La mayoría de nosotros
comprendemos que todo lo que surge desde ego causa daño, es perjudicial,
destructivo, y nos arrastra al sufrimiento. Y, además,
nos damos cuenta de
todas las formas de
persuasión, toda las clases de alicientes que se nos han ofrecido para
resistir la actividad del ego. Mediante el temor, las promesas, el miedo
al infierno, toda forma de condena, las religiones han intentado de
diferentes maneras disuadir al hombre de esta constante actividad nacida
del centro del “yo”.
Habiendo fracasado las religiones, se encargaron de ello las
organizaciones políticas. Aquí, nuevamente, la persuasión; aquí,
nuevamente, la utópica esperanza final. Contra cualquier forma de
actividad egoísta del ser humano se ha empleado e impuesto toda clase de
legislación, desde la muy suave hasta la extremista, inclusive los campos
de concentración; y ello no obstante, continuamos con nuestra actividad
egocéntrica.
Parece que la actividad del ego es la única clase de acción que conocemos.
Por poco que pensemos al respecto, tratamos de modificarla; si nos damos
cuenta de ello, tratamos de cambiar su curso; y en lo fundamental,
profundamente, no hay transformación, no hay un fin radical de esa
actividad. La gente reflexiva se da cuenta de ello; también percibe que
sólo cuando cesa la actividad desde el centro
del “yo” puede haber felicidad. La mayoría da por supuesto que la
actividad del ego es una cosa natural, y que la acción que de esta
influencia o presión surge es inevitable, pudiendo tan sólo ser plasmada
en la mente, modificada o controlada. Ahora bien, los que somos un poco
más serios, descubriremos cómo el ser humano, dándose totalmente cuenta de
este extraordinario proceso de la actividad egocéntrica, puede ir más
allá.
Para comprender qué es esta
actividad egocéntrica, es evidente que uno debe examinarla, observarla,
darse cuenta del proceso entero. Si uno puede darse cuenta de él,
hay entonces la posibilidad de su disolución. Pero el darse cuenta de él
requiere cierta comprensión, cierta intención de enfrentar la cosa tal
cual es, mirarla tal cual es, y no interpretarla, ni modificarla, ni
condenarla. Tenemos que darnos cuenta de lo que hacemos, de toda actividad
que proviene de ese estado egocéntrico; debemos ser conscientes de ella.
Esa es una de nuestras primordiales dificultades, porque no bien somos
conscientes de esa actividad, queremos
plasmarla en la mente, queremos controlarla, queremos condenarla o
modificarla; pero jamás estamos en condiciones de mirarla directamente, y,
cuando lo hacemos, muy pocos de nosotros somos capaces de saber qué
hacer.
Comprendemos que las actividades egocéntricas son perjudiciales,
destructivas, y que toda forma de identificación ‑tales como la
identificación con la patria, con determinado grupo, con un deseo en
particular, la búsqueda de un resultado aquí o en el más allá, la
glorificación de una idea, el seguir un ejemplo, el perseguir la virtud,
etc.- es esencialmente la actividad de una persona egocéntrica. Todas
nuestras relaciones, con la naturaleza, con las personas, con las ideas,
provienen de esa actividad. Sabiendo todo esto, ¿qué habrá uno de hacer?
Toda actividad semejante debe tener espontáneamente fin, y no un fin
autoimpuesto, ni influido, ni guiado.
La mayoría de nosotros nos damos cuenta de que esta actividad egocéntrica
causa daño y caos; pero sólo lo percibimos en ciertas direcciones. O bien
lo observamos en los demás y lo ignoramos en nuestras propias actividades;
o dándonos cuenta, en nuestras relaciones con otros, de nuestra propia
actividad egocéntrica, deseamos transformarnos, hallar un substituto, ir
más allá.
Antes de poder enfrentarnos con esto debemos saber cómo surge este
proceso. Para comprender algo, debemos ser capaces de mirarlo, y, para
mirarlo, debemos conocer sus diversas actividades en diferentes niveles,
tanto conscientes como inconscientes ‑las directivas conscientes, como
también los movimientos egocéntricos de nuestras intenciones y móviles
inconscientes.
Sólo soy consciente de esta
actividad del “yo”, cuando me opongo y me siento frustrado, cuando “yo”
deseo lograr un resultado. O soy consciente de ese "yo" cuando el placer
termina y quiero más de ese placer. Cuando la vida ofrece una resistencia
al deseo del "yo", la mente automáticamente determina otro deseo,
establece otro fin que me brindará una satisfacción, un deleite. En muchos
casos, esta carencia y fustración hace que nos demos cuenta de
nocotros mismos y de nuestras actividades y busquemos la virtud. Pero, un
ser humano que busca la virtud por cierto no es virtuoso. La humildad, por
ejemplo, no puede buscarse, y esa es la belleza de la humildad.
Este proceso egocéntrico es resultado del tiempo. Mientras exista este
centro de actividad en cualquier dirección, consciente e inconsciente,
existe el movimiento del tiempo y yo soy consciente del pasado y del
presente en conjunción con el futuro. La actividad egocéntrica del yo es
un proceso del tiempo. Es la memoria que da continuidad a la actividad del
centro, que es el “yo”. Si os observáis y os dais cuenta de este centro de
actividad, veréis que él es sólo el proceso del tiempo, de la memoria, de
“vivenciar” e interpretar toda experiencia de acuerdo con una memoria;
vosotros también veréis que la actividad del “yo” consiste en reconocer,
que es también el proceso de la mente.
