EL MATRIMONIO. CAMINO INICIÁTICO
La institución del matrimonio atraviesa una grave crisis. Probablemente
porque la gran mayoría de quienes se casan ignoran lo que realmente están
haciendo.
La Humanidad actual ha ganado bastante en progreso
tecnológico pero, sin embargo, ha perdido el valor de muchos de sus
grandes principios culturales. Una de esas pérdidas es el significado del
matrimonio, sobre el que se desconoce su realidad más esencial y su
verdadero propósito. De ahí, el estrépito de sus fracasos.
El Adán primigenio no era un ser individual, sino una
colectividad; Adán es el nombre de la Humanidad original creada de la
misma esencia que el Universo.
Este hombre Adámico existió en plenitud de vida. Todas
las potencialidades estaban contenidas en él y, en consecuencia, no cabe
argumentar sobre cuál era su sexo: el Adán, la Humanidad en su primera
manifestación, era perfecta, completa y, por ello, contenedora de ambas
polaridades –hombre y mujer a la vez- es decir, andrógina.
Ese estado de plenitud en el que el ser humano era una
unidad escindida del Creador fue alterado por El de manera sustancial. En
ese momento de la Creación, lo que se produjo fue un acontecimiento clave
y definitivo para la Humanidad y para toda la obra: el creador separaba en
partes lo que en esencia era uno. Aquel Adán, ejemplo viviente de la
armonía entre los polos opuestos, expresión puntual del equilibrio
universal, fue separado en sus dos principios básicos: el masculino y el
femenino, es decir, la voluntad o intención por un lado y la capacidad
creadora por otro.
Eva surge como parte de la unidad Adán al mismo tiempo
que dicha unidad deja de serlo, convirtiéndose en otro aspecto parcial,
unipolar. A partir de ese momento, ninguna de las partes surgidas es la
expresión de la unidad, sino una mitad que necesita de la otra para
restablecer el equilibrio perdido. De esta manera, en los anales de la
historia de la Creación quedará inscrita la separación como dinámica
conducente a un determinado fin.
La Creación es como un viaje de ida y vuelta, en el que la involución es
la ida y la evolución es el regreso. Cada vez que en nuestro acontecer
diario “separamos”, estamos alejándonos de la unidad, del origen: estamos
involucionando y eso define un nivel evolutivo poco maduro.
Pero sin en nuestra actividad diaria trabajamos para
agrupar tendencias, entonces no cabe duda de que estamos en la fase
terminal del viaje, próximos a conseguir el grado de perfección que
tuvimos cuando éramos uno.
La Creación de Eva representa, sin duda, la culminación
de un proceso separativo, de alejamiento de la unidad original. A partir
de ese momento, lo masculino y lo femenino, el hombre y la mujer
resultantes, evocan desde su simpleza a aquel ser completo, origen y final
de su individualidad: cada ser es la mitad de un todo que intenta, en
virtud de esa otra fuerza de atracción, encontrar su otra mitad para
restituirse al equilibrio inicial. Bien podemos decir que la persona
elegida por nosotros para contraer el matrimonio es esa otra mitad y
simboliza la reintegración de la parte separada –Eva- para restaurar la
unidad, el crisol del alquimista donde los elementos se convierten en
conjunto tras una reacción química, el camino iniciático.
Y quizá también por su carácter de camino iniciático,
el matrimonio es lo menos parecido a un estado o situación. Nada en él es
permanente, salvo el vínculo. Todo lo demás serán situaciones cambiantes
que enfrentan a los aspirantes a pruebas y más pruebas hasta que se
produce la reintegración definitiva y total, hasta que en ambos cónyuges
se ha formado el Adán primigenio. Pero no es tarea fácil, ni corta. El
matrimonio es para la mayoría cualquier cosa antes de lo que acabamos de
exponer y, por eso, pocos son los casos en que se consigue el efecto de
integración. Lo común es aceptar la figura matrimonial mientras produce
felicidad y rechazarla ante las dificultades. De este modo, los intentos
de restauración de la unidad en el ser quedan abortados, y el proceso
alquímico iniciado, frustrado.
