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La etapa preparatoria.
 

La preparación consiste en un cultivo bien definido del sentimiento y del pensamiento. Mediante este cultivo, los cuerpos anímico y espiritual serán dotados de sentidos y los órganos superiores, de la misma manera como las fuerzas de la Naturaleza dotaron al cuerpo físico de sus órganos, plasmándolos de materia viva indefinida.

Como primer requisito es preciso dirigir la atención del alma sobre ciertos procesos del mundo que nos circunda. Tales procesos son, por una parte, los de la vida del brotar, crecer y desarrollar, y por otra, todos los fenómenos relacionados con el desflorecerse, el marchitarse y el fenecer. Por todas partes, estos procesos se presentan al mismo tiempo a la mirada del ser humano y evocan naturalmente en él ciertos sentimientos y pensamientos.

Sin embargo, en circunstancias ordinarias, el ser humano no se dedica suficientemente a estos sentimientos y pensamientos, sino que pasa con demasiada rapidez de una impresión a otra. Lo que hace falta es que debe fijar su atención, intensa y conscientemente, sobre tales fenómenos. Dondequiera que el discípulo encuentre una forma bien definida del crecer y florecer, deberá eliminar de su alma todo lo demás, entregándose, durante corto tiempo, exclusivamente a esta sola impresión.

Pronto comprobará que un sentimiento que antes se deslizaba rápidamente por su alma, ahora se intensifica asumiendo una forma vigorosa y decidida. Después, dejará que esta forma de sentimiento obre reposadamente sobre sí mismo, aquietándose él totalmente en su interior. Debe aislarse de lo demás del mundo exterior y entregarse únicamente a lo que su alma le diga ante los fenómenos del florecer y desarrollarse.

Sería erróneo pensar que se harían grandes progresos embotando los sentidos frente al mundo. Primero hay que observar los objetos con tanta intensidad y exactitud como sea posible, para después entregarse a los sentimientos y pensamientos que se susciten en el alma. Lo que importa es que se dirija la atención hacia ambos fenómenos con perfecto equilibrio interior.

Si se logra la calma necesaria y si uno se abandona a lo que nace en el alma, se llegará a experimentar, al cabo de cierto tiempo, lo siguiente. El discípulo notará que en su interior brotan un nuevo género de sentimientos y pensamientos antes desconocidos. Cuanto más a menudo se dirija la atención sobre algo en proceso de crecimiento, de floración y de desarrollo y alternativamente, sobre algo que se marchita y se desvanece, tanto más vívidos se tornarán estos sentimientos.

Y de los sentimientos y pensamientos así engendrados van formándose los órganos de la clarividencia, de la misma manera como de la materia viva se forman los ojos y los oídos del cuerpo físico por efecto de las fuerzas naturales. Sentimientos de índole bien definida se vinculan con el crecer y el desarrollarse; otros, de índole no menos definida, con el marchitarse y fenecer, pero esto sólo ocurre si el cultivo de esos sentimientos se persigue de la referida manera. Es posible describir, de un modo aproximadamente correcto, la naturaleza de esos sentimientos. Un concepto cabal puede formarse todo aquel que personalmente los experimente en su interior.

Quien frecuentemente haya dirigido su atención hacia los fenómenos del brotar, del desarrollarse, del florecer, sentirá algo vagamente similar a la sensación que produce la salida del sol, en tanto que los fenómenos del marchitarse y del fenecer darán origen a una sensación que, del mismo modo, es comparable al lento ascenso de la luna sobre el horizonte. Estos dos sentimientos son dos fuerzas que, debidamente cultivadas y con el desarrollo cada vez más intensificado, conducen a los más significativos efectos espirituales.

Un mundo nuevo se abrirá al estudiante que metódicamente y con firme propósito se abandone a semejantes sentimientos. El mundo anímico, el llamado plano astral, comienza a alborear ante él. El crecer y el fenecer dejan de ser fenómenos que le producen las indefinidas impresiones de antes, sino que toman las formas de líneas y figuras espirituales, de las que antes no tenía idea; y estas líneas y figuras varían según la diversidad de los fenómenos.

Una flor que se abre evoca en su alma, como por encanto, una línea bien definida; lo mismo ocurre con la presencia de un animal que está en la etapa del crecimiento, o con un árbol que se está secando. El mundo anímico (o plano astral) se abre lentamente ante el discípulo. No hay arbitrariedad en estas líneas y figuras. Dos discípulos que hayan llegado al correspondiente grado de desarrollo espiritual observarán siempre las mismas líneas y figuras en relación con el mismo fenómeno. Así como dos personas de vista normal ven redonda una mesa redonda, y no una de ellas la ve redonda y la otra cuadrada, así ha de presentarse a dos almas la misma figura espiritual al contemplar una flor abierta.

Como la ciencia natural corriente describe las características de las plantas y de los animales, así también el conocedor de la ciencia oculta describe, o dibuja, las formas espirituales de los procesos del crecer y del fenecer según géneros y especies.