¿Puede la mente estar libre de todo eso? Ello podrá ser posible en raros
momentos; eso podrá acontecernos a la mayoría de nosotros cuando
realizamos un acto inconsciente, sin intención y sin objeto, pero ¿será
posible que alguna vez la mente esté libre de la actividad egocéntrica?
Esa es una pregunta muy importante para hacernos a nosotros mismos porque
en el hecho mismo de formulárosla hallaréis la respuesta. Si os dais
cuenta del proceso total de esta actividad egocéntrica, si sois plenamente
conocedores de sus actividades niveles de vuestra conciencia, entonces,
por cierto, tenéis que preguntaros a vosotros mismos si es posible que esa
actividad termine. ¿Es posible no pensar en términos de tiempo, no pensar
en términos de lo que yo seré, de lo que he sido, de lo que soy? En tal
pensamiento se origina todo el proceso de la actividad egocéntrica;
también en él tienen comienzo la determinación de llegar a ser algo, la
determinación de optar y de evitar, todo lo cual es un proceso de tiempo.
En ese proceso vemos producirse infinito daño, miseria, confusión,
deformación, deterioro.
El proceso del tiempo no es, por cierto, revolucionario. En el proceso del
tiempo no hay transformación; sólo hay continuidad y no hay terminación.
En el proceso del tiempo hay tan sólo reconocimiento. Sólo cuando cesa
completamente el proceso del tiempo, la actividad del “yo”, ocurre una
revolución, una transformación, surge lo nuevo.
Dándose cuenta de este proceso integro, total, del “yo”, en su actividad,
¿qué habrá de hacer la mente? Lo nuevo sólo adviene con la renovación, con
la revolución, no a través de la evolución, ni del devenir del “yo”;
adviene cuando el “yo” cesa por completo. El proceso del tiempo no puede
traer lo nuevo; el tiempo no es el medio de la creación.
No sé si alguno de vosotros ha tenido un momento de creatividad. No hablo
de poner en acción alguna visión; quiero significar ese instante de
creación en que no hay recordación. En ese instante ocurre ese estado
extraordinario en que el “yo” ha cesado en su actividad de reconocer. Si
nos damos cuenta, veremos que en ese estado no hay un experimentador que
recuerde, interprete, reconozca, y luego identifique; no hay proceso de
pensamiento que pertenezca al tiempo. En ese estado de creación, de
“creatividad” de lo nuevo, que es atemporal, no hay acción del “yo”, en
absoluto.
Ahora bien, nuestra pregunta es sin duda ésta: ¿es posible que la mente
viva ese estado, que se halle en él, no momentáneamente ni en raros
instantes ‑no quisiera emplear la palabra “eterno” o “por siempre”, porque
ello implicaría tiempo-, en ese estado en que el tiempo no cuenta? Eso,
por cierto, es un importante descubrimiento que ha de ser hecho por cada
uno de nosotros, porque es la puerta del amor. Todas las otras puertas son
actividades del “yo”. Donde hay acción del “yo” no hay amor. El amor no
pertenece al tiempo. No podéis practicar el amor. Si lo hacéis, ello es
entonces una actividad autoconsciente del “yo”, el cual, amando, espera
obtener un resultado.
El amor no es el tiempo. No podéis dar con él por ningún esfuerzo
consciente, por ninguna disciplina, por la identificación, todo lo cual es
un proceso de tiempo. La mente, que sólo conoce el proceso del tiempo, no
puede reconocer el amor. El amor es la única cosa nueva, eternamente
nueva. Es porque la mayoría de nosotros hemos cultivado la mente ‑la cual
es el resultado del tiempo- que no sabemos qué es el amor. Hablamos acerca
del amor; decimos que amamos a la gente, a nuestros hijos, a nuestra
esposa, al prójimo; decimos que amamos la naturaleza; pero en el momento
en que somos conscientes de que amamos, la actividad del “yo” ha surgido;
y, por lo tanto, ello deja de ser amor.
Este proceso total de la mente ha de ser comprendido tan sólo a través de
la relación con la naturaleza, con las personas, con nuestra propia
proyección, con todo lo que nos rodea. La vida no es más que relación.
Aunque intentemos aislarnos de la relación, no podemos existir sin estar
en relación; aunque la vida de relación resulte dolorosa, no podemos
escapar de ella mediante el aislamiento, haciéndonos ermitaños, y lo
demás. Todos esos métodos son indicios de la actividad del “yo”. Viendo
todo este cuadro, dándonos cuenta de todo este proceso del tiempo como
conciencia, sin opción alguna, sin ninguna intención ni propósito
determinado, sin deseo de resultado alguno, veremos que este proceso del
tiempo termina de por sí, no por inducción ni como resultado del deseo. Y
sólo cuando ese proceso finaliza surge el amor, el cual es eternamente
nuevo.
No necesitamos buscar la Verdad. La Verdad no es algo que se halle muy
lejos. Es la verdad acerca de la mente, la verdad acerca de sus
actividades, de instante a instante. Si nos damos cuenta de esta verdad de
instante en instante, de todo este proceso del tiempo, esta captación deja
en libertad la conciencia, o la energía que es inteligencia, que es amor.
Mientras la mente utilice la conciencia como actividad del “yo”, surge el
tiempo con todas sus miserias, con todos sus conflictos, con todos sus
daños, sus engaños intencionales; y sólo cuando la mente, comprendiendo
ese proceso total, haya cesado, surgirá el amor.