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LA INVASION MUSULMANA
Algunos
historiadores cuestionan la versión oficial según la cual el Islam se
implantó violentamente en la península, después de una invasión árabe, en
el año 711. Argumentan que el Islam ni se impuso ni era ajeno a los
hispanos, que lo abrazaron libre y mayoritariamente. En su opinión, la
imposición musulmana no fue tal. Se trató de una "conspiración" promovida
por la Iglesia con objeto de encubrir su derrota ante los cristianos
unitarios, seguidores del arrianismo que predicó Prisciliano.
¿Ocurrió la historia tal y como nos la han contado? ¿Es posible que, en el
siglo VIII de nuestra era, un ejército musulmán cruzara el estrecho de
Gibraltar, derrotara a las tropas visigodas y avanzara victorioso hasta el
punto de llegar a someter a casi todo el territorio peninsular? ¿Un puñado
de bereberes pudo someter a 20 millones de hispanos durante varios siglos?
En contra de esta hipótesis tenemos el hecho de que los documentos de la
época no contienen referencias a aquella terrible invasión que, de ser
cierta, habría supuesto para los peninsulares todos los males imaginables.
Las primeras noticias no aparecen hasta las crónicas latinas y musulmanas
del siglo IX, a seis generaciones (ciento cincuenta años) de los hechos
que se relatan, cuando el Islam estaba ya firmemente arraigado en la
península.
Algunos investigadores, tras comprobar que los musulmanes atribuían a sus
correligionarios victorias imposibles y que los cristianos omitían
consignar cualquier aspecto de lo que estaba sucediendo en su suelo,
concluyen que el mito ha pervivido, contra toda lógica, porque ha
interesado mantenerlo. Entre los musulmanes, porque les proporcionaba una
pátina de gloria; entre los cristianos ortodoxos, porque encubría ante su
propio pueblo lo que en realidad fue un fracaso social y religioso.
La
guerra civil que estalló en la Península Ibérica a principios del siglo
VIII, explicada como conflicto político y disfrazada más tarde como
invasión de una potencia extranjera, tuvo su auténtico origen en unos
hechos que se remontan a cuatro siglos antes, al enfrentamiento producido
entre dos corrientes cristianas: los unitarios o arrianos, que negaban que
el Hijo fuera igual al Padre -según esta premisa, Jesús no era Dios- y los
trinitarios, adheridos al dogma predicado por san Pablo, que mantenían que
hay tres personas distintas -Padre, Hijo y Espíritu santo- en un solo Dios
verdadero.
Por tanto, para aproximarnos a una de las verdades de lo que sucedió
realmente en el año 711, cuando un contingente de guerreros del norte de
África, entre los que predominan los bereberes, cruzan el estrecho de
Gibraltar, derrota a las tropas visigodas lideradas por Don Rodrigo y se
establece en la Península Ibérica, tendremos que remontarnos al siglo IV.
Un poco de historia
En el año 325, el emperador Constantino acababa de convocar un concilio en
Nicea para zanjar las disputas teológicas que estaban perjudicando al
imperio. Fue una fecha crucial, porque el dogma de la Trinidad se impuso y
se incluyó en la religión oficial, mientras que se reafirmaba la excomunión
del obispo alejandrino Arrio, que murió en el año 336, el día anterior al
fijado por el emperador para obligarle a reconciliarse con la Iglesia. Un
siglo después, su mensaje obtuvo un eco imprevisible.
Las ideas que Arrio había predicado en Oriente fueron propagadas por
Prisciliano en la Península Ibérica y en el sur de la Galia. Este
controvertido personaje nació en el seno de una familia senatorial en el año
340 -se cree que en Galicia- y comenzó su predicación hacia el 370. Era un
hombre culto, ascético, vegetariano y que no hacía distinción entre hombres
y mujeres en cuestión de nombramientos relacionados con el culto, unos
principios que retomarán siglos después los cátaros.
Los libros de Arrio fueron quemados y apenas quedan obras de Prisciliano.
