LA ÉTICA
Hay
cosas que parecen y otras que son. Distinguir cabalmente la apariencia de la
esencia, la imagen de la ética, no es tarea fácil, pero sí provechosa.
¿Es posible
diferenciar la crítica honesta de la vituperación maliciosa, la indignación
de la ira, el desdén de la envidia o el rechazo legítimo de los celos? A
estas actitudes las distingue únicamente la textura del alma, porque la
acción es siempre mecánica y responde a una fuerza soberana que la anima.
Así lo que en un hombre íntegro es sana indignación, en el mezquino puede
ser cólera impotente. Todo se reduce a un juego de intenciones.
No hay espectáculo
más patético que el que ofrece quien pretende ser lo que no es. Condenándose
a la hipocresía y a la mentira se exilia de sí mismo para errar de por vida
en un universo ficticio, desconectado de su propia realidad y carente de
toda consistencia.
No es fácil el oficio
de vivir dignamente, no. Uno ha de crear su propio personaje y dotarle de
verosimilitud y altura, lo que implica una renuncia constante a la ventaja
en aras de la ética, que es algo así como el "fair play" del espíritu. Desde
luego, resulta mucho más tentador revestirse de una ética aparente y jugar
sucio tras el parapeto de la imagen.
Muchos son los males
de nuestra sociedad y muchas las soluciones que se aportan en el mayor
despliegue de frivolidad que han conocido los siglos, pero hay un paso
esencial que dar para recuperar la dignidad y la autoestima de la especie y
terminar con el nefasto culto a la imagen, es el rearme ético.
¿Y en qué consiste la
ética? Ante todo, en la autenticidad. ¿Y qué es la autenticidad? La
transparencia del espíritu, la verdad, Satia. Hay que ser idénticos
en el pensamiento, la palabra y la obra. No es posible convivir pensando de
una manera, hablando de otra y actuando de una tercera.
Habría que citar
también la no violencia, Ahimsa, como estilo ético de vida. No puede
haber ética en la violencia, que es la grosera reacción del ego desairado,
como tampoco la hay en las formas engañosamente blandas con que muchos
esconden su pavor a aceptar responsabilidades y mantener unos principios. La
no violencia requiere la mayor bravura porque implica no deponer la firmeza
del criterio y la postura, aún ante la injusticia, la intransigencia y la
provocación. Para muchos, hoy, la no violencia se reduce a otra moda, a una
mera cuestión estética, pero para quien bien la entiende llega mucho más
lejos; es el resultado de una ecovisión en la que nada ni nadie se
considera aislado del resto ni, por tanto, es susceptible de ser juzgado,
condenado y destruido con abstracción del contexto. Es la sabiduría de
deshacer los nudos contra la furia de romper las cuerdas.
Finalmente, la
continencia, brahmacharia, es la virtud que modera la pasión y
encauza el empuje desbordante de los deseos. Si estos no se frenan, toda
ética es ficticia. Nadie está libre de impulsos acuciantes, cuyo oscuro y
primitivo origen se esconde en las profundidades del subconsciente. Esa
posesividad que nos empuja a apropiarnos de cuanto nos place (¿tal vez
porque albergamos un Rey Supremo en lo más recóndito del Ser?) debe ser
templada con el ejercicio de la discriminación. Dar rienda suelta a las
fuerzas desatadas del hombre sólo lleva al caos y a la destrucción. La
civilización consiste precisamente en domeñar las fuerzas inferiores con el
desarrollo de la razón y otras facultades superiores.
De acuerdo, la
represión a ultranza es traumática e indeseable, pero una convivencia ética
obliga a un esfuerzo razonable para someter los oscuros instintos egoístas y
potenciar las actitudes generosas.
Nuestra sociedad
permisiva ya está dando suficientes muestras de hastío y alarma ante la
hecatombe que ha supuesto la necia implantación de una ética descabellada y
acomodaticia, tal vez como reacción pendular a la hipócrita represión
sufrida en recientes tiempos pretéritos. ¿Habremos aprendido ya que la ética
no puede imponerse, puesto que es una actitud soberana e individual?
No es preciso
escuchar sólo la voz de las Instituciones. Todo individuo es plenamente
libre y capaz para reconciliarse consigo mismo y renunciar al desasosiego de
un espíritu a la deriva, tomar las riendas de su propia existencia e
imponerse la disciplina ética que canalice su esfuerzo hacia metas generosas
de bienestar individual y colectivo, recuperando así su dignidad humana.
Paralelamente, el
culto a la imagen, la hipocresía y la apariencia mentirosa que blanquean
muchos sepulcros han de quedar, finalmente, de manifiesto y morir por sí
solos.
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