Cuando el discípulo haya adquirido la capacidad de percibir semejantes figuras espirituales de fenómenos, que a sus ojos también se presentan físicamente, no estará muy lejos del grado de desarrollo en que ya pueda ver fenómenos que no tienen existencia física y que, por lo tanto, deben permanecer totalmente ocultos para aquel que no ha sido instruido en la ciencia oculta.

Debemos hacer notar que el discípulo no debe perderse en reflexiones acerca de lo que significa este o aquel fenómeno. Con semejante empeño intelectual sólo se desviaría del recto camino. Con sentidos sanos y con perspicacia, debe dirigir la mirada hacia el mundo sensible y luego entregarse a los sentimientos que en él se suscitan. No debe tratar de encontrar el significado de las cosas por medio de especulaciones intelectuales, sino esperar que ellas mismas se lo revelen.

Otro requisito importante es lo que la ciencia oculta llama la orientación en los mundos superiores. Se llega a ella compenetrándose de la convicción de que los sentimientos y los pensamientos son realidades, tal como lo son las mesas y sillas del mundo físico sensible.

En el mundo anímico y en el mundo de los pensamientos, los sentimientos y los pensamientos ejercen un efecto los unos sobre los otros, tal como lo hacen las cosas sensibles del mundo físico. En tanto el discípulo no se haya compenetrado eficazmente de esta verdad, no creerá que un pensamiento impropio que él concibe pueda ejercer, sobre otros pensamientos que existan en el espacio del pensar, un efecto tan devastador como el que ejerce una bala disparada a ciegas sobre los objetos físicos en que ella dé.

Quizás no se permitiría jamás realizar, en el mundo físico visible, un acto que considerara insensato, pero no vacilaría en tener pensamientos o sentimientos impropios, pues los estima inofensivos para los demás. Pero en, la ciencia oculta solamente se puede hacer progresos si uno cuida de sus pensamientos y sentimientos con el mismo celo que vigila sus pasos en el mundo físico. Si uno se encuentra frente a una pared, no intentará pasar a través de ella, sino que se dirigirá hacia el lado, pues se adaptará a las leyes que rigen el mundo físico.

Leyes semejantes existen también en el mundo de los sentimientos y pensamientos, si bien ahí no pueden imponerse al ser humano desde afuera, sino que deben manar de la vida misma de su alma. Esto se alcanza absteniéndose en todo tiempo de sentimientos y pensamientos impropios. Se debe entonces evitar el perderse en pensamientos arbitrarios, en fantasías ilusorias y en el fluctuar accidental de las emociones. Con esto, el discípulo no se vuelve pobre de sentimientos; por el contrario, pronto comprobará que sólo llega a enriquecer sus sentimientos y a tener verdadera fantasía creadora, si sabe regular, de esta manera, el curso de su vida interior.

En vez de un sentimentalismo trivial y de caprichosa asociación de ideas, surgirán sentimientos significativos y pensamientos fecundos. Estos sentimientos y pensamientos guían al discípulo para orientarse en el mundo espiritual. Llegará a establecer relaciones adecuadas con lo que se halla en el mundo espiritual. Así resulta para el discípulo una consecuencia bien definida.

Del mismo modo que, como persona física, encuentra su camino entre las cosas físicas, asimismo su sendero le conduce ahora por entre los procesos del crecer y del fenecer, que él aprende a conocer en la forma antes descrita. Obedece a todo lo que crece y se desarrolla y a todo lo que se marchita y perece, según como lo requiere su propio desarrollo y el progreso del mundo.

El discípulo tiene que dedicarse, además, a penetrar en el mundo de los sonidos. Al efecto, es preciso distinguir entre el sonido causado por lo que no tiene vida (un cuerpo que cae, una campana o un instrumento musical) y el sonido emitido por seres vivientes (un animal o un ser humano). Quien oye el toque de una campana, lo asociará con una sensación agradable; quien oye el grito de un animal, notará, además de la sensación en sí, la manifestación de un sentimiento interior del animal, ya sea de placer o de dolor. Este último es el género de sonidos de que debe ocuparse el discípulo. Deberá prestar toda su atención al hecho de que ese sonido le anuncia algo que se halla fuera de su propia alma, y deberá sumergirse en ese elemento extraño; deberá relacionar íntimamente su propio sentimiento con el dolor o el placer que tal sonido pueda revelarle, sobreponerse a lo que el sonido signifique para él, si le es agradable o desagradable, placiente o desplaciente; su alma no debe llenarse sino de lo que sucede en el ser del que proviene el sonido.

Quien realice semejantes ejercicios metódicamente y con firme propósito adquirirá la facultad de confluir, por decirlo así, con el ser del que emana el sonido. Para una persona dotada de sentido musical, semejante cultivo de sus sentimientos será más fácil que para otra que no lo posea; pero no hay que creer que el mero sentido musical puede sustituir dicho cultivo.

