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EL SER HUMANO Y LA
REALIDAD
Para
quienes viven dentro de sus límites, las luces de la ciudad son las únicas
luminarias del cielo. Las farolas de las calles eclipsan a las estrellas, y
el resplandor de los anuncios de whisky reduce incluso la luz de la luna,
hasta que ésta tiene una irrelevancia casi invisible.
El fenómeno es
meramente simbólico, una parábola de la acción. Física y mentalmente, el
hombre es habitante, durante la mayor parte de su vida, de un universo
puramente humano y, por así decir, hecho en casa, extraído por él mismo del
inmenso cosmos no humano que lo rodea, y sin el cual ni él ni su mundo
podrían existir. Dentro de esa catacumba privada construimos para nuestro
uso propio un pequeño mundo, fabricado a partir de un extraño ensamblaje de
materiales, de intereses e "ideales", de palabras y tecnologías, de anhelos
y ensoñaciones, de artefactos e instituciones, dioses y demonios
imaginarios. Aquí, entre las proyecciones ampliadas de nuestras propias
personalidades, realizamos nuestros curiosos caprichos, perpetramos nuestros
crímenes y nuestras locuras, pensamos los pensamientos y sentimos las
emociones que nos parecen apropiadas a nuestro entorno artificial, y
acariciamos las disparatadas ambiciones que por sí solas sólo tendrían
sentido en un manicomio. Pero en todo momento, a pesar de los ruidos de la
radio y de los tubos de neón, la noche y las estrellas siguen estando ahí,
un poco más allá de la última parada de autobús, un poco por encima del
dosel de humo iluminado. Es un hecho que a los habitantes de la catacumba
humana les resulta extremadamente fácil de olvidar; ahora bien, tanto si lo
olvidan como si lo recuerdan, es un hecho que siempre permanece. La noche y
las estrellas están siempre ahí, el otro mundo, el mundo no humano, del cual
la noche y las estrellas no son más que símbolos, persiste, y es el mundo
real.
El hombre, el hombre
orgulloso, investido de una breve autoridad...
Sumamente ignorante
de lo que más garantizado tiene,
Su cristalina
esencia, como un simio colérico
Hace trucos tan
fantásticos ante las esferas del firmamento
que los ángeles
tienen que llorar.
Esto escribió
Shakespeare en la única de sus obras teatrales que revela una honda
preocupación por las últimas y definitivas realidades espirituales. Esa
"cristalina esencia" del hombre constituye la realidad que más garantizada
tiene, la realidad que lo soporta y en virtud de la cual vive. Y esa esencia
cristalina es del mismo tipo que la Clara Luz, que es la esencia del
universo. Dentro de cada uno de nosotros, esta "chispa", esta "hondura del
Alma no creada", este Atman
en resumen, permanece impoluto e inmaculado, por fantásticos que sean los
trucos que queramos realizar, tal y como, en el mundo exterior, la noche y
las estrellas siguen siendo las que son, a pesar de todos los Broadways y
los Piccadillies de este mundo, a pesar de los focos antiaéreos y las bombas
incendiarias.
El gran mundo no
humano, que existe simultáneamente dentro y fuera de nosotros, está
gobernado por sus propias leyes divinas, leyes que somos muy libres de
acatar o desobedecer. La obediencia conduce a la liberación; la
desobediencia, a una esclavitud más profunda, en manos de la miseria y del
mal, a una prolongación de nuestra existencia a imagen y semejanza de simios
coléricos. La historia de los hombres es un recuento del conflicto que se da
entre dos fuerzas: por una parte, la presunción estúpida y criminal de que
el hombre ignora su esencia cristalina; por otra, el reconocimiento de que,
a menos que viva de conformidad con la inmensidad del cosmos, él mismo es
absolutamente malvado, y su mundo una pesadilla. En este interminable
conflicto, unas veces es una parte la que se lleva la palma, otras es la
contraria. En la actualidad, somos testigos de un provisional triunfo del
lado específicamente humano de la naturaleza del hombre. Desde hace ya algún
tiempo hemos escogido creer, y actuar sobre la creencia de que nuestro mundo
privado de tubos de neón y bombas incendiarias es el único de los mundos
reales, y de que la cristalina esencia de cada uno de nosotros no existía en
realidad. Simios coléricos, nos hemos imaginado, debido a nuestra
inteligencia simiesca, que éramos ángeles -que éramos, de hecho, más que
ángeles, dioses, creadores, dueños de nuestro destino-.
No podemos ver la
luna y las estrellas mientras prefiramos seguir bajo el aura de las farolas
de las calles y de los anuncios de whisky.
Realidad
trascendente.
Ningún fenómeno
puede tener lugar si no existe una Realidad de fondo como referencia. La
impermanencia de todos los objetos nos lleva a la conclusión de que ha de
existir algo, de naturaleza permanente, tras las vicisitudes de la
existencia superficial de las cosas.
La búsqueda de esa
realidad trascendente, esencia de todas las cosas, es el principio que
inspira la investigación científica, la especulación filosófica y,
finalmente, la aventura espiritual.
En efecto, en el
ascenso de la evolución, el hombre procede de la ciencia a la filosofía y de
ésta a la espiritualidad. La primera fase es el estudio científico que
considera, en primer lugar y sobre todas las demás características de su
personalidad, las relaciones externas del hombre, estudiando las
connotaciones físicas, químicas, biológicas, psicológicas, sociales,
políticas y culturales como los fundamentos del progreso y de los logros
humanos.
