias posesiones. Ocurre muchas veces que las mismas personas que
están oprimidas por las tristezas y las lágrimas se regocijan en las
riquezas y en el dinero, en ellas se gozan ansiosas las manos que no pueden
ya recoger ninguna flor en el jardín de la Vida.
Las personas que ponen su felicidad en los placeres de los sentidos, a
medida que se alejan de la juventud y se acercan a la vejez, encuentran la
vida más penosa y con menos encantos. Se desvanecen las ilusiones y
esperanzas, y el pesar que les provoca la carga de los años les resulta
insoportable. Ya no es preciso que dejen los vicios, porque los vicios les
dejan a ellos. Pero no ocurre así con el avaro, pues éste cada día se
encuentra más esclavo de las riquezas, y según ve que se le acrecientan el
dinero y las posesiones aumentan las ligaduras que le oprimen. Cuando todo
muere en su alma más vida y poder toma la codicia.
Desnudos salimos del vientre de nuestra madre y desnudos entraremos en el
vientre de la Tierra. Nada tenemos antes de venir y nada tendremos después
de morir. El tiempo de la vida pasa veloz, y después de tantos deseos y
afanes se termina como se empezó. La vida es como una rueda de molino, que
después de tantas vueltas se encuentra uno siempre en su lugar. No se cansa
el codicioso de adquirir, cuando la posesión más estable será la superficie
de terreno que ocupe su tumba.
Muchas personas no desean atesorar riquezas aquí, en esta Tierra, donde sólo
se permanece un instante, pero desean acumular, con poca consciencia pero
con “obras de caridad”, los bienes del más allá, incluso poseer al mismo
Dios. Esto es un signo de que siguen alimentando al vicio de la avaricia.
Se puede tener riquezas y vivir espiritualmente, lo que no es posible es
vivir espiritualmente y vivir para las riquezas. La avaricia, para no
delatarse ante los que la sirven, no les ordena a que se aparten del camino
espiritual, pero así viene a ocurrir muy pronto. El avaro comienza a vivir
distraído, pensando en sus negocios, y acaba centrado únicamente ellos. Deja
de vivir espiritualmente y no se da cuenta que el único negocio que importa
es el de vivir espiritualmente. No se puede mirar ningún asunto sin
consciencia ni conocimiento, pero éste, inconsciente, ve todo lo que le
rodea del color del dinero, y en dinero traduce, por lo menos con su
imaginación, todo lo que percibe. El amor iguala al amante y a lo amado, el
avaro ama al dinero y su corazón se vuelve frío, duro e insensible.
El avaro hace un dios del dinero, y aunque de alguna manera el ser humano
convierte en dioses todos sus deseos, esta impureza es particularmente
degradante. Se encuentra lejos del camino espiritual buscar la felicidad que
proporciona el dinero. No es lo más acertado consagrar todo el tiempo, toda
actividad y toda la vida a amontonar y guardar dinero.
El orgullo se alimenta a partir de los bienes del espíritu, la lujuria
mediante los bienes de la carne, la avaricia se alimenta desde los bienes de
la tierra. Todas las impurezas necesitan del engaño y de la ilusión, aunque
las más bajas y groseras son las que tienen como alimento los bienes de la
Tierra. El ardor de las otras impurezas se convierte al final en tedio y
cansancio, pero el corazón del avaro nunca dice “basta”. Ahora se afana en
adquirir una cantidad y cuando la tiene desea duplicarla, luego sólo ve en
su capital el medio para conseguir un nuevo lucro. La avaricia es como un
fuego y las ganancias su combustible, según crecen las ganancias se aviva el
fuego de la avaricia.
El avariento es como una urraca, que esconde en su nido los bienes que nunca
usará. Todas las criaturas de la naturaleza reparten libremente los dones
que de ellas mismas reciben. El sol ofrece su luz y su calor, las flores sus
perfumes y los árboles sus frutos. Pero el avaro, insaciable, desconoce que
las riquezas y los bienes son como el agua, que permanece cristalina y pura
cuando corre, pero que se pudre cuando se estanca.
El dinero es un medio, pero no un fin, y no es lo más conveniente reunirlo
para retenerlo. Con él se evitan o se remedian lo que desde una perspectiva
humana parecen males y privaciones. Pero el avaro tiene abundancia en el
banco y escasez en su vida. En medio de las riquezas se encuentra pobre y
necesitado, no utiliza las riquezas para obrar adecuadamente, pues en este
sentido para él son como si no existieran.
Es feliz quien se contenta con lo necesario, y desgraciado el que nunca se
satisface. La persona que no desea disfruta de lo que tiene y nada le falta,
pues a todo el mundo le falta lo que desea. Al codicioso no le complace, en
absoluto, lo que posee, sino que le atormenta lo que anhela poseer. Vive con
el alma en aquello de lo que carece y no ve todo lo que le sobra.
Pocas cosas hay tan bellas como la libertad, y por ella hace el ser humano
los mayores sacrificios, pero el avaro renuncia a ella y, por propia
elección, se convierte en esclavo. No posee riquezas, sino que las riquezas
le poseen a él. Sus cadenas son de oro, que son las más fuertes de todas.
Mucho sufrimiento produce el deseo de adquirir riquezas, pero tanto o mayor
sufrimiento provoca el temor de perderlas. Día y noche se encuentra el avaro
vigilando sus riquezas, siempre receloso y desconfiado. Quien así teme por
sus posesiones, con horror verá acercarse el momento de su propia muerte, en
el que la pérdida de todo lo que posee es definitiva.
Amontonando sus riquezas se apropia de lo que no le pertenece en justicia.
Porque si cada uno tomara únicamente lo preciso e imprescindible para
atender a sus verdaderas necesidades y utilizara sus bienes adecuadamente,
nos encontraríamos con otro tipo de humanidad muy distinta de la actual. Los
bienes proceden de Dios y deben ser usados espiritualmente. Pero el avaro,
al amontonarlos, priva de ellos a otras personas y se comporta como un
ladrón al privar de las cosas esenciales a otros seres humanos.
El destino del avaro es sufrir en este plano de la existencia y en el otro.
El dinero sólo sirve cuando se usa apropiadamente. Casi siempre vale más
cuando se deja que cuando se coge. Por muchos placeres que otorgue el dinero
cuando se acumula o se gasta inapropiadamente, el verdadero goce lo
proporciona cuando se utiliza espiritualmente. |
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