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La envidia.
La envidia es un pesar del bien ajeno, y en ella se incluye la alegría que
se produce por el mal que sufren los demás. El envidioso se entristece con
el bien de otras personas y se goza en su mal, se aflige por el bien del
que puedan disfrutar los otros como si éste fuese para él un mal, como si
implicara una disminución de su bien. No es el camino más adecuado sentir
pesar del bien ajeno, ni porque ese bien le falte a uno, ni porque se tema
que de él se use en contra de uno mismo, ni porque se emplee de manera
nada espiritual o haya sido obtenido por medio de crímenes e injusticias.
La envidia se distingue también de los celos, aunque no siempre andan
separados. La envidia se refiere al bien ajeno, y los celos al propio. El
celoso quiere poseer exclusivamente el objeto y el motivo de su dicha, y
vive temiendo que le sea arrebatado. El envidioso no piensa en sí mismo,
sino en los demás, y para él pocos goces hay mayores que la contemplación
del mal ajeno.
El orgullo es el principal fundamento de este ego. Quien siente un
exagerado amor propio no se satisface con la abundancia de bienes, por
muchos que éstos sean, sino que aspira a no tener en ningún aspecto ni
iguales ni superiores. Y aunque nada pierda con lo que otros ganen, le
disgusta y le parece una humillación no poseer él sólo ese bien.
Como nadie está libre de los ataques del ego, nadie se puede creer seguro
de los asaltos de la envidia. Las personas que se dicen religiosas, que
sienten repulsa hacia los vicios, no suelen ser las menos atacadas por la
envidia. Ésta sabe disfrazarse tan bien que muchos creen que es virtud,
pues la confunden con un celo justo, y dan a entender que lo que les enoja
no es la virtud de otra persona, sino el que no sea tan perfecta como se
opina, que no es su talento lo que desagrada, sino los defectos de
cualquier índole en los que parece haber incurrido, o bien, que no es su
fortuna la que indigna, sino el que no haga de ella todo el buen uso que
podría hacer. Cuando la envidia de alguien se desata contra una persona
que posee buenas y malas cualidades, este ego procura convencer al
envidioso de que no es el brillo de su virtud lo que la saca de quicio,
sino el disgusto de ver la manera en que abusa de los dones que posee.
La envidia es muy contraria al desarrollo de la comunidad y, en sí misma,
no tiene ningún sentido. En realidad todos somos miembros de un mismo
cuerpo, y en ese cuerpo cada miembro participa íntimamente del bien y del
mal que los otros miembros experimentan. Y esta es una razón obvia por la
que no se debe envidiar a otras personas por hallarse situadas en otros
niveles.
Es necesario violentar las leyes naturales para seguir al ego de la
envidia. La naturaleza inclina a las personas a estimar más a quienes se
encuentran más unidos por los vínculos de la sangre, o de la misma
profesión, o del interés común, y es precisamente a estos a quienes el
envidioso aborrece más. Las leyes que unen a las familias no representan
nada para las personas que alimentan a este ego. El envidioso desconoce lo
que es la gratitud, pues cree que se rebaja al recibir un favor. Su rabia
se acrecienta cuando se encuentra con el desprendimiento y la generosidad,
pues ve a un enemigo que aborrece, y no a un protector desinteresado, a
quien le ayuda con bienes y virtud.
Este ego rencoroso seca en el corazón las fuentes de la benevolencia y del
afecto, y priva al mismo envidioso de la felicidad y del consuelo que
ofrece la vida espiritual. Al contrario, éste goza con la destrucción y la
ruina, y si no se atreve o no puede causarla sólo con verla siente el
placer más grande. Por eso se aísla y se rodea de una especie de muro que
impide llegar hasta él el amor de las demás personas. De manera diferente,
quien vive espiritualmente participa de la virtud de las demás personas,
hace suyo el bien que realizan y cuanta más espiritualidad y virtud
percibe alrededor suyo más rico se siente.
Alimentar el ego de la envidia es un error muy grave que, además, origina
muchos otros errores que tienen funestas consecuencias. Cada vicio se
opone a una virtud, pero de éste puede decirse que se opone a todas. El
odio suele ser siempre su compañero. Del sufrir por el bien ajeno se pasa
al deseo que tal bien no exista. Disgusta de ver la prosperidad de una
persona, y luego hasta el verla disgusta. En algunos temperamentos este
rencor no se sabe contener y estalla como un volcán, produciendo los
mayores estragos. En muchas ocasiones, no retrocede ni ante la muerte del
que se supone un rival peligroso.