De los signos externos y sacramentos del arrianismo sólo se sabe, por
referencias de sus enemigos, el empleo de alguna forma de tonsura y que el
bautizo se realizaba mediante tres inmersiones, quizá en correspondencia con
la trilogía "cuerpo, alma y espíritu" o "cuerpo físico, astral y mental".
Prisciliano tuvo que soportar durante toda su vida pública el acoso
teológico y personal de los obispos trinitarios, temerosos de su creciente
influencia entre el clero y la población. El último acto de esta historia
tuvo lugar en el año 385 en la ciudad de Tréveris, donde el emperador Máximo
le hizo acudir para que se defendiera de la acusación de hechicería lanzada
por sus adversarios. Hubo un juicio, viciado por intereses clericales e
imperiales, y una condena: a Prisciliano le cortaron la cabeza. Fue el
primer hereje que sufrió pena de muerte. Curiosamente, el propio emperador
Máximo fue ejecutado tres años después por orden de Teodosio.
Unamuno sugiere que quien está enterrado en Compostela no es el Apóstol
Santiago, sino Prisciliano, lo cual daría idea de la extensión e importancia
que alcanzaron sus doctrinas. Lo cierto es que su ejecución afianzaría el
arrianismo en el país. Por otra parte, hacia el año 460 tomó el poder en la
península el monarca godo Eurico, quien se convirtió a la fe arriana y
truncó así las ambiciones de los que no habían dudado en matar a Prisciliano
con tal de acabar con sus ideas.
En el año 587, el rey godo Recaredo se alió con los trinitarios por
conveniencias políticas y, en nombre propio y en el de todo su pueblo,
abjuró del arrianismo que habían practicado los anteriores monarcas godos.
Se prohibió el culto arriano y se iniciaron brutales persecuciones contra
sus seguidores y también contra los judíos, quienes hasta entonces habían
practicado su religión libremente. Los arrianos de la península y del sur de
Francia se sublevaron y tuvieron que soportar durante el siglo siguiente
robos, violaciones, asesinatos y reducción a la esclavitud, perpetrados por
elementos de la oligarquía goda y el propio clero.
La tensión se rebajó cuando el rey godo Vitiza subió al trono en el año
702 y comenzó a deshacer los entuertos de sus antecesores: declaró una
amnistía contra los perseguidos y les restituyó sus bienes; detuvo las
medidas hostiles contra los judíos y convocó el XVIII concilio de Toledo,
cuyas actas, sospechosamente, se han perdido. El grueso de los historiadores
opina que fueron destruidas porque eran contrarias al Cristianismo ortodoxo
romano. A la muerte de Vitiza, en torno al año 709, todo cambió. La nobleza
y los obispos impidieron que su hijo Achila, que era menor de edad, ocupara
el trono, y eligieron en su lugar al que la historia ha conocido como Don
Rodrigo, un jefe militar afín a sus intereses. Estalló entonces una guerra
civil entre los partidarios de éste, probablemente seguidores del
Cristianismo establecido, y quienes apoyaban a los sucesores de Vitiza, más
comprometidos con las creencias unitarias o arrianas, que veían en Don
Rodrigo a un usurpador del trono visigodo.
Al mando de la Bética estaba Rechesindo, el antiguo tutor del hijo de
Vitiza. Rodrigo lo mató en una escaramuza y entró en Sevilla sin oposición.
Entonces, los partidarios de la estirpe de Vitiza, los debilitados
unitarios, pidieron ayuda a su correligionario Taric, gobernador de la
provincia visigótica de Tingitana (la actual Tánger), en el norte de
Marruecos, que había sido nombrado por Vitiza y con cuyo reinado mantenía
estrechas relaciones comerciales. Taric era, probablemente, de raza goda,
como apunta la sílaba "ic" hijo en lengua germánica. Uno de sus jefes
militares era Yulian, de origen romano, a quien la leyenda de la invasión
convirtió en el traidor conde Don Julián. Taric cruzó el estrecho con
guerreros de diversas etnias, integrados en la causa unitaria, entre los que
abundaban los bereberes. La presencia de estas tropas no provocó una
especial reacción entre la población autóctona, ya que la petición de
auxilio a fuerzas extranjeras era una práctica muy corriente en Hispania.
