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Intelecto, autoridad e
inteligencia.
Muchos de nosotros creemos que enseñándole a cada ser humano a leer y a
escribir quedan así resueltos los problemas de la humanidad; pero ya se ha
probado que esta idea es falsa. Los llamados educados no aman la paz, no
son íntegros, y son también responsables de la confusión y la miseria del
mundo.
La verdadera educación significa el despertar de la inteligencia, la
creación de la vida integral, y solamente esa clase de educación puede
crear una nueva cultura y un mundo pacífico; pero para llegar a alcanzar
esta nueva clase de educación, debemos comenzar de nuevo sobre una base
completamente diferente.
Con un mundo que se está desmoronando ruinosamente en torno nuestro,
discutimos teorías y vanas cuestiones políticas, y jugamos con reformas
superficiales. ¿No indica todo esto una crasa irreflexión de nuestra
parte? Algunos dirán que sí, pero seguirán haciendo exactamente lo que han
hecho siempre y eso es lo triste de la existencia. Cuando nos percatamos
de una verdad, y no actuamos en seguida de acuerdo con ella, se convierte
en veneno dentro de nosotros mismos, y el veneno se esparce y produce
perturbaciones psicológicas, inestabilidad y mala salud. Sólo cuando se
despierta la inteligencia creativa en el individuo es que existe la
posibilidad de paz y felicidad en la vida.
No podemos ser inteligentes sustituyendo simplemente un gobierno por otro,
un partido o grupo por otro, un explotador por otro. Las revoluciones
sangrientas no pueden resolver jamás nuestros problemas. Sólo una profunda
revolución interna que altere todos nuestros valores puede crear un
ambiente diferente, una estructura social inteligente; y tal revolución
sólo la podemos hacer tú y yo. Ningún nuevo orden surgirá hasta que
individualmente destruyamos nuestras barreras psicológicas y nos
liberemos.
Podemos trazar sobre el papel los planos de una brillante utopía, de un
valeroso nuevo mundo; pero con toda certeza el sacrificio del presente por
un futuro desconocido nunca resolverá ninguno de nuestros problemas. Hay
tantos elementos que ocurren entre el ahora y el mañana, que nadie puede
saber lo que será ese futuro. Lo que podemos y debemos hacer, si es que lo
deseamos con sinceridad, es atacar nuestros problemas ahora, y no
posponerlos para le futuro. La eternidad no está en el futuro; la
eternidad es ahora. Nuestros problemas existen en el presente, y es sólo
en el presente cuando podemos resolverlos.
Aquellos de nosotros que seamos sinceros debemos regenerarnos; pero no
puede haber regeneración sino cuando nos separamos completamente de los
valores que hemos creado con nuestros deseos agresivos de propia
protección. El conocimiento de uno mismo es el principio de la libertad, y
es sólo cuando nos conocemos que podemos crear el orden y la paz.
Ahora bien, algunos se preguntarán”: ¿Qué puede hacer un solo individuo
que afecte a la historia? ¿Podrá hacer algo por la forma en que vive?”
Ciertamente que sí. Evidentemente ni tú ni yo vamos a detener las guerras
inmediatas, o crear una comprensión instantánea entre las naciones; pero
por lo menos, podemos efectuar en el mundo de nuestras relaciones
cotidianas un cambio fundamental que tenga los efectos consiguientes.
El esclarecimiento individual afecta positivamente a grandes grupos de
personas, pero únicamente si no estamos impacientes por conseguir
resultados. Si pensamos en términos de ganancias y resultados no es
posible nuestra transformación verdadera.
Los problemas humanos no son simples; son muy complejos. El entenderlos
exige paciencia y penetración, y es de la mayor importancia que nosotros,
como individuos, los entendamos y los resolvamos por nosotros mismos. No
han de entenderse por medio de fórmulas o lemas; ni pueden resolverse en
su propio nivel por especialistas que trabajan en un campo determinado, lo
que sólo conduce a más confusión y miseria. Nuestros muchos problemas
podrán entenderse y resolverse sólo cuando nos comprendamos como un
proceso total; es decir, cuando entendamos nuestra constitución
psicológica, y ningún líder político o religioso puede darnos la clave de
esa comprensión.