El envidioso pasará con placer sobre los escombros de su ciudad o de su
país, a cambio de ver abatido el objeto que le irrita y que alimenta a su
cruel ego. Escribir la historia de las guerras civiles y de la discordias
sociales que han ensangrentado la Tierra equivale a escribir la historia
de la envidia. No por falta de voluntad, sino por falta de valor, muchos
envidiosos no llegan a tan desmesurados excesos. Se alegrarán hasta lo
sumo si ven a su competidor caído. Pero, por temor a las consecuencias que
les pueden sobrevenir, no se deciden a empujarle para que caiga. Si le
hieren es por la espalda y sobre seguro, no de frente y con riesgos.
Su principal arma es la lengua. La verdad no tiene ante sus ojos valor
alguno, ni la espiritualidad le infunde el más mínimo respeto. En todas
las acciones y las palabras de las personas que le son superiores en algún
aspecto buscan un motivo de crítica y de censura. Suelen ser maestros en
el arte de la murmuración, y lo ejercen confiando en ella el éxito de sus
perversos deseos. Ocultan con esmero el fin que se proponen, y hacen ver
que sólo al bien y al interés general se dirigen sus palabras. Para no
alertar y poner en su contra el ánimo de quienes les escuchan, comenzarán
alabando al que desean derribar con sus palabras. Expresarán, de muchas y
variadas maneras, la peculiar forma de apreciarles y el dolor que les
causa ver disminuidas con defectos las apreciadas cualidades que tiene esa
persona tan digna de elogio. De entre todas las virtudes que le envidien
habrá una en especial que más alimente al vicio, y con el propósito de
negar ésta harán el sacrificio de reconocer las otras. Si oyen elogios que
vayan dirigidos a la persona a la que envidian, se cuidan mucho de mostrar
la más mínima señal de indignación, y hasta asentirán si no encuentran
ningún medio para hacer daño. A pesar de ello, más tarde sembrarán las
dudas, disminuirán el valor de su virtud y lanzarán insinuaciones
maliciosas. A veces, con el silencio dirán más que con palabras y, en
ocasiones, su gesto será más elocuente que un discurso de censura.
Pero, lo más sorprendente es que el envidioso no tiene ningún motivo para
maltratar a las demás personas de manera tan cruel. No tenemos menos
bienes porque los otros tengan más. Todos tenemos los bienes que nos
merecemos, justo los que necesitamos para aprender en esta escuela de la
Vida. Pero, aunque pareciese que a alguien no le pertenecen los bienes que
posee, no por envidiarlos pasan a pertenecer a uno. Se envidia hasta el
talento, la hermosura, la salud y otras cualidades que son incomunicables
y que Dios concede según los decretos de su sabiduría eterna.
El envidioso no suele sacar nunca ningún beneficio de su injusto proceder.
Al contrario, hace el mal por hacer el mal. Sin motivo alguno causa
perjuicios y se ocupa en destruir y arruinar. Este es un vicio que el que
lo tiene o no lo conoce o procura no fijarse en él. Se puede ver al
vanidoso gloriarse de sus honores, al avariento de sus riquezas y al
lujurioso del número de sus relaciones. Pero jamás se ha visto a ningún
envidioso hacer alarde de su envidia. Y este es un aspecto más que debe
tener en cuenta la persona que ve la necesidad de ser consciente y de
obrar adecuadamente ante las dificultades que plantea el vicio más
extendido en la humanidad.
Entre los muchos sufrimientos que asedian al envidioso se encuentra el
esfuerzo constante que debe realizar para que no se descubra su propia
envidia. Quiere perjudicar al que provoca su envidia y, a la vez, quiere
que no se note el sentimiento que le empuja a ello. La rabia le impulsa a
realizar el mal, pero el temor le contiene y le sujeta. Suele sucumbir al
miedo, porque este vicio es propio de personas pusilánimes y apocadas. Por
esto mismo se sirve del anonimato, de la denuncia cobarde, de las palabras
con doble sentido, de las insinuaciones encubiertas, de los medios que no
le comprometen pero con los que difícilmente logra sus propósitos y sólo
consigue la propia amargura. Porque el envidioso vive en un tormento de
desesperación y de rabia, en un fuego que abrasa sin consumirse y que más
se enciende cuanta más felicidad ve en los otros. Dios suele castigar al
envidioso sacando ileso de sus intrigas a sus víctimas y ascendiéndolas al
lugar más destacado. Y es que no pueden las nubes ocultar por mucho tiempo
el azul de cielo ni deja la luna de seguir su majestuoso camino a pesar de
los aullidos de los lobos. Pero, quien es dominado por la envidia, tampoco
puede satisfacerse cuando logra su objetivo. Si alguna vez el ser humano,
dominado por la envidia, logra gozarse en la desgracia de alguien, la voz
de su consciencia le recrimina entonces y arroja sobre su alegría la
amargura del remordimiento.
