LA MENTIRA
Todos, en mayor medida por acción o por omisión,
mentimos. Lo hacemos en la medida que no decimos lo que pensamos o que
decimos o que decimos lo que no pensamos o no sabemos, o incluso lo que
sabemos incierto. La pérdida de la espontaneidad es un proceso evolutivo
cuyas etapas vamos consumiendo desde niños, conforme se asienta en
nosotros la convicción de que la sinceridad no siempre es posible ni
conveniente porque puede causar perjuicios al receptor de la
comunicación, o al propio emisor.
Hay mentiras socialmente más positivas que
ciertas verdades incontestables: son muchas las situaciones en que una
mentira sabiamente trasmitida genera un efecto beneficioso, o cuando
menos paliativo, como para que establezcamos categorías morales
radicales sobre esta aparente dicotomía ética: verdad-mentira. Si a esto
unimos que todos, antes o después, mentimos u ocultamos verdades
relevantes, quizá convendría desdramatizar en hecho de la mentira para
poder así abordarlo con más sensatez y sentido de la medida.
Según el diccionario mentir es “decir algo
que no es verdad con intención de engañar”. Y si buscamos una definición
más académica, nos topamos con “expresión o manifestación contraria a lo
que se sabe, cree o piensa”. Así que quien engaña o confunde sin ser
consciente de hacerlo, no miente: simplemente trasmite a los demás su
propia equivocación. La relación que cada persona mantiene con la
mentira, es bien distinta a la de los demás. Hay quienes sólo recurren a
la mentira cuando es compasiva, o cuando les proporciona resultados
positivos sin generar engaño importante o si se trata de un asunto
banal. Y también los hay que mienten a menudo, casi por costumbre y sólo
en temas poco relevantes. Pero no podemos olvidar a quienes mienten
esporádicamente pero a conciencia, generando daño a los demás o
persiguiendo beneficios personales de diversa índole. Y también, los hay
que mienten, o callan verdades necesarias, por timidez, por vergüenza o
por falta de carácter.
Algunas personas no mienten nunca (o casi
nunca) por razones bien distintas de la ética: por miedo a ser
descubiertos, por pereza (no hay que recordar los detalles de la mentira
en el futuro), por orgullo (¿cómo voy a caer tan bajo?) Mentimos por
muchas razones: por conveniencia, odio, compasión, envidia, egoísmo, o
por necesidad, o como defensa ante una agresión... pero dejando al
margen su origen o motivación, no todas las mentiras son iguales. Las
menos convenientes para nuestra evolución son las mentiras en que
incurrimos para no responsabilizarnos de las consecuencias de nuestros
actos. Y las menos admisibles son las que hacen daño, las que equivocan
y las que pueden conducir a que el receptor adopte decisiones que le
perjudican.
Concluyamos, por tanto, que los dos
parámetros esenciales para medir la gravedad de la mentira son la
intención que la impulsa y el efecto que causa.
Quien oculta la verdad retiene parte de la información que para el
interlocutor puede ser interesante pero, en sentido estricto, no falta a
la verdad. Sin embargo, quien falsea la realidad da un paso más, al
emitir una información falsa con etiqueta de real. Resulta más fácil
mentir por omisión (no se necesita urdir historias inciertas, y hay
menos posibilidades de ser descubierto) y socialmente este tipo de
engaño se tiene por menos censurable, a pesar de que puede resultar
tanto o más dañino e inmoral que la mentira activa. Se recurre asimismo
al falseamiento cuando se ocultan emociones o sentimientos que aportan
información relevante, en la medida que pueden inducir a error de
interpretación o a iniciar acciones inadecuadas.
También podemos mentirnos a nosotros
mismos, por evitar asumir alguna responsabilidad, o por temor a encarar
una situación problemática, o por la dificultad que no supone reconocer
un sentimiento o emoción.
Invariablemente, antes o después, este autoengaño nos lleva a mentir a
los demás. Otras formas de mentir son las “verdades a medias” (el
mentiroso niega parte de la verdad o sólo informa de parte de ella) y
las “verdades retorcidas”, en las que se dice la verdad pero de un modo
exagerado o irónico que el interlocutor, casi ridiculizado, la toma por
no cierta.
La mentira también tiene sus clases. La
mentira racional persigue un interés concreto, es malévola y se emite
con la intención de perjudicar o engañar. En la mentira emocional, lo
que se dice o hace no concuerda con la situación emocional de la
persona. Y en la mentira conductual hacemos creer que somos lo que no
somos: más jóvenes, mejor informados, menos anticuados... Pero hay
también más clases de mentiras: chismes, rumores y las mentiras
piadosas.
Nuestra relación con la mentira la podemos
ver como un baremo que mide nuestro grado de responsabilidad y madurez,
cómo afrontamos las frustraciones, y si mostramos una coherencia en las
actitudes y comportamientos en nuestra vida.
El cimiento sobre el que se edifican las
relaciones humanas es la confianza. La relación entre los seres humanos
no precisaría de la confianza si fuéramos transparentes, pero no lo
somos.
La mentira puede hacer daño al destinatario
pero en última instancia a quien más perjudica es al mentiroso, ya que
le convierte en una persona poco fiable, indigna de confianza y carente
de crédito. Lo dice el refrán: “En la persona mentirosa, la verdad se
vuelve dudosa”.