|
LA CRÍTICA Y LA
AUTOCRÍTICA
Es necesario comprender, pero la
comprensión no viene mediante el juicio crítico, la comprensión sólo surge
un proceso de irritante censura.
Si yo deseo comprender, si yo
deseo captar, no de un modo superficial sino profundo, todo el significado
de mi relación contigo, desde luego no empiezo por criticarte. Si deseo
darme cuenta de esa relación entre tú y yo deberé observarla en silencio,
y no proyectar mis opiniones, críticas, juicios, identificaciones o
condenas, sino observar en silencio lo que ocurre.
Por otro lado, si no te critico puedes
relajarte y dormirte, lo que no significa que no nos durmamos cuando
regañamos o criticamos con insistencia. Porque en muchas ocasiones, la
crítica se convierte en un hábito, y como es un hábito nos quedamos
dormidos.
Por medio de la crítica no puede lograrse
una comprensión más amplia y más profunda de la convivencia.
No importa que la crítica sea
constructiva o destructiva; eso, por cierto, no viene al caso. Lo que sí
realmente importa es conocer el estado de la mente y del corazón que se
necesita para comprender nuestras relaciones con los demás, conocer que el
proceso de la comprensión nace con la observación. Cuando queremos
comprender algo, si queremos comprender a nuestro hijo, lo observamos. Lo
observamos cuando juega; lo estudiamos en sus diferentes estados de ánimo;
no proyectamos vuestras opiniones sobre él. No decimos que él debe ser
esto o aquello. Estamos activamente vigilantes, activamente perceptivos.
Entonces, tal vez, empezaremos a comprender al niño. Pero si criticamos
constantemente, si inyectamos en todo instante nuestra propia
personalidad, nuestra idiosincrasia, nuestras opiniones, decidiendo cómo
debe ser o no debe ser el niño, y todo lo demás, es obvio que erigimos una
barrera en nuestra relación con él. Pero, por desgracia, casi todos
criticamos para dirigir, para intervenir; y nos produce cierto placer,
cierta satisfacción, el dar forma a algo, a nuestra relación con nuestro
esposo, con nuestro hijo, o con quien sea. Con ello experimentamos una
sensación de poder, somos el que manda; y en eso hay una tremenda
satisfacción. Evidentemente, no es a través de todo ese proceso que se
comprende la relación con otro. Lo único que hay es imposición, deseo de
formar a otro en el molde de nuestra idiosincrasia, de nuestro deseo, de
nuestro anhelo. Todo eso impide que se comprenda la relación.
Además de la crítica, existe la
autocrítica. El asumir una actitud crítica hacia uno mismo, el criticarse,
condenarse o justificarse tampoco trae comprensión de uno mismo. Cuando
empiezo a criticarme limito el proceso de comprender, de explorar.
La introspección, que es una forma de
autocrítica, no revela el “yo”.
Ser constantemente analítico, temeroso,
crítico, eso, ciertamente, no ayuda a poner nada en claro.
Lo que pone de manifiesto al “yo”
de modo tal que empezamos a comprenderlo, es la constante captación del
mismo sin condenación, sin identificación alguna. Ha de haber cierta
espontaneidad; no podemos estar analizándolo constantemente,
disciplinándolo, regulándolo. Esta espontaneidad es esencial para la
comprensión. Si lo único que hago es limitar, dominar, condenar, detengo
el movimiento del pensar y del sentir. Es en el movimiento del pensar y
del sentir donde descubro, no en el simple dominio o restricción. Y cuando
uno descubre, resulta importante saber cómo hemos de actuar al respecto.
Si yo actúo de acuerdo con una idea, con una norma, con un ideal, encajo
al “yo” en un molde determinado. En eso no hay comprensión, no hay
trascendencia. Pero si puedo observar el “mí mismo”, el “yo” sin condena
ni juicio alguno, sin ninguna identificación, entonces es posible ir más
allá. Por eso es que todo este proceso de aproximarse a un ideal es tan
enteramente erróneo. Los ideales son dioses de nuestra propia creación; y
ajustarse a una imagen proyectada por uno mismo no es, por cierto, una
liberación.
De modo que sólo puede haber comprensión
cuando la mente capta en silencio, cuando observa; y ello es arduo, porque
nos complace el estar activos, inquietos, el criticar, condenar,
justificar. Esa es toda la estructura de nuestro ser; y a través de la
pantalla de las ideas, prejuicios, puntos de vista, experiencias,
recuerdos, tratamos de comprender.
Debemos liberarnos de todo ese obstáculo
mental del análisis y la crítica y comprender al instante. Hacemos eso,
sin duda, cuando el problema es muy intenso. No pasamos por todos esos
métodos: enfocamos el problema directamente. La comprensión de nuestras
relaciones se logra tan sólo cuando ese proceso de autocrítica se
comprende y la mente está serena.
Si lees, y si tratas de seguir sin gran
esfuerzo lo que deseo transmitir, existe una posibilidad de que nos
comprendamos. Pero si no hacemos más que criticar, si exponemos con
énfasis nuestras opiniones, lo que hemos aprendido en los libros, lo que
alguien nos ha dicho, y así sucesivamente, entonces no estamos en comunión
porque entre nosotros se alza esa pantalla. Pero si tú y yo tratamos de
descubrir las causas del problema, que se hallan en el problema mismo, si
todos estamos ansiosos de ir hasta el fondo del problema, de saber la
verdad a su respecto, de descubrir lo que es, entonces hay comunión entre
nosotros. Entonces nuestra mente está a la vez alerta y pasiva observando
para ver lo que hay de verdadero en esto. Nuestra mente, pues, tiene que
ser en extremo ágil, no debe estar anclada en ninguna idea ni ideal, en
ningún criterio, en ninguna opinión que hayamos consolidado a través de
nuestras propias experiencias. La comprensión llega, sin duda, cuando
existe la ágil ductilidad de una mente que está pasivamente alerta.
Entonces es capaz de recibir, entonces es sensible. Una mente no es
sensible cuando está atestada de ideas, prejuicios, opiniones, a favor o
en contra de algo.
Para comprender la vida de relación, debe
haber percepción alerta y pasiva, la cual no destruye la comunión. Por el
contrario, ella hace que la relación sea mucho más vital, mucho más
significativa. Entonces, en esa relación, existe una posibilidad de
verdadero afecto; hay una cordialidad, una impresión de acercamiento, que
no es simple sentimiento o sensación. Y si podemos enfocarlo todo de ese
modo, estar en esa clase de comunión con todo, nuestros problemas serán
fácilmente resueltos: los problemas de la propiedad, de la posesión.
Porque nosotros somos aquello que poseemos. La persona que posee dinero es
dinero. La persona que se identifica con la propiedad, es la propiedad, o
la casa, o los muebles. De igual modo pasa con las ideas o con las
personas; y cuando hay espíritu posesivo no hay relación. Pero la mayoría
de nosotros poseemos porque, de otro modo, nos sentimos vacíos. Somos
cascarones vacíos si nada poseemos, si no llenamos nuestra vida con
muebles, con música, con conocimientos, con esto o con aquello. Y ese
cascarón hace mucho ruido, y a ese ruido le llamamos vivir; y con eso nos
satisfacemos. Y cuando eso se nos despoja, cuando nos desprendemos de eso,
sentimos dolor; porque entonces nos descubrimos tal cual somos: un
cascarón vacío sin mayor significación. Así, pues, el darse cuenta del
contenido total de nuestras relaciones, es acción; y de ésta surge una
posibilidad de verdadera comunión, una posibilidad de descubrir su gran
hondura, su gran significación, y de saber lo que es el amor.
|
|