Para entendernos nosotros mismos debemos estar alertas a nuestras
relaciones, no sólo con la gente, sino con la propiedad, con las ideas y
con la naturaleza. Si hemos de hacer una verdadera revolución con respecto
a las relaciones humanas, que son la base de toda la sociedad, debe haber
un cambio fundamental en nuestros propios valores y en nuestra visión de
la vida; pero evitamos la necesaria y fundamental transformación de
nosotros mismos, y tratamos de provocar revoluciones políticas en el
mundo, lo que sólo trae desastres y derramamiento de sangre.
Las relaciones humanas basadas en la sensación no pueden ser un medio para
libertarse del “yo”; sin embargo, la mayor parte de nuestras relaciones se
basan en la sensación, y son el resultado de nuestro deseo de beneficio
personal, de convivencia, de seguridad psicológica. Aunque estas cosas nos
ofrezcan un escape momentáneo del “yo”, tales relaciones sólo fortalecen
el yo con sus actividades que lo envuelven y limitan. Las relaciones
humanas son como un espejo donde pueden verse el yo y todas sus
actividades; y es sólo cuando se entienden las manifestaciones del yo, en
las reacciones de la relación, que hay libertad creativa sin la carga del
yo.
Para transformar el mundo debe haber regeneración en cada uno de nosotros.
Nada puede conseguirse por la violencia, por la fácil destrucción de unos
contra otros. Podemos encontrar alivio temporal organizándonos en grupos,
estudiando métodos de reformas sociales y económicas, promulgando
legislación, o elevando nuestras oraciones al cielo; pero hagamos lo que
hagamos, sin el conocimiento propio y sin el amor que le es inherente,
nuestros problemas crecerán y se multiplicarán. Mientras que si aplicamos
nuestras mentes y nuestros corazones a la tarea de conocernos a nosotros
mismos, indudablemente resolveremos nuestros numerosos conflictos y
tristezas.
La educación moderna nos está convirtiendo en seres irreflexivos; hace muy
poco para ayudarnos a descubrir nuestra vocación individual. Aprobamos
ciertos exámenes, y entonces, con buena suerte, conseguimos una colocación
que a menudo significa una rutina interminable por el resto de la vida.
Puede ser que nuestro trabajo nos disguste, pero estamos obligados a
seguir en él, porque no tenemos otro medio de ganarnos la vida. Puede ser
que deseemos hacer otra cosa enteramente distinta, pero los compromisos y
las responsabilidades nos lo impiden y estamos acorralados por nuestras
ansiedades y temores. Y al vernos frustrados buscamos un escape, a través
del sexo, de la bebida, de la política, o de las religiones fantásticas.
Cuando nuestras ambiciones se frustran, damos indebida importancia a lo
que debe ser normal, y desarrollamos una peculiaridad psicológica. Hasta
tanto no poseamos un conocimiento comprensivo de nuestra vida y del amor,
de nuestros deseos políticos, religiosos y sociales, con sus exigencias e
impedimentos, tendremos problemas crecientes en nuestras relaciones que
nos llevarán a la destrucción y a la miseria.
La ignorancia es la falta de conocimiento con respecto a cómo se
manifiesta el yo, y esta ignorancia no puede desaparecer con actividades y
reformas superficiales: sólo puede desaparecer con una constante
vigilancia de los movimientos y reacciones del yo en todas sus relaciones.
Debemos darnos cuenta de que no sólo estamos condicionados por el
ambiente, sino de que nosotros somos el ambiente y no somos algo aparte de
él. Nuestros pensamientos y reacciones están condicionados por los valores
de la sociedad, de la cual somos parte, nos ha impuesto.