No se contenta con ver caído a quien antes le hacía sombra, pues muchos
son siempre los que se encuentra por encima de uno. No sólo le irritan los
que van por delante, sino los que están en su nivel, porque no puede
pasarles, y también los que deja detrás, porque teme que se le coloquen en
la misma posición. Es un ser que sufre horriblemente y que acaba por no
poder resistir el ver a su alrededor tantas personas que son felices o que
le parecen que lo son. Rehuye el trato con las personas, y su
resentimiento en la soledad se acrecienta. Al mismo tiempo los demás se
apartan de su lado, pues se dan cuenta de su comportamiento e intentan
evitar que les toque su turno.
No hay lugar en donde el envidioso se encuentre libre de su sufrimiento.
En sociedad escucha palabras de alabanza que van dirigidas a tras personas
y sufre, y en su soledad este recuerdo le acompaña y martiriza. Enterarse
de ello es su tortura, y su ocupación consiste en espiar y conocer cuál es
el halago y a quien se le dedica. Le duele ver la felicidad de los demás,
pero no sabe apartar de ella sus ojos. Su ego le agranda las perfecciones
que envidia y le presenta con gran exageración los honores que los demás
reciben. Con la imaginación sobreexcitada tiene siempre fija en el
pensamiento la superioridad ajena y ve desprecios, humillaciones y
fracasos que, en realidad, no ha sufrido. Día a día crece su melancolía y
su pesimismo, se vuelve más huraño y arisco y llega hasta sentir odio
hacia la humanidad entera.
La convicción de la propia impotencia para realizar todo el mal que desea
le trastorna y enajena. Como no puede arrojar fuera de sí el veneno que
fabrica, él mismo se va matando sin saberlo. Llega, en efecto, a envenenar
la fuente de la vida y a perder la salud. Aunque no en todos los
envidiosos este vicio causa heridas tan profundas, siempre aparta del
camino espiritual cuando no se trata como es debido. Ante su ataque,
cuando intenta convencernos de que la honra que se tributa a alguien
oscurece y rebaja en cierto modo la propia, se debe ser en un primer
momento firme para rechazarlo, y después considerar que nadie es perfecto
ni merece honor o gloria. Sólo a Dios se le debe el honor y la gloria. Por
otro lado, en muchas ocasiones debe uno retirarse para que otro coja el
relevo, de manera que la empresa en la que se está embarcado llegue a buen
término.
Si nos diéramos cuenta de la manera en que damos a las cosas un valor que
en realidad no tienen, seguramente el ego de la envidia no podría
alimentarse. Damos en muchas ocasione un valor absoluto a cosas que, en
verdad, no lo tienen. El ego de la envidia hace ver las ventajas de las
riquezas y de la posición, pero oculta a los ojos el trabajo con el que se
consiguen, el temor con el que se guardan y la facilidad con la que se
pierden. Muestra el brillo de los honores y de los cargos, pero no las
incomodidades y la responsabilidad de los cargos, los desvelos, las luchas
y las fatigas que siempre les acompaña.
Cuando se conoce el verdadero estado de ánimo de muchas personas a quienes
se les considera felices, más que envidia inspiran lástima. Y muchas veces
se envidia a los mismos que envidian a uno. No es adecuado envidiar ni
codiciar ningún bien, pues todos tenemos lo que nos merecemos, lo que
necesitamos para progresar espiritualmente. De manera paradójica, el
verdadero bien se multiplica cuando se divide y se distribuye
adecuadamente, y su disfrute no es menor para cada uno cuando más sean los
que lo gozan. Quien sucumbe al vicio de la envidia se encuentra muy lejos
de ese estado de consciencia, amor y bienestar que disfrutan muchas de las
persona que viven espiritualmente, y si le fuera posible ver esta
felicidad su misma envidia le daría un disgusto enorme.
Con este vicio sólo se logra producirse uno mismo desgracias y, en muchas
ocasiones, ensalzar a quien se envidia, pues se contribuye con la
intención y la voluntad a darle importancia a los ojos de las gentes. No
es el mejor camino disgustarse por que le pasen a uno por delante, ya sea
por virtud o por conocimiento, y consigan sus propósitos. Tampoco es lo
más apropiado envidiarlos ni sentir ira contra uno mismo porque no tiene
esa capacidad. Debemos ver nuestra situación personal en la Vida, las
características y capacidades personales, el sentido de la propia vida y
ver, también, cómo actúa en ella el ego de la envidia. Tenemos que ser
capaces de ver todo ello y reflexionar para ser conscientes y obrar
adecuadamente. La virtud de las demás personas no debe ser la causa de
que, por la envidia, perdamos la nuestra. Antes bien, debemos servirnos de
la envidia y de todos los demás egos para vivir espiritualmente.
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