LA COMPRENSIÓN
Conocernos a nosotros mismos, sin duda significa conocer nuestra
relación con el mundo, no sólo con el mundo de las ideas y de las
personas, sino también con la naturaleza, con las cosas que poseemos.
Nuestra vida es eso, relación, relación con todo.
Comprender esta relación no exige,
evidentemente, especialización. Lo que se requiere es una clara conciencia
para hacer frente a la vida en su totalidad. Sin embargo, los seres
humanos no sabemos, en general, cómo se puede ser consciente. Ese es
nuestro problema.
No sabemos cómo uno va a tener esa clara
conciencia, sin que ello signifique poseer la especialización de aquellos
que "saben", como los psicólogos, gurús o sacerdotes, maestros... No
sabemos cómo vamos a ser capaces de enfrentarnos a la vida como un todo.
Enfrentarnos a la vida como un todo implica
no sólo ser conscientes y obrar apropiadamente en nuestras relaciones
personales con el prójimo, sino también con la naturaleza, con las cosas
que poseemos, con las ideas, y con las cosas que la mente elabora, tales
como ilusiones, deseos, y todo lo demás.
No hay vida sin relación; y comprender esa relación no significa
aislamiento. Ello requiere, por el contrario, un pleno reconocimiento o
comprensión del proceso total de la vida de relación.
Debemos vivir con una clara conciencia,
darnos cuenta de las cosas, de
nuestra relación con una persona, de cómo percibimos los árboles,
el canto de un pájaro. Pero no podemos darnos cuenta de la vida si nuestra
mente se encuentra en movimiento, si estamos leyendo por ejemplo un
periódico. Para darnos cuenta es necesario encontrarnos en la actitud y
compostura adecuada, y ver con claridad las respuestas superficiales de la
mente, así como de las respuestas íntimas.
Para darnos cuenta de cualquier cosa,
primero, sin duda, debemos darnos cuenta de nuestra respuesta al estímulo,
lo cual es un hecho evidente. Yo veo los árboles, y hay una respuesta;
luego viene la sensación, el contacto, la identificación y el deseo. Ese
es el proceso corriente. Podemos observar lo que de hecho ocurre, sin
necesidad de estudiar libro alguno.
De suerte que, por la identificación,
sentimos placer y dolor. Y nuestra “capacidad” es ese interés por el
placer y por evitar el dolor. Si algo os interesa, si nos brinda placer,
inmediatamente surge la “capacidad”; hay inmediata comprensión de ese
hecho; y si él es doloroso, se desarrolla la “capacidad” para evitarlo. De
modo que, mientras dependamos de la “capacidad” para comprendernos a
nosotros mismos, fracasaremos, porque la comprensión de nosotros mismos no
depende de capacidad alguna. No es una técnica que, a fuerza de pulirla
constantemente, desarrollamos, cultivamos y acrecentamos a través del
tiempo. Esta comprensión de uno mismo puede ponerse a prueba, seguramente,
en la vida de relación. Puede ponerse a prueba en nuestra manera de
hablar, en nuestro modo de conducirnos. Observémonos simplemente, sin
condenar, sin ninguna identificación, sin comparación alguna. Observemos
simplemente, y veremos que ocurre una cosa extraordinaria. No sólo ponemos
término a una actividad que es inconsciente ‑porque la mayoría de nuestras
actividades son inconscientes-, no solamente ponemos término a eso, sino
que, además, captamos los móviles de lo que hemos hecho, sin adquirir, sin
tener que verbalizar en ello.
Cuando tenemos una clara conciencia vemos
el proceso total de nuestro pensar y de nuestra acción; pero esto puede
ocurrir tan sólo cuando no hay condena alguna. Cuando yo condeno algo, no
lo comprendo; y este es un modo de evitar toda comprensión. La mayoría de
nosotros lo hace adrede; condenamos inmediatamente y creemos haber
comprendido. Si en vez de condenar algo, lo consideramos, nos damos cuenta
de lo que es, entonces el contenido de esa acción, su significado, empieza
a revelarse. Experimentemos con esto y lo veremos por vosotros mismos.
Debemos darnos cuenta simplemente, sin sentido alguno de justificación; lo
cual podría aparecer más bien negativo, pero no lo es. Por el contrario,
tiene la cualidad de la pasividad, que es acción directa. Esto lo
descubriremos si lo ponemos a prueba.
Después de todo, si queremos comprender
algo debemos hallaros en estado de ánimo pasivo. No podemos continuar
pensando en ello, especulando al respecto, poniéndolo en tela de juicio.
Tenemos que ser lo bastante sensibles para captar su contenido. Es como si
fuéramos una placa fotográfica sensible. Si yo deseo comprenderte, tengo
que ser pasivamente perceptivo; entonces empiezas a revelarme lo que eres.
Eso, por cierto, no es cuestión de capacidad ni de especialización. En ese
proceso empezamos a comprendernos a nosotros mismos; no sólo las capas
superficiales de nuestra conciencia, sino las más profundas, lo cual es
mucho más importante; porque es allí donde están nuestros móviles o
intenciones, nuestros ocultos y confusos deseos, ansiedades, temores,
apetitos. Puede que exteriormente tengamos dominio sobre todo eso, pero en
nuestro interior todo eso está en ebullición. Mientras no lo hayamos
comprendido por completo, mediante una clara conciencia, es evidente que
no puede haber libertad, no puede haber felicidad, ni hay inteligencia.
La inteligencia tampoco depende en absoluto
de la especialización. Entendemos por inteligencia la comprensión total de
nuestro proceso.
Y esa inteligencia no puede cultivarse mediante ninguna forma de
especialización.