Nunca observamos cómo somos el ambiente total, porque hay varias entidades
en nosotros, todas gritando alrededor del “mí”, del “yo”. El yo se compone
de estas entidades que son simplemente deseos en varias formas. De este
conglomerado de deseos surge la figura central, el pensador, la voluntad
del “mí” y lo “mío”; y se establece de esta manera una división entre el
yo y el no yo; entre el mí y el ambiente o la sociedad. Esta separación es
el principio del conflicto, tanto interno como externo.
La alerta percepción de este proceso total, tanto el consciente como el
oculto, es la meditación; y a través de esta meditación se trasciende el
yo con sus deseos y conflictos. El autoconocimiento es necesario si uno ha
de liberarse de las influencias y de los valores que protegen al yo; y es
sólo en esta libertad donde hay creación; verdad, Dios, o lo que se
quiera.
La opinión y la tradición moldean nuestros pensamientos y sentimientos
desde la más tierna edad. Las influencias e impresiones inmediatas
producen un efecto poderoso y duradero, que determina todo el curso de
nuestra vida consciente e inconsciente. La conformidad comienza en la
infancia, mediante la educación y el impacto de la sociedad.
El deseo de imitar es un factor muy fuerte en nuestra vida, no sólo en los
niveles superficiales, sino también en los más profundos. Apenas tenemos
pensamientos y sentimientos independientes. Cuando se presentan son meras
reacciones, y no están, por lo tanto, libres del patrón establecido,
puesto que no hay libertad en la reacción.
La filosofía y la religión establecen ciertos métodos por medio de los
cuales podemos llegar a la realización de la verdad o Dios; sin embargo,
el mero acto de seguir un método es mantenernos irreflexivos y
desintegrados, no importa lo beneficioso que el método pueda parecer en
nuestra vida social cotidiana.
La tendencia a la sumisión, que es el deseo de seguridad, engendra temor y
les da precedencia a las autoridades políticas o religiosas, a los héroes
y líderes que incitan al sometimiento y por quienes estamos sutil o
groseramente dominados; pero no someterse es sólo una reacción contra la
autoridad, y no nos ayuda en modo alguno a convertirnos en seres humanos
integrados. La reacción es infinita, y sólo nos conduce a otra reacción.
La conformidad, con su oculta tendencia de temor, es un obstáculo; pero el
simple reconocimiento intelectual de este hecho no remueve el obstáculo.
Es sólo cuando nos damos cuenta de esos obstáculos con toda la fuerza de
nuestro ser que nos podemos librar de ellos sin crear obstrucciones
ulteriores más profundas.
Cuando estamos interiormente subordinados. Entonces la tradición tiene un
gran agarre en nosotros; y una mente que piensa de acuerdo con la
tradición no puede descubrir lo que es nuevo. Al someternos no convertimos
en imitadores mediocres, en engranajes de una cruel maquinaria social. Lo
que pensamos es lo que importa, no lo que otros quieren que pensemos.
Cuando nos sometemos a la tradición nos convertimos en simples copias de
lo que debemos ser.
Esta imitación de lo que debemos ser, engendra el temor, y el temor mata
el pensamiento creador. El temor embota la mente y el corazón y evita que
estemos alertas a la significación total de la vida; nos volvemos
insensibles a nuestras propias tristezas, al movimiento de las aves, a las
sonrisas y las miserias de los demás.
El temor, consciente e inconsciente, tienen muchas causas diferentes, y
necesita alerta vigilancia para librarse de todas ellas. El temor no puede
eliminarse por medio de la disciplina, de la sublimación o de otro acto
cualquiera de la voluntad: sus causas tienen que buscarse y comprenderse.
Esto requiere paciencia y una comprensión tal en que no haya juicio de
ninguna especie.
Es comparativamente fácil entender y resolver nuestros temores
conscientes. Pero los inconscientes ni siquiera han sido descubiertos por
la mayor parte de nosotros, porque no les permitimos salir a la
superficie, y cuando en raras ocasiones se manifiestan, nos apresuramos a
encubrirlos para escapar de ellos. Los temores ocultos a menudo se
presentan en los sueños y en otras formas de insinuación, y causan mayor
deterioro y conflicto que los temores superficiales.