Los judíos, que habían sido ferozmente perseguidos por los monarcas godos
después de que éstos abandonaran la fe arriana, acogieron favorablemente a
los recién llegados.
Los expertos subrayan que sólo un estado puede organizar una invasión
militar. Y no existía entonces un imperio arábigo, sino tribus y pequeños
caudillos frecuentemente enfrentados entre sí y carentes de gobierno,
administración y ejército.
Según el historiador Ignacio Olagüe, "en las crónicas latinas y bereberes
aparecen los godos como un grupo aparte que guerreaba contra un enemigo que
no era español, ni cristiano, ni hereje, sino anónimo; es decir sarraceno".
Lo que no podía decir, o lo ignoraba el cronista, era que los godos luchaban
contra la masa del pueblo, contraria a la oligarquía dominante".
Suponiendo que la batalla de Guadalete no hubiera sido una ficción, el
número de fuerzas que intervino tuvo que ser más modesto de lo que se ha
contado, y bastante menor la trascendencia militar que se le atribuye. Se
dice que Rodrigo murió en la batalla, pero es más probable que fuera
expulsado de Andalucía y buscara refugio en Lusitania, donde pudo haber
fundado su propio reino, ya que existía en Viseu una sepultura con la
inscripción "Aquí yace Roderico, rey de los godos", que todavía se
conservaba en el siglo XVIII en la iglesia de San Miguel de Fetal, según
señala el abate Antonio Calvalho da Costa en su Corografía portuguesa.
Entre los hechos increíbles que relatan diferentes textos, encontramos en
la crónica bereber Ajbar Machmua un relato curioso. El caudillo árabe Muza,
envidioso del éxito obtenido por su lugarteniente Taric en la batalla de
Guadalete frente a Rodrigo, embarca a su vez hacia la península con 18.000
guerreros y se enfrenta con Taric por la posesión de una mesa que habría
sido de Salomón y que estaba entre el tesoro real godo en Toledo. Como
ninguno cedía en sus pretensiones, fueron a Damasco para que el Califa
Solimán se pronunciara a favor de uno u otro. Lo que no sabemos es cuál de
los dos se hizo con el preciado objeto, pero el caso es que ninguno de ellos
volvió a la península, donde dejaron abandonados a sus 25.000 hombres entre
una población hispana calculada en unos 20 millones. Lo que sí vuelve a
aparecer en otros documentos es la referencia a la mágica mesa, que
contendría el secreto del nombre de Dios.
Dos cronistas árabes se refieren a ella. Al-Macin escribe que en el año 93
de la Héjira, Taric conquistó Andalucía y el reino de Toledo y le llevó a
Walidi, hijo de Abd el- Malek, la mesa de Salomón, hijo de David, compuesta
por una mezcla de oro y de plata con tres cenefas de perlas". Su colega,
Al-Makkara, le contradice: "La famosa mesa que Taric encontró en Toledo,
aunque atribuida a salomón, no perteneció jamás a este profeta".
Y debe tener razón, porque esta mesa dice la Biblia que estaba hecha de
madera de acacia y cubierta de oro puro, sin plata ni perlas.
La polémica se remonta al año 70 de nuestra era, cuando el emperador Tito
destruyó el templo de Jerusalén y trasladó a Roma sus tesoros. La mesa de
salomón fue depositada primero en el templo de Júpiter capitolino y luego en
el palacio de los césares. Los godos, a su vez saquearon Roma en el año 410
y se llevaron las sagradas reliquias judías a Carcasona. En el siglo
siguiente, Teodorico el Grande, rey de los godos de Italia y garante de la
regencia de Amalarico, salvó a Carcasona del ataque de los francos y decidió
guardar el tesoro en la ciudad de Rávena, que ofrecía mayor seguridad.
Cuando los godos recuperaron el control de la región, Amalarico, ya rey,
reclamó su devolución. Se ignora si fue obedecido.
Este relato que nos hace el historiador Procopio constituye la última
noticia que se tiene del tesoro del templo de Jerusalén. No lo encontraron
los francos en Narbona, ni los árabes al conquistar Carcasona, ya que un
botín de tal valor simbólico se habría reflejado en sus crónicas, que
incluyen cuidadosos recuentos de las piezas obtenidas.
