La rebelión espiritual.
 

La manipulación y la represión social son una inmoralidad y, como tal, la persona espiritual ha de trabajar contra ellas. Esto supone tener conciencia de que se trata de un trabajo que desborda a cualquier persona, pues es todo un sistema el que produce y reproduce esta inmoralidad. Este trabajo supone, sobre todo, una clara actitud crítica, de manera que con esta actitud se evite que las acciones rebeldes o revolucionarias sean reabsorbidas o recuperadas hábilmente por el sistema manipulador.

La persona espiritual ha de considerar que muchas de las actitudes, valores y mentalidades que se encuentran en nuestra sociedad nos resultan “normales” y ajenas a toda crítica sólo por fuerza de la costumbre, el adoctrinamiento o la manipulación social. Toleramos los mayores dramas y equivocaciones colectivas con una pasmosa frialdad. No es fácil comprender cómo toleramos, entre todos, la locura colectiva y suicida que nos envuelve.

La humanidad demuestra su insensibilidad cuando asiste impasible y con naturalidad a los macabros espectáculos que ofrecen las guerras, los millones de muertos de hambre en todo el mundo y los genocidios y etnocidios de tantos pueblos. Toleramos a los Gobiernos y los Trusts, cuando hacen lo que les viene en gana con los bienes y las vidas de las personas y de los pueblos; y que las organizaciones “religiosas” quieran “dialogar” con tanto poder explotador...

La consciencia de lo que ocurre en la creación nos llama a la sublevación y la rebeldía. Sólo se puede vivir espiritualmente siendo revolucionario, porque no basta "reformar" el mundo. Estar en el mundo sin ser del mundo se traduce por estar en el sistema sin ser del sistema. La revolución y la rebeldía contra la manipulación y la represión social es un imperativo que nace en la espiritualidad, en la virtud del ser humano y en su dignidad.

Pero la persona que vive espiritualmente también sabe que la violencia degrada siempre a quien la ejercita. Toda violencia es una violación de la humanidad y del ser humano, tanto del que la sufre como del que la ejerce. Siendo conscientes de que la violencia es la negación de la humanidad y del ser humano, dándole un “no” absoluto y rotundo, y negándole cualquier legitimidad es como el ser humano fundamenta su obrar espiritual.

Jamás la violencia aporta una solución humana a los conflictos humanos. Ha llegado el momento de ver que la violencia es un suicidio. En todas las culturas del mundo se cultiva y se honra la violencia. Pero debemos ser conscientes y cambiar las cosas. Para ello es necesario conocer las posibilidades que nos ofrece la espiritualidad y la no violencia para resolver los conflictos. Si no lo hacemos así no podremos enseñarles qué es la esperanza a nuestros hijos. Sólo la inocencia tiene poder. El inocente, armado con su voluntad de sacrificio es el único que puede hacer frente a los cañones, parar la maquinaria del poder y poner en peligro su imperio.

Lo que amenaza a una vida digna y a la paz son las ideologías que se basan en la discriminación, en la exclusión -como los nacionalismos, el racismo, las religiones- y en cualquier doctrina económica fundada exclusivamente en la búsqueda de beneficio. Estas doctrinas económicas tienen intereses comunes con ideologías que se basan en la maldad y en violencia.

No son los conflictos, sino estas ideologías, que hacen creer a los seres humanos que la violencia es el único medio de resolver los conflictos, que enseña a despreciar al prójimo y a odiar al enemigo. Estas ideologías son las que arman la inteligencia y los brazos, quien convierte al ser humano en instrumento de la muerte. Estas son las ideologías que debemos combatir, y no a la humanidad.

Debemos vivir siendo conscientes y obrando adecuadamente. Esto es la espiritualidad, y significa buscar la verdad en todo. Tal vez, la vida no tenga otro sentido que la búsqueda y el encuentro con la verdad. La espiritualidad debe constituir el centro de nuestra existencia. La espiritualidad y la verdad se encuentran dentro de uno mismo y no debemos extraviarnos buscándola en el exterior. Debemos saber escuchar la propia voz interior, pues ninguna persona tiene la posibilidad de dirigir apropiadamente su vida si no es prestando atención a esa vocecilla tranquila que habla en ella. Esa es la única voz que nos puede guiar por el camino de la Vida. Esa voz de la consciencia es el juez supremo que da legitimidad a todo pensamiento y a todo acto.