Nuestra vida no se halla en la superficie solamente; la mayor parte de
ella está escondida a toda observación accidental. Si quisiéramos que
nuestros temores ocultos salieran a la luz y se disolvieran, la mente
consciente debería estar algo tranquila, y no eternamente ocupada;
entonces, según estos temores van saliendo a la superficie, deben ser
observados sin estorbo ni obstáculo, porque cualquier acto de condenación
o justificación sólo aumenta el temor. Para sentirnos libres de todo
temor, debemos estar prevenidos de su tenebrosa influencia, pues sólo una
constante vigilancia puede revelar sus muchas causas.
Uno de los resultados del miedo es la aceptación de la autoridad en los
asuntos humanos. Creamos autoridad con nuestro deseo de verdad, de
seguridad, de comodidad, de evitar conflictos y confusiones conscientes;
pero nada que sea un resultado del miedo puede ayudarnos a entender
nuestros problemas, aunque el miedo asuma apariencia de respeto y sumisión
a los llamados sabios. Los sabios no hacen uso de la autoridad, y los que
tienen autoridad no son sabios. El miedo en cualquier forma impide que nos
entendamos nosotros mismos y nuestras relaciones con las cosas.
Seguir una autoridad es la negación de la inteligencia. Aceptar la
autoridad es someternos al dominio, subyugarnos a un individuo, a un grupo
o a una ideología, ya sea religiosa o política; y este sometimiento de uno
mismo a la autoridad es la negación, no sólo de la inteligencia, sino
también de la libertad individual. La sumisión a un credo o a un sistema
de ideas es una reacción de protección propia. La aceptación de una
autoridad puede ayudarnos temporalmente a disimular nuestras dificultades
y problemas; pero el evadir un problema sólo sirve para intensificarlo, y
en ese proceso la auto comprensión y la libertad se abandonan.
¿Cómo puede haber transacción entre la libertad y la aceptación de la
autoridad? Si hay transacción, entonces los que dicen que buscan su propio
conocimiento y libertad no son sinceros en su esfuerzo. Parece que
pensamos que la libertad es el fin último, una meta, y que para llegar a
ser libres primero debemos someternos a varias formas de supresión e
intimidación. Esperamos alcanzar la libertad por medio de la sumisión;
pero, ¿no son los medios tan importantes como el fin? ¿no son los medios
los que determinan el fin?
Para tener paz uno debe emplear medios pacíficos; porque si los medios son
violentos, ¿cómo es posible que el fin sea pacífico? Si el fin es la
libertad, el principio debe ser libre, porque el fin y el principio deben
ser libres, porque el fin y el principio son uno. Sólo puede haber
autoconocimiento e inteligencia cuando hay libertad desde el primer
momento, y se niega la libertad cuando aceptamos la autoridad.
Reverenciamos la autoridad en varias formas: conocimiento, éxito, poder,
etc. Ejercemos autoridad sobre los jóvenes y al mismo tiempo le tememos a
la autoridad superior. Cuando el ser humano mismo no tiene visión interna,
el poder externo y la posición social asumen enorme importancia, y
entonces el individuo está cada vez más sujeto a la autoridad y a la
coacción; se convierte en instrumento de otros. Podemos ver que esto está
sucediendo constantemente a nuestro alrededor: en momentos de crisis, las
naciones democráticas actúan como las totalitarias, olvidándose de su
democracia y obligando al ser humano a someterse a sus designios.
Si podemos entender la compulsión que hay tras nuestros deseos de dominio
o de sumisión, entonces tal vez podamos libertarnos de los efectos
perjudiciales de la autoridad. Ansiamos tener seguridad, razón, éxito,
sabiduría, etc., y este anhelo de seguridad, de permanencia, crea en
nosotros la autoridad de la experiencia personal, mientras que
exteriormente crea la autoridad de la sociedad, de la familia, de la
religión y así sucesivamente. Pero meramente ignorar la autoridad,
librarnos de sus símbolos externos, es de muy poca significación.
