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Galicia
adentro
Pasado el Bierzo,
el camino asciende penosamente para entrar en la Galicia jacobea. Una
larga y penosa cuesta conduce, por las aldeas de Pereje, Trabadelo,
Portela y Ambasmestas, a Ruitelán y Herrerías, para desembocar en El
Cebreiro, donde los monjes de Cluny se las ingeniaron para marcar un hito
griálico famoso, fabricándose cierto milagro eucarístico que sentó plaza
de santidad extrema en el mundo de las peregrinaciones. El milagro
consistió en la conversión prodigiosa del pan y el vino en carne y sangre
del Salvador entre las manos de un sacerdote que celebraba la Eucaristía
con escasa convicción. Recordemos que el Cebreiro conserva un tipo de
construcción, las Pallozas, cabañas de tejado cónico que seguramente
transmiten con su forma las mismas virtudes que se dice son recibidas de
las estructuras piramidales.
Desde aquí, el Camino comienza a alegrarse. Pocas y suaves cuestas
envueltas en un paisaje tranquilo, con pueblos como Filloval o
Triacastela, portadores ya del anuncio de la próxima Compostela. Aquí se
multiplican las señales dirigidas al peregrino, que en un lugar debía
tomar una piedra para llevarla hasta las interminables obras de Santiago
o, en otro, visitar un castro santificado por la devoción. Se pasa por el
monasterio de Samos y se escuchan relatos de milagros fundacionales,
cuando aquel cenobio se concibió como dúplice, es decir, destinado al
alimón a monjes y a monjas; pero el peregrino puede ver también rincones
insólitos, como el de la fuente de las Nereidas, donde lucen sus pechos
exagerados unas criaturas marinas monstruosas, o puede escuchar relatos
como el del viejo hermano lego que fue encontrado muerto en una cueva de
paredes de oro.
Por Sarriá y otros pueblos plagados de conventos y cenobios, que surgen
uno tras otro, se alcanza Portomarín, al que las necesidades de un pantano
transformó, obligando a que sus monumentos religiosos fueran trasladados a
zonas protegidas de las aguas, haciéndoles perder la magia que poseyeron
cuando se encontraban en su lugar preciso. Aún así, todavía es posible
admirar la iglesia de San Juan, donde pueden verse multitud de juegos de
alquerques entre los canecillos que unen los muros de la techumbre, como
muestra de juegos iniciáticos que transmitieron los canteros. Se pasa
igualmente cerca de Vilar de Donas, que aún conserva frescos medievales de
dulce sabor trovadoresco. Y se alcanza Palas do Rei, que nos muestra en su
comarca multitud de pequeños templos románicos. Aquí no abundan los
mensajes, porque el mensaje compostelano se encuentra casi a tiro de
piedra y la urgencia por llegar absorbe cualquier otra. Melide conserva
alguno de esos templos, como el de San Pedro y el de Santa María.
En Lavacolla, como su nombre indica, el peregrino se lavaba las suciedades
que le quedaban del Camino y, al remotar el monte del Gozo, veía ante sí
las torres de Compostela. Lavacolla tiene un aeropuerto que la ha
camuflado y el monte del Gozo ha sido prácticamente tapado por
construcciones. Más vale que, como los antiguos peregrinos, nos lancemos a
la carrera ladera abajo, para intentar ganar el honor de ser reyes de la
peregrinación.

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