Por eso el ser humano debe asumir plenamente su autonomía y ser libre y responsable, y debe promulgar el mismo las leyes conformadas por sus propios pensamientos, palabras y acciones espirituales. El ser humano no debe remitirse a ninguna otra autoridad exterior que le dicte su conducta. Una sumisión semejante sería una conducta por la que el ser humano alienaría su voluntad y su libertad.

Si el ser humano, en su sinceridad se equivocara, realizando lo que él cree que debe ser, no puede dejar de descubrir su error. En el intento desinteresado de ser consciente y de obrar adecuadamente nadie puede extraviarse mucho tiempo. Cuando emprendemos un camino equivocado tropezamos, y de ese modo podemos dirigirnos de nuevo hacia el buen camino. La persona espiritual, la que busca la verdad para obrar apropiadamente, debe saber que siempre estará en camino y que nunca llegará al fin del mismo. La verdad que percibe es siempre fragmentaria, relativa, parcial y, por consiguiente, imperfecta. Por esta razón, el ser humano no debe querer nunca imponer su verdad a los otros. La regla de oro de nuestra conducta es la tolerancia mutua, la tolerancia hacia las personas –que es un aspecto del amor- pero la absoluta intolerancia hacia el error y la maldad.

Como la búsqueda de la verdad lleva a los seres humanos a perspectivas y opiniones diferentes, la espiritualidad es un elemento necesario. Sin ella ocurriría la confusión o aún algo peor. Es buscando la verdad como se descubre que únicamente por el camino de la espiritualidad se llega siempre a su descubrimiento. La espiritualidad es el fundamento de la búsqueda de la verdad. Cuanto más se recurre a la violencia, más se aleja uno de la verdad y de la espiritualidad.

Nada –y la verdad tampoco- se encuentra en el ser humano considerado en su propia individualidad, sino en relación con el otro, a través de una relación que respeta la verdad del otro. La persona propensa a la violencia se presenta siempre como el policía del otro, y se convence a sí mismo que haga lo que haga por el otro, éste se lo ha merecido.

La verdad no es, solamente, una verdad de pensamiento; es al mismo tiempo verdad y acción. La verdad es indisoluble del pensamiento justo y de la acción justa. La búsqueda de la verdad, en el asunto que nos ocupa, es tanto la búsqueda de lo verdadero como la búsqueda del bien. Esto implica el negarse a aceptar de una vez por todas la ilusión de hacer el mal para defender la verdad –para llegar al bien. Esta es precisamente la contradicción que se encuentra encerrada en todas las ideologías que fomentan la violencia. Únicamente es por medio del amor como se puede llegar lo más cerca posible de la verdad. Existe una coherencia tan esencial entre la espiritualidad, la verdad-amor y la no violencia que existe entre ellos una verdadera identidad.

Las ideologías dominantes han extraviado a los seres humanos al intentar conjugar juntos el amor y la violencia, ocultando la contradicción irreductible que existe entre ellos. La primera exigencia del amor es abstenerse de toda violencia contra todo ser vivo. Y la virtud y la espiritualidad completa es ausencia completa de malquerer con respecto a todo lo que vive. Es tener buena voluntad para todo lo que vive, es el amor perfecto.

Las ideologías dominantes quieren hacer creer que la violencia es el único medio para luchar contra la injusticia y la opresión. La violencia es siempre un mal y no podemos luchar contra la injusticia mas que con un medio que arraigue en el bien. Para mover un cuerpo con una palanca se necesita un apoyo fuera de él: para erradicar el mal se necesita un punto de apoyo absolutamente fuera de él.

La intrepidez es una de las primeras virtudes del ser humano fuerte. Revela que la persona está libre de todo temor exterior o interior. La intrepidez se necesita para dar testimonio de la verdad, porque con ella se supera el miedo que pide a la persona quedarse al abrigo de todo peligro. Aquél que se haya