Abandonar una tradición y aceptar otra, dejar un líder para seguir otro,
es sólo un gesto superficial. Si hemos de compenetrarnos bien de todo el
proceso de la autoridad, si hemos de ver su esencia, si hemos de entender
y trascender el deseo de seguridad, entonces debemos tener amplio
entendimiento e intuición, debemos ser libres, no al fin, sino desde el
principio.
El anhelo de certeza, de seguridad, es una de las primordiales actividades
del yo, y es este impulso apremiante el que tenemos que vigilar
constantemente, y no simplemente torcerlo o forzarlo en otra dirección, u
obligarlo a ajustarse a un molde deseado. El yo, el mí, y lo mío, son muy
dominantes en la mayor parte de nosotros; tanto en el sueño como en la
vigilia, están siempre alerta y siempre cogiendo nuevos bríos. Pero cuando
hay comprensión del yo y nos damos cuenta de todas sus actividades, por
sutiles que sean, inevitablemente conducen al conflicto y al dolor,
entonces el ansia de seguridad, de continuidad del yo termina. Uno tiene
que estar en constante vigilancia de que el yo revele sus manifestaciones
y ardides; pero cuando empezamos a entenderlos y a comprender las
implicaciones de la autoridad con todo lo que está envuelto en nuestra
aceptación o negación de ella, entonces ya estamos desembarazándonos de la
autoridad.
Mientras la mente se deje dominar y controlar por el deseo de su propia
seguridad no podrá libertarse del yo y de sus problemas; y es por eso que
no hay liberación del yo mediante el dogma y la creencia organizada que
llamamos religión. El dogma y la creencia son sólo proyecciones de nuestra
propia mente. Los ritos, el “puja”, las formas aceptadas de meditación,
las palabras y frases constantemente repetidas, aunque pueden producir
ciertos efectos agradables, no libertan la mente del yo y sus actividades,
porque el yo es esencialmente el resultado de las sensaciones.
En momentos de tristeza, nos volvemos a lo que llamamos Dios, que es sólo
una imagen de nuestra propia mente; o encontramos explicaciones
satisfactorias, y esto nos da consuelo temporal. Las religiones que
seguimos son creaciones de nuestras esperanzas y temores, de nuestro deseo
de seguridad interna y reafirmación; y con el culto de la autoridad, ya
sea la de un salvador, un maestro o un sacerdote, viene la sumisión, la
aceptación y la imitación. De suerte que se nos explota en el nombre de
Dios, tal como se nos explota en nombre de los partidos y de las
ideologías y continuamos sufriendo.
Todos somos seres humanos, sea cual fuere el nombre con que nos llamamos,
y nuestro destino es sufrir. El sufrimiento es común a todos nosotros, lo
mismo al idealista que al materialista. El idealismo es un escape de lo
que “es”, y el materialismo es otra manera de negar las inconmensurables
profundidades del presente. Tanto el idealista como el materialista tienen
su modo de evitar el complejo problema del sufrimiento; a ambos los
consumen sus propios anhelos, ambiciones y conflictos, y sus modos de vida
no los conducen a la tranquilidad. Ambos son responsables de la confusión
y miseria del mundo.
Ahora bien, cuando estamos en un estado de conflicto, de sufrimiento, no
hay comprensión: en ese estado, por cuidadosa y hábilmente que pensemos
nuestros actos, sólo nos pueden llevar a mayor confusión y tristeza. Para
entender el conflicto y de ese modo libertarnos de él, tiene que haber una
comprensión de los procesos de la mente consciente y de la inconsciente.