El mecanismo de las proyecciones se produce de manera
natural, sin que medie una acción conciente ni por parte del emisor ni por
la del receptor. Todos somos imanes que atraen y objetos atraídos a la
vez, de manera que el encuentro con aquel que responde a nuestra invisible
llamada es inevitable.
El encuentro del “otro Yo” representa, pues, el
comienzo de un proceso auténticamente iniciático a través del cual cada
uno de los personajes irá descubriendo en el otro aspectos ignorados de sí
mismo. La aceptación o el rechazo de tales evidencias supondrá la
integración o no y la transmutación que conduce a la unidad, al estado de
plenitud. El camino no es fácil y los aspirantes tendrán que superar
muchas dificultades. La primera prueba a vencer es, sin duda, el espejismo
del enamoramiento. En la primera fase, cada uno descubre en el otro las
proyecciones más hermosas de si mismo, es decir, la pantalla solo refleja
lo mejor de nosotros. Ante tan maravilloso paisaje es fácil quedar
prendado de la proyección produciéndose el enamoramiento, pero ¡ojo!, el
sujeto del que nos enamoramos no es sino la proyección de nuestras, las
maravillosas cualidades, no de la totalidad, y hay que saber superar el
tránsito que descubre la verdad desnuda algún tiempo después.
El encuentro del compañero de vida responde, en
consecuencia, a la necesidad de descubrir cada uno su otra parte invisible
y su consiguiente integración al yo consciente. Encontrar al otro Yo
representa empezar a conocerse, cómo uno es realmente, con independencia
de las propias apariencias y de las máscaras utilizadas. Es adentrarse
hasta lo más profundo del propio inconsciente para liberar el Yo dormido
y, con él, muchas cualidades desconocidas y aún repudiadas por el ser.
Nada quedará “para otra ocasión” después de que la pantalla haya aparecido
y dado comienzo a la proyección: el inconsciente, hasta ese momento
ignorado, se hará tan evidente como el propio rostro. Ese Yo dormido,
pletórico de facultades, será personificado por el compañero o compañera
atraídos. Sea de nuestro agrado o no, el cónyuge refleja nuestra otra
mitad sin adornos ni contemplaciones y ese mismo trabajo hacemos nosotros
para con él. Visto de esta manera, el matrimonio, lejos de ser un estado
de alegrías y felicidad o una institución para crear familia, es, ante
todo, un centro de formación humana, un laboratorio donde, a partir de los
elementos, se puede formar al ser completo, Uno, como aquel Adán
primigenio.
Pero no todo son rosas y, cuando el “otro” refleja en
su conducta aspectos desagradables reprimidos en nosotros, no los
identificamos como propios y afirmamos, muy convencidos, que el malo es
él. Hemos perdido el sentido de Unidad que integra los dos polos opuestos
y solo nos identificamos con uno. Por eso, cuando el otro polo molesta, y
puesto que no lo percibimos como propio, no nos cuesta demasiado
desprendernos de él. La frase “no nos entendemos” pretende justificar
cualquier decisión por mucho que la misma atente a algo tan esencial como
lo descrito. Y nadie repara en el hecho de que con ello está pregonando a
los cuatro vientos no que no se entiende con el otro, sino que no se
entiende a sí mismo. Romper los lazos de la pareja, es algo más que no
soportar al otro; es, simplemente, no soportarse a sí mismo. Es no aceptar
su reflejo en el otro.
No importa cuánto hayamos logrado como individuos, no
importa cuánto hayamos progresado el hombre o la mujer que somos por
nacimiento, pues, si en un momento de nuestra vida hemos dejado a la otra
mitad en la cuneta, tal vez no hayamos llegado a ninguna parte. Un día
tendremos que regresar a ese punto del camino para tomar de la mano al “Yo
molesto” que el compañero nos permite conocer, porque llegar, solo se
llega cuando las dos mitades hacen una Unidad.