LA MURMURACIÓN
Es muy importante saber por qué murmuramos,
por qué casi todos los seres humanos pensamos
sobre los demás de esa manera chismosa, fea, cruel. Bien sabemos que casi
todo el mundo lo hace. Toda persona, prácticamente, murmura acerca de
alguien y la condena. La murmuración suele ser un hábito repugnante. Pero,
¿Por qué murmuramos? ¿Por qué tenemos ese interés extraordinario en
los demás?
La murmuración es una forma de
inquietud. Al igual que la preocupación, indica una mente intranquila una
mente que no se da cuenta del deseo de meterse con los demás, de saber lo
que hacen o dicen. Esa persona que murmura no está lo suficiente
interesada en conocer el proceso de su propio pensar y la razón de sus
propios actos.
Deseamos ver lo
que otros hacen, y, quizás imitarlos. En general, cuando murmuramos es
para condenar a los demás. Pero, tal vez sea para imitarlos. Todo eso
indica una extraordinaria superficialidad.
La mente que murmura es una mente muy
superficial. Es una mente inquisitiva que está mal encaminada. Uno puede
engañarse pensando que en ello se le revela el interior de las personas
porque él se interesa en ellas, se interesa en lo que hacen, en lo que
piensan, en lo que opinan. Pero no conocemos a los demás si no nos
conocemos a nosotros mismos. No podemos conocer ni juzgar a los demás si
no conocemos nuestra propia manera de pensar, el modo como actuamos,
nuestra manera de comportarnos.
Y, luego, está ese extraordinario interés
en los demás,
ese deseo de averiguar lo que el prójimo piensa, siente y hace que,
en realidad es un escape. La murmuración nos ofrece una evasión de
nosotros mismos. Cuando murmuramos también está el deseo de inmiscuirnos
en la vida de los demás, aunque nuestra propia vida ya sea bastante
difícil, bastante compleja, bastante dolorosa, aun sin ocuparnos de los
demás, sin meternos con ellos.
Es una mente en extremo torpe la que desea
excitación y la busca fuera de sí misma. En otras palabras, la murmuración
es una forma de sensación en la que nos complacemos. Puede que sea una
clase diferente de sensación, pero siempre existe ese deseo de excitarse,
de distraerse. Y así, ahondando realmente en esta cuestión, uno vuelve a
sí mismo, lo cual demuestra cuán superficial uno es, en realidad, ya que,
al hablar de los demás, lo que busca es excitación fuera de sí mismo.
Sorprendámonos a nosotros mismos la próxima vez que murmuremos de alguien,
y si nos damos cuenta de ello, muchísimo nos será revelado acerca de
nosotros mismos. No lo disimulemos diciendo que somos simplemente
inquisitivos acerca del prójimo. Eso indica inquietud, cierta tendencia a
la excitación, superficialidad, falta de interés real y profundo en las
personas, que nada tiene que ver con la murmuración.
Ahora, el problema que surge es cómo poner
fin a la murmuración. Cuando nos damos cuenta de que murmuramos, si
vemos que ésta se ha convertido en un hábito, en una cosa repugnante que
continúa día tras día, es natural pensar que queramos poner coto a la
murmuración. Pero muy pocas veces surge en el ser humano esta inquietud.
Pero si sabemos que murmuramos, nos damos
cuenta de que murmuramos y de todo lo que ello implica, y nos surge la
necesidad de ponerle fin, este fin de la murmuración sucederá
espontáneamente, tan pronto nos damos cuenta de que murmuramos? El “cómo”
no surge en absoluto.
El “cómo” sólo surge cuando no nos damos
cuenta; y, sin duda, la murmuración indica falta de captación, de
percepción. Experimentemos con esto por nosotros mismos la próxima vez que
murmuremos, y observemos que la murmuración termina sin tardanza, de
inmediato, cuando nos damos cuenta de lo que estamos diciendo, cuando
percibimos que nuestra lengua nos arrastra. No hace falta acción alguna de
la voluntad para poner fin a la murmuración. Lo único que se requiere es
que nos demos cuenta, que seamos conscientes de lo que decimos y que
veamos lo que ello implica. No tenemos que condenar ni justificar la
murmuración. Démonos cuenta de ella, y veremos cuán rápidamente dejamos de
murmurar, porque la murmuración le revela a uno las modalidades de la
propia acción, la propia conducta, el propio tipo de pensamiento. Y en esa
revelación uno se descubre a sí mismo, lo cual es mucho más importante que
murmurar de los demás, de lo que hacen, de lo que piensan, de cómo se
comportan.
La mayoría de nosotros, que leemos la
prensa diaria, nos llenamos de murmuración, de murmuración global. Todo
ello es una evasión de nosotros mismos, de nuestra propia pequeñez, de
nuestra propia fealdad. Creemos que interesándonos de un modo superficial
en los acontecimientos mundiales, nos hacemos cada vez más sabios, más
capaces de enfrentarnos a nuestra propia vida. Todas esas cosas, sin duda,
son medios de huir de nosotros mismos. Porque en nuestro fuero íntimo
somos sumamente vacíos, superficiales; nos asustamos de nosotros mismos.
Somos interiormente tan pobres, que la murmuración actúa como una forma de
variado entretenimiento, como un escape de nosotros mismos.
Tratamos de llenar ese vacío interior con
conocimientos, con ritos, con murmuración, con reuniones de grupos, con
innumerables medios de evasión. De suerte que los escapes llegan a ser lo
más importante, no la comprensión de lo que somos. La comprensión de lo
que somos exige atención. Para saber que uno es vacío, que uno está
acongojado, se necesita enorme atención, no escapatorias. Pero a la
mayoría de nosotros nos gustan estas evasiones, porque son mucho más
agradables, más placenteras. Asimismo, cuando nos conocemos tal cuales
somos, es muy difícil habérnoslas con nosotros mismos; y ese es uno de los
problemas con los cuales nos enfrentamos. No sabemos qué hacer. Cuando sé
que soy vacío, que sufro, que estoy acongojado, no sé qué hacer, no sé
cómo habérmelas con ello. Recurrimos, pues, a toda clase de escapatorias.
La pregunta es, pues: ¿qué hacer? Es obvio,
por supuesto, que uno no puede escapar, ya que eso es lo más absurdo y
pueril. Mas cuando nos enfrentamos con nosotros mismos, tal cuales somos,
¿qué debemos hacer? Ante todo, no negarlo ni justificarlo, sino quedarnos
simplemente con lo que somos. Ello es sumamente arduo, porque la mente
busca explicaciones, condenación, identificación. Si no hace ninguna de
esas cosas sino que se queda con lo que somos, entonces es como admitir
algo. Si yo admito que soy moreno, todo termina ahí; pero si estoy deseoso
de cambiar a un color más claro, entonces surge el problema. Aceptar,
pues, lo que es, resulta sumamente difícil; y uno puede hacer eso tan sólo
cuando no hay escapatoria; y la condenación o la justificación son modos
de evadirse. De ahí que, cuando uno comprende por qué murmura, el proceso
total de ese hecho, y percibe lo absurdo que es, la crueldad y todas las
cosas que encierra, entonces queda uno reducido a lo que uno es; y eso lo
enfocamos siempre para destruirlo o para transformarlo. Mas si no hacemos
ninguna de esas dos cosas, y enfocamos el hecho con la intención de
comprenderlo, de estar en un todo con él, entonces encontraremos que ya no
es la cosa que temíamos. Entonces existe una posibilidad de transformar
aquello que es.