Pero, regresando de nuevo al siglo IX, veremos que los musulmanes llevaban
140 años en la península, tenían desde hacía un siglo la capital del reino
en Córdoba, la más importante y refinada ciudad de Occidente por entonces,
con un millón de habitantes, y es evidente que no habían forzado la
conversión masiva de indefensos cristianos, ni siquiera hacían proselitismo
de su fe ni alardes de su culto. ¿Qué fe seguían entonces los andaluces? LO
más probable es que se tratara del arrianismo tradicional, en discreta
evolución hacia el islamismo, que la mayoría de la población acabaría
abrazando, igual que adoptó paulatinamente la lengua árabe en sustitución
del latín. No hubo imposición, sino una lenta seducción. Y no se trataba de
una fe extranjera. Asín Palacios y otros arabistas mantienen que el
islamismo es una suma de creencias o sincretismo, que tiene en su base lo
arriano y lo judaico. Se comprende el respeto de los musulmanes hacia las
"gentes del Libro", con las que comparten lo esencial: el sometimiento a un
solo Dios con el que pueden comunicarse directamente y desde cualquier
lugar.
Incluso los investigadores que respaldan la teoría de la invasión juzgan
extraño que un puñado de árabes pudieran influir tan profunda e
inmediatamente en 20 millones de hispanos. El historiador Olagüe sintetiza
su perplejidad en tono irónico: "Tuvo entonces lugar una mutación
formidable, como se produce en el teatro un cambio de decoración. España,
que era latina, se convierte en árabe; siendo cristiana, adopta el Islam; de
practicar la monogamia, se transforma en polígama, sin protesta de las
mujeres. Como si hubiera repetido el Espíritu Santo el acto de Pentecostés,
despiertan un buen día los españoles hablando la lengua del Hedjaz (árabe).
Llevan otros trajes, gozan de otras costumbres, manejan otras armas. Los
invasores eran 25.000. ¿Qué había sido de los españoles?"
Se ha querido transmitir la idea de que España era poco menos que un erial
artístico e intelectual hasta que la fecundó el Islam. Sin embargo, el
historiador Bonilla san Martín apunta que "el movimiento priscilianista, los
trabajos de los concilios de Toledo, las producciones de los escritores,
atestiguan en la España de los siglos IV y V una cultura excepcional. La
invasión goda, lejos de sofocar este progreso, lo acrecentó y estimuló
notablemente". De hecho, los estudiosos mantienen que el arte arábigo fue
una prolongación del ibero y del visigótico.
El árabe no empieza a generalizarse por escrito en España hasta la segunda
mitad del siglo IX. Es entonces cuando florecen las ciencias, la filosofía y
la poesía. La rica lengua árabe es el instrumento; el genio lo aportan
aquellos que vivían ya en Al-Andalus y los que llegaron como invitados,
tanto del mundo islámico como del cristiano, sin distinción de etnias. No
obstante, innovaciones arquitectónicas como el arco de herradura no son una
aportación arábiga; éste existía en Occidente y puede verse en varias
construcciones de España y Francia anteriores al Islam. Tampoco parece obra
suya la mezquita de Córdoba, ni nació mezquita. Ese templo, bosque de
columnas, es incompatible con el culto musulmán y con el cristiano, ya que
ambos exigen espacios diáfanos para seguir al oficiante.
En suma, demasiadas incógnitas a la hora de analizar un periodo que fue
trascendental para la posterior evolución de la sociedad española y que la
historiografía oficial ha catalogado, de forma excesivamente parcial y
simplista, como un invasión y una conquista, pero como decía Ortega y Gasset
"Una reconquista de seis siglos no es una reconquista".
Lo más probable es que nunca existiera una invasión violenta sino una
revolución interna de los pobladores de la Hispania que se dejaron seducir
por la magia de lo nuevo y mejor.
Incluso el ahora celebre Bin Landen en uno de sus videos rememora el
paraíso perdido de el Al-Andalus. Quizá una prueba evidente de que dos
culturas diferentes pueden fundirse y progresar de la mano de la buena
voluntad.
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