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Quietud Interior.
Al comenzar sus estudios, el discípulo se ve conducido hacia el sendero de
la veneración y el desarrollo de la vida interior. La ciencia espiritual le
ofrece, además, reglas prácticas cuya observación le permite entrar en el
sendero y desarrollar la vida interior. Estas reglas prácticas no son
arbitrarias, sino que se fundamentan en experiencias y en una sabiduría
antiquísimas. Se imparten por igual dondequiera que se señalen los caminos
hacia el conocimiento superior.
Todos los verdaderos maestros de la vida espiritual están de acuerdo sobre
el contenido de estas reglas, aunque se sirvan a veces de términos
diferentes. La disparidad, secundaria y más bien aparente, se debe a hechos
de los que no hace falta que nos ocupemos aquí.
Ningún maestro de la vida espiritual pretende, mediante tales reglas,
ejercer dominio sobre otras personas, ni menoscabar su independencia, pues
nadie sabe estimar y salvaguardar mejor la independencia humana que los
investigadores de la ciencia oculta. Ya hemos dicho que es espiritual el
vínculo que une a todos los iniciados, y qué dos leyes naturales constituyen
los broches que mantienen unidas las partes de este enlazamiento. Mas cuando
el iniciado se sale de su delimitado ámbito espiritual para obrar
públicamente, tiene que observar una tercera ley, que es la siguiente:
Ajusta cada uno de tus actos, cada una de tus palabras, de manera que no
coartes la libertad de obrar a persona alguna.
Quien haya comprendido que el verdadero instructor de la vida espiritual
respeta profundamente este principio, sabrá también que su independencia no
sufrirá menoscabo al seguir las reglas prácticas que se le ofrezcan.
Una de las primeras reglas es la que puede expresarse aproximadamente en los
siguientes términos del lenguaje corriente: “Procura reservarte momentos de
quietud interior y aprende entonces a discernir lo esencial de lo
sencundario”. Decimos que es así como puede expresarse esta regla práctica
en "términos del lenguaje corriente", pues originariamente, todas las reglas
y enseñanzas de la ciencia espiritual se daban por medio de un lenguaje de
signos simbólicos, y quien desee llegar a conocer esas reglas en todo su
significado y alcance, deberá previamente comprender dicho lenguaje
simbólico. Esta comprensión requiere que se hayan dado los primeros pasos en
la ciencia oculta, y estos pasos pueden darse mediante la estricta
observancia de las reglas que aquí se explican. El camino está abierto para
todo aquel que posea una voluntad sincera.
Sencilla es la regla que concierne a los momentos de quietud interior y
sencilla es también su observancia. Mas, con ser sencilla, sólo conduce a su
objetivo si se cumple con seriedad y rigor. Por esta razón vamos a explicar
cómo debe observarse.
El discípulo deberá apartarse, por unos momentos, del curso de su vida
cotidiana, a fin de ocuparse de algo totalmente distinto de sus habituales
ocupaciones. También la naturaleza de su actividad deberá ser enteramente
distinta de las tareas que llenan las demás horas del día. Esto no debe
interpretarse como si lo que haga en esos momentos de aislamiento no tuviese
nada que ver con el contenido de su trabajo diario; al contrario, el ser
humano que se dedique a buscarlos en forma apropiada no tardará en descubrir
que, gracias a ellos, adquiere la plena fuerza necesaria para sus quehaceres
corrientes. Tampoco hay que pensar que la observancia de esta regla
realmente pueda restar el tiempo que se necesita para cumplir con sus
deberes: basta con que sean cinco minutos al día, si alguien realmente no
dispone de más tiempo. Lo importante es cómo se empleen estos cinco minutos.
Durante ese intervalo, el discípulo deberá desligarse por
completo de su vida habitual; sus pensamientos y sus sentimientos habrán de
tener matices distintos de lo que comúnmente tienen; deberá hacer desfilar
ante su alma sus placeres, dolores, preocupaciones y acciones, de tal modo
que todo lo experimentado lo contemple desde un punto de vista más elevado.
Para comprender de que se trata, pensemos cuan distintas a las propias se
nos presentan en la vida corriente las experiencias y acciones de los demás.
No podría ser de otro modo, pues con nuestro ser nos hallamos entretejidos
en todo lo que experimentamos o hacemos, en tanto que simplemente observamos
lo que experimentan o hacen los demás. Lo que debe perseguirse en los
momentos escogidos es contemplar y juzgar nuestras propias experiencias y
acciones como si hubiesen sido tenidas o ejecutadas, no por nosotros, sino
por otra persona.
Tomemos, por ejemplo, el caso de que alguien haya sufrido un grave golpe del
destino: ¡cuan distinto lo considerará de otro infortunio igual que haya
tocado a su prójimo! Nadie podría juzgarle de injusto, pues esto es propio
de la naturaleza humana. Algo parecido a lo que ocurre en tales casos
extraordinarios, puede decirse también de lo que acontece en la vida
corriente. El discípulo debe tratar de adquirir la fuerza de situarse, en
ciertos momentos, enfrente de sí mismo, como si fuera un extraño; observarse
a sí mismo con la quietud interior de un juez imparcial. Si lo logra, las
experiencias personales se le aparecerán bajo una nueva luz.
Mientras las experimente enlazado y unido con ellas, estará tan vinculado a
lo sencundario como a lo esencial. Pero si llega a quietud interior de la
visión de conjunto, lo esencial va a distinguirse de lo secundario. El
disgusto y la alegría, todo pensamiento y toda decisión, se nos presentan
distintos si, de esta manera, nos enfrentamos con nosotros mismos.
Es como si hubiéramos pasado un día por un lugar donde lo más pequeño se
divisa tan cercano como lo más grande y, al declinar la tarde, ascendiéramos
a una colina vecina para abarcar con una sola mirada todo el conjunto;
entonces las proporciones recíprocas de todas las partes nos parecerían
distintas de como las veíamos al encontrarnos en ese lugar. No es posible ni
necesario llegar a semejante actitud frente a lo que el destino nos depara
en el presente, pero con lo sucedido en el pasado el discípulo de la vida
espiritual debe esforzarse por lograrlo. El valor de la tranquila
contemplación de la propia interioridad no depende tanto de qué es lo que
uno perciba, sino de saber despertar en sí mismo la fuerza para desarrollar
la quietud interior.
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