¿A dónde nos lleva
este estudio? La física descubre que el Universo es una disposición material
de sustancia inorgánica que se extiende a lo largo y ancho del espacio
infinito, constituyendo la base de los elementos -tierra, agua, fuego y
aire- y la sustancia de todo el sistema estelar, el sol, la luna, las
estrellas, etc.
Newton sostiene que
el espacio actúa como una especie de receptáculo para las substancias
materiales, tales como el sol, los planetas, etcétera, y que existe una
fuerza, llamada gravedad, que opera mutuamente entre estos objetos
materiales y que los mantiene en sus posiciones y órbitas respectivas. Y no
solamente esto, sino que hasta cierto punto, determina también su carácter
y, tal vez, su constitución.
Los descubrimientos
físicos posteriores a Newton muestran hechos que difieren y trascienden los
conceptos de éste, estableciendo que el espacio no es un receptáculo que
contiene cosas desconectadas de él, sino que puede considerarse como una
especie de campo electromagnético infinito que penetra e impregna la
estructura y función de todos los objetos materiales. Este descubrimiento
lleva posteriormente a teorías más complejas como la mecánica cuántica, etc.
Y, finalmente, a la teoría de la Relatividad, por la que llegamos a saber
que no solamente las cosas están interconectadas entre sí en un campo
electromagnético, sino que incluso el concepto de fuerza o energía es
inadecuado para comprender la naturaleza real del universo, se nos dice que
no existen cosas, sino únicamente procesos, que vivimos en un Universo
fluido, en el que lo único constante es el flujo continuo del Espacio-Tiempo
y en el que la Relatividad es la ley suprema.
El principio de la
Relatividad reduce todo a una interdependencia de los patrones estructurales
y de los acontecimientos en el Tiempo y en el Espacio, de tal forma que el
Universo es más bien un todo vivo y orgánico, en el que la idea de
casualidad, tal como era normalmente interpretada, no tiene lugar, ya que en
una estructura orgánica las partes están tan relacionadas entre sí, en una
afinidad orgánica interna, que cada parte es tanto una causa como un efecto,
puesto que, en el conjunto, todo determina lo demás.
Aunque la ciencia, en
sus observaciones físicas más avanzadas, ha llegado a establecer verdades
incuestionables, como las que revela la teoría de la Relatividad, sin
embargo no ha podido aún liberarse de la noción de que el Universo es
físico, a pesar de que unos pocos genios en el pasado reciente hayan
llegado, independientemente, a aceptar una Mente o Conciencia Universal,
actuando como substrato u "Observador" de todos los fenómenos relativos.
Percibir, afirma el
profesor Rodríguez Delgado, es deformar la realidad. Parece ser que es
nuestra mente quien otorga formas y características a lo que no es más que
un flujo de energías. De acuerdo con las últimas investigaciones
bioeléctricas del funcionamiento del cerebro, los sentidos envían una
información codificada en impulsos eléctricos a las neuronas, donde se forma
un patrón preciso, que la mente interpreta en lo que creemos son las formas
exteriores.
Durante mucho tiempo
se ha considerado al Universo como algo objetivo, que puede percibirse o no,
pero que tiene una existencia real e independiente. Ya hemos visto cómo esa
noción es científicamente incorrecta, puesto que las cosas no existen como
las vemos, sino que adquieren esas formas al ser percibidas.
Hasta aquí, la
ciencia, con los hallazgos actuales, y la consiguiente revolución en el
pensamiento occidental, parece acercarse a las antiguas afirmaciones de los
Upanishads: "El mundo es Maya o ilusión. Nada existe con independencia de
la mente".
Pero ¿qué o quién es
esa Mente o preceptor? La ciencia será siempre incapaz de dar respuesta a
esta pregunta, porque solamente puede investigar los objetos con cualidades
y características. Su sistema de investigación no sirve cuando se trata de
conocer al Conocedor. Los ojos no pueden verse a sí mismos. La respuesta,
una vez más, hay que buscarla en los Upanishads, el legado milenario de
aquellos sabios que llegaron intuitivamente a las conclusiones a las que
ahora están llegando los científicos más avanzados y aún mucho más allá,
hasta la esencia misma de la consciencia. Su contundente afirmación:
"Sólo Brahman existe. La individualidad es otra noción ilusoria", puede
parecer una afirmación absurda en nuestro estado actual de conocimiento,
pero no lo es tanto si se atiende a su desarrollo filosófico.
La filosofía Vendata,
elaborada a partir de las afirmaciones de los Upanishads, llega a la
conclusión de que el Principio Creador no es diferente del Universo que
crea, o, en otras palabras, que el Conocedor no es diferente de lo
conocido, lo que no le impide aceptar plenamente el hecho de que la
evolución de la vida se produjera a partir de materia inorgánica. Considera
válida la Teoría de la Evolución de las formas y las especies, ya que es una
visión correcta, en términos relativos, debido a la subjetividad de la
mente, pero le otorga un propósito: la realización del Objetivo Supremo de
la vida, la unidad en lo Absoluto.
Vemos, así, que hay
dos realidades: una, la realidad absoluta, única, creadora. Otra, la
realidad relativa, fluctuante, producto de la visión pequeña y subjetiva
de la mente individual. La investigación científica solamente puede tener
lugar en esta parcela de la realidad. Cuando llega a sus límites, ha de
dar paso a la especulación filosófica que puede concebir mejor la
naturaleza del Conocedor. Sin embargo, es, finalmente, la experiencia
espiritual la que ha de llevar a la realidad Ultima, que ni la ciencia ni
la filosofía podrán jamás alcanzar.
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