Porque eso es lo que ocurre, que se intenta cultivar la
inteligencia mediante las especialidades. El sacerdote, el médico, el
ingeniero, el industrial, el hombre de negocios, el profesor: nosotros
tenemos la mentalidad de que las especialidades son imprescindibles.
Creemos que para realizar la más alta forma
de inteligencia ‑que es la verdad, que es Dios, que no puede ser descrita-
tenemos que hacernos especialistas. Estudiamos, buscamos a tientas,
investigamos, y, con mentalidad de especialistas o ateniéndonos al
especialista, nos estudiamos a nosotros mismos para desarrollar una
capacidad que ayude a aclarar nuestros conflictos, nuestras miserias.
Nuestro problema ‑si es que de alguna
manera nos damos cuenta de ello- consiste en saber si los conflictos, las
miserias y las penas de nuestra existencia diaria pueden ser resueltos por
otra persona; y si no pueden serlo, conocer cómo nos será posible
enfrentarlos. Es obvio que, para comprender un problema, se requiere
cierta inteligencia; y esa inteligencia no puede derivarse de la
especialización ni cultivarse mediante la especialización. Ella surge tan
sólo cuando captamos atenta y pasivamente el proceso total de nuestra
conciencia, lo cual consiste en darnos cuenta de nosotros mismos sin
opción, sin escoger entre lo bueno y lo malo. Cuando estemos pasivamente
alertas, en efecto, veremos que como consecuencia de esa pasividad ‑que no
es pereza, que no es somnolencia sino extrema vigilancia- el problema
tiene un sentido completamente distinto; y ello significa que no hay ya
identificación con el problema, y, por lo tanto, no hay juicio alguno; y
así el problema empieza a revelar su contenido. Si podemos hacer eso
constantemente, en forma continua, todo problema puede ser resuelto de
manera fundamental, no superficialmente. Y esa es la dificultad, porque la
mayoría de nosotros somos incapaces de estar atenta y pasivamente
conscientes en nuestra propia vida, dejando que el problema revele su
significación sin que lo interpretemos.
No sabemos cómo considerar un problema
desapasionadamente. Por desgracia, no somos capaces de hacer eso, porque
queremos que el problema nos brinde un resultado, deseamos una respuesta,
buscamos un fin; o tratamos de interpretar el problema de acuerdo con
nuestro placer o dolor; o ya tenemos la respuesta de cómo habérnoslas con
el problema. Por lo tanto abordamos un problema, que siempre es nuevo, con
una vieja pauta. El reto, el estimulo es siempre lo nuevo, pero nuestra
respuesta es siempre lo pasado; y nuestra dificultad consiste en
enfrentarnos al reto adecuadamente, esto es, plenamente. El problema es
siempre un problema de relación ‑con las cosas, con las personas, con las
ideas. No existe otro problema. Y para hacer frente a este problema de
relación, con sus exigencias siempre variables, para encararlo como es
debido, adecuadamente, uno tiene que captar con plena atención de un modo
pasivo; y esa pasividad no es cuestión de voluntad, de determinación, de
disciplina. El darnos cuenta de que no estamos en actitud atenta y pasiva
es el comienzo. En la comprensión de que deseamos una respuesta
determinada a un problema dado, está, sin duda, el comienzo; es decir, en
conocernos a nosotros mismos en relación con el problema, viendo cómo lo
encaramos. Entonces, según vamos conociéndonos a nosotros mismos en
relación con el problema ‑cómo respondemos, cuáles son nuestros diversos
prejuicios y exigencias, qué perseguimos, al hacer frente al problema-,
esta comprensión revelará el proceso de nuestro propio pensar, de nuestra
propia naturaleza interior; y en ello hay liberación.
Lo importante es darse cuenta sin optar,
porque la opción trae conflicto. El que escoge está en confusión, y por
eso escoge; si uno no está confuso, no hay opción. Sólo la persona que
está confusa escoge lo que hará o no hará. El ser humano en quien hay
claridad y sencillez no escoge; lo que es, es. La acción basada en una
idea es evidentemente resultado de la opción, y dicha acción no es
libertadora; por el contrario, sólo crea más resistencia, más conflicto,
de acuerdo con ese pensar condicionado.
Lo importante; en consecuencia, es
comprender de instante en instante sin acumular la experiencia que
proviene de esa comprensión; porque, en cuanto acumulamos, sólo nos damos
cuenta de acuerdo a esa acumulación, a esa pauta, a esa experiencia. Esto
es, nuestra comprensión está condicionada por nuestra acumulación, y, por
lo tanto, ya no hay observación sino simplemente interpretación. Donde hay
interpretación, hay opción, y la opción trae conflicto; y en el conflicto
no puede haber comprensión.
La vida es cuestión de relación; y para
entender esa relación, que no es estática, tiene que existir una
comprensión que sea flexible, alerta y pasiva, no agresivamente activa. Y,
como ya hemos dicho, esa comprensión pasiva no adviene por medio de
disciplina o práctica alguna. Consiste simplemente en darse cuenta, de
instante en instante, de nuestro pensar y sentir, y no sólo cuando estamos
despiertos; porque veremos, a medida que penetremos en ello más a fondo,
que empezamos a soñar, que empezamos a proyectar a lo consciente toda
clase de símbolos, que interpretamos como sueños. Abrimos, pues, la puerta
hacia lo inconsciente, que entonces se convierte en lo conocido; mas para
encontrar lo desconocido tenemos que continuar más allá de la puerta. Esa,
por cierto, es nuestra dificultad. La Realidad no es algo que pueda ser
conocido por la mente, porque la mente es el resultado, la acumulación de
lo conocido, de lo pasado. La mente, por lo tanto, tiene que comprenderse
a sí misma y su funcionamiento, tiene que comprender su verdad; y sólo
entonces es posible que lo desconocido sea.