Ningún idealismo, ningún sistema, ni patrón de especie alguna, puede
ayudarnos a desenmarañar los profundos procesos de la mente; por el
contrario, cualquier fórmula o conclusión nos hará más difícil su
descubrimiento. La persecución de lo que debe ser, el apego a los
principios, a los ideales, el establecimiento de una meta, todo esto
conduce a muchas ilusiones. Si hemos de conocernos a nosotros mismos,
tiene que haber cierta espontaneidad, libertad de observación, y esto no
es posible cuando la mente está encerrada en lo superficial, en los
idealistas o materialistas.
La existencia es relación; y tanto si pertenecemos a una organización
religiosa o no, o si somos mundanos o idealistas, nuestros sufrimientos
sólo podrán resolverse entendiéndonos a nosotros mismos en nuestras
relaciones. Sólo el autoconocimiento puede traer tranquilidad y felicidad
al ser humano, porque el autoconocimiento es el principio de la
inteligencia y de la integración. La inteligencia no es un simple ajuste
superficial; no es el cultivo de la mente, ni la adquisición de
conocimientos. La inteligencia es la capacidad para entender los procesos
de la vida; es percepción de los verdaderos valores.
La educación moderna, al desarrollar el intelecto, imparte más y más
teorías y datos, sin realizar la comprensión del proceso total de la
existencia humana. Somos altamente intelectuales; hemos desarrollado
mentes sagaces, y estamos enredados en explicaciones. El intelecto se
satisface con teorías y explicaciones; pero la inteligencia no; y para
entender el proceso total de la existencia, debe haber integración de la
mente y del corazón en las acciones. La inteligencia no está separada del
amor.
Para la mayor parte de nosotros, la realización de esta revolución interna
es extremadamente difícil. Sabemos meditar, tocar el piano, escribir; pero
no conocemos al meditador, al pianista o al escritor. No somos creadores
porque hemos llenado nuestras mentes y nuestros corazones de conocimiento,
de información y de arrogancia. Estamos repletos de citas que otros han
pesado o dicho. Pero el acto de vivencia viene primero; no la manera de
“vivir”. Debe haber amor antes de que exista la expresión del amor.
Es, pues, evidente, que el mero cultivo del intelecto, que ha de
desarrollar la capacidad o el conocimiento, no resulta en inteligencia.
Hay una diferencia entre intelecto e inteligencia. El intelecto es el
pensamiento en función independiente de la emoción; mientras que la
inteligencia es la capacidad para sentir y para razonar; y hasta que no
nos acerquemos a la vida con inteligencia, en vez de con el intelecto
únicamente, o con sólo la emoción, no habrá sistema educativo o político
en el mundo que nos salve de las calamidades del caos y de la destrucción.
El conocimiento no es comparable con la inteligencia. El conocimiento no
es sabiduría. La sabiduría no está en el mercado; no es una mercancía que
puede adquirirse por el precio del aprendizaje, o de la disciplina. La
sabiduría no puede encontrarse en los libros; no puede acumularse ni
aprenderse de memoria, ni almacenarse. La sabiduría surge de la abnegación
del yo. Tener una mente abierta es más importante que el aprendizaje;
nosotros podemos tener una mente receptiva, no atiborrándola de
información, sino comprendiendo nuestros propios pensamientos y
sentimientos, observándonos cuidadosamente a nosotros mismos y estudiando
las influencias que nos rodean, oyendo a los demás, observando a los ricos
y a los pobres, a los poderosos y los humildes. La sabiduría no se logra a
través del miedo ni de la opresión, sino de la observación y de la
comprensión de todos los incidentes en las relaciones humanas.
En nuestra búsqueda de conocimientos, en nuestros deseos de adquisición,
estamos perdiendo el amor, embotando el sentimiento de la belleza, la
sensibilidad de la crueldad; nos especializamos cada vez más, y nos
integramos cada vez menos. La sabiduría no puede sustituirse por el
conocimiento, y ninguna cantidad de explicación, ninguna acumulación de
datos, librarán al ser humano del sufrimiento. El conocimiento es
necesario, la ciencia tiene su lugar, pero si la mente y el corazón están
sofocados por el conocimiento, y si la causa del sufrimiento queda
descartada con explicaciones, entonces la vida se vuelve vana e
insignificante. ¿Y no es esto lo que nos está sucediendo a la mayor parte
de nosotros? Nuestra educación nos hace más y más superficiales; no nos
ayuda a descubrir las capas más profundas de nuestro ser; y nuestras vidas
se hacen cada vez más vacías e inarmónicas.