El discípulo debe aprender a sentir de esta manera con respecto a toda la Naturaleza. De este modo, se inculca un nuevo germen en el mundo de sus sentimientos y pensamientos. La Naturaleza entera, con su resonar, comienza a susurrarle al ser humano sus misterios. Lo que antes eran para su alma sonidos indefinibles, se convierte en lenguaje inteligible de la Naturaleza; allí donde antes había percibido un mero sonido producido por lo que no tiene vida, ahora percibe un nuevo lenguaje del alma. Si progresa en tal cultivo de sus sentimientos, pronto se dará cuenta de que puede oír sonidos cuya existencia antes no presumía. Empieza a oír con el alma.

Algo más debe agregarse para llegar a la cima de lo accesible en este dominio. De la mayor importancia para el desarrollo del discípulo es la manera en que escucha las palabras de los demás. Debe acostumbrarse a hacerlo en tal forma que su propio ser interior permanezca en silencio absoluto. Si alguien emite una opinión y otro la escucha, surge generalmente en el alma de este último una actitud de conformidad o de desacuerdo, y muchos se sentirán impulsados a manifestar su aprobación y, sobre todo, su disentimiento.

El discípulo debe acallar todo impulso interior de aprobación y de contradicción. No se trata de cambiar repentinamente de conducta, de tal manera que intente lograr continuamente este radical silencio interior. Deberá comenzar a hacerlo en ciertos casos particulares elegidos a propósito. Entonces, lentamente y paso a paso, esta nueva manera de escuchar irá internándose en sus hábitos, como si fuera de un modo espontáneo.

En la búsqueda espiritual, esto se ejercita metódicamente. Los discípulos se sienten obligados, como ejercicio y en momentos determinados, a escuchar los pensamientos más contradictorios, y a acallar totalmente todo impulso de aprobación y, principalmente, todo juicio desfavorable. Lo que importa es que no solamente se haga callar todo juicio del intelecto, sino también todo brote de desagrado, de disentimiento e incluso de conformidad. En particular, el discípulo debe observarse atentamente para darse cuenta de si tales afectos existen, aunque no en la superficie pero sí en lo más íntimo de su alma.

Por ejemplo, debe escuchar lo que dicen personas que, en algún sentido, le sean muy inferiores y renunciar a todo sentimiento de saberlo mejor o de superioridad. Para todos es útil escuchar de esta manera a los niños; hasta el más sabio puede aprender muchísimo de ellos. Así, el estudiante aprende a escuchar las palabras de otra persona con entera abnegación y exclusión de su propia persona, de su opinión y de su manera de sentir. Si él se ejercita así a escuchar sin actitud de crítica, aún en los casos en que se formulase la opinión más contraria a la suya, o cuando sucediese ante sus ojos lo más "trastornado", aprenderá poco a poco a fundirse con la naturaleza de otro ser humano y a identificarse con ella.

A través de las palabras, oirá lo que dice el alma del otro. Gracias a persistentes ejercicios de esta índole, el sonido se convierte en el medio apropiado para percibir el lenguaje del alma y del espíritu. Es cierto que para ello se requiere una rigurosa autodisciplina; pero ella conduce a una meta suprema. Pues, cuando estos ejercicios se practican en combinación con los anteriormente descritos, relativos a los sonidos en la Naturaleza, se suscita en el alma un nuevo sentido auditivo; ella se hace capaz de percibir manifestaciones del mundo espiritual que no hallan expresión mediante sonidos perceptibles por el oído físico.

Se despierta la percepción del "verbo interior", y, paso a paso, se le revelan al discípulo verdades del mundo espiritual. Oye hablar un lenguaje de índole espiritual. Todas las verdades superiores se alcanzan por medio de la "captación del Verbo Interior", y lo que puede transmitir un verdadero investigador espiritual lo ha recibido de esta manera.

Esto no quiere decir que sea innecesario dedicarse al estudio de los libros de la ciencia espiritual antes de que uno mismo pueda percibir aquel lenguaje interior. Al contrario, la lectura de esos escritos y el recibir la enseñanza de los investigadores espirituales son, por sí mismos, medios para llegar al conocimiento propio. Cada frase que se escucha de la ciencia oculta es apropiada para dirigir la mente hacia donde se debe llegar, si el alma ha de experimentar un verdadero progreso.

A todo cuanto anteriormente hemos indicado, debemos agregar el celoso estudio de lo que los investigadores espirituales transmiten al mundo. En toda enseñanza oculta, este estudio forma parte de la etapa preparatoria. Quien quisiera valerse de toda clase de otros medios, no llegaría a la meta, si no hiciera suyas las enseñanzas de los investigadores espirituales, porque estas enseñanzas mismas están dotadas de vida espiritual por el hecho de proceder del "verbo interior", del "viviente lenguaje interior.

No son meras palabras, sino fuerzas vivientes. Cuando oyes las palabras de un iniciado, cuando lees un libro o entras en un espacio Web que tiene su origen en verdaderas experiencias interiores, obran fuerzas en tu alma que la hacen clarividente, del mismo modo que las fuerzas de la Naturaleza crearon tus ojos y tus oídos de la sustancia viva.

 

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