La información, el conocimiento de datos, aunque en aumento constante,
están limitados por su propia naturaleza. La sabiduría es infinita,
incluye el conocimiento y el proceso de la acción; pero agarramos una rama
y creemos poseer el árbol entero. Con sólo el conocimiento de una parte
jamás podremos gozar la alegría del todo. El intelecto no puede llegar al
todo, porque es sólo un fragmento, una parte.
Hemos separado el intelecto del sentimiento, y hemos desarrollado el
intelecto a expensas del sentimiento. Somos como un objeto de tres patas
con una pata más larga que las otras, y por lo tanto, no tenemos
equilibrio. Hemos sido entrenados para ser intelectuales; nuestra
educación cultiva el intelecto hasta hacerlo perspicaz, astuto,
adquisitivo; y por lo tanto, desempeña el papel más importante en nuestra
vida. La inteligencia es mucho más grande que el intelecto, porque es la
integración de la razón y el amor, pero sólo puede haber inteligencia
cuando hay autoconocimiento, el conocimiento profundo del proceso total de
uno mismo.
Lo que es esencial para el ser humano ya sea joven o viejo, es vivir
plenamente, integralmente, y es por eso que nuestro principal problema es
el cultivo de esa inteligencia que nos da la integración. El énfasis
indebido sobre cualquier parte de nuestra total naturaleza ofrece sólo una
vista parcial, y por tanto deformada, de la vida; y esta deformación es la
causa de la mayor parte de nuestras dificultades. Cualquier desarrollo
parcial de nuestro temperamento total tiene que ser desastroso para
nosotros y para la sociedad; y por eso es realmente tan importante que
ataquemos los problemas humanos desde un punto de vista integral.
Ser un ente humano integrado es comprender el proceso completo de nuestra
propia conciencia, tanto la oculta como la manifiesta. Esto no es posible
si damos indebido énfasis al intelecto, Le atribuimos mucha importancia al
cultivo de la mente, pero interiormente somos insuficientes, pobres, y
estamos llenos de confusión. Este vivir en el intelecto es el camino hacia
la desintegración, porque las ideas, como las creencias, no pueden nunca
unir a los hombres si no es en grupos discordantes.
Mientras dependamos del pensamiento como medio de integración, tiene que
haber desintegración; y entender la acción desintegrante del pensamiento,
es comprender los procesos del yo, los procesos de nuestros deseos.
Debemos conocer nuestro condicionamiento y sus reacciones, colectivas y
personales. Es sólo cuando uno comprende totalmente las actividades del yo
con sus deseos y fines contradictorios, sus esperanzas y temores, que
existe una posibilidad de ir más allá del yo.
Tan sólo el amor y el recto pensar producirán la verdadera revolución, la
revolución interna en nosotros mismos. ¿Pero cómo podremos tener amor? No
es buscando el ideal de amor, sino cuando no exista el odio, cuando no
haya avaricia, cuando el sentido del yo, que es la causa del antagonismo,
llegue a su fin. Un ser humano preso en los propósitos de la explotación,
de la avaricia, de la envidia, jamás podrá amar.
Si no hay amor ni recto pensar, la opresión y la crueldad irán siempre en
aumento. El problema del antagonismo entre los seres humanos puede
resolverse; no buscando el ideal de la paz, sino entendiendo las causas de
las guerras que se hallan en nuestra actitud hacia la vida, hacia nuestros
semejantes, y este entendimiento sólo puede lograrse mediante la verdadera
educación. Sin un cambio de corazón, sin buena voluntad, sin la
transformación interna que nace de nuestra propia comprensión, no puede
haber paz ni felicidad para los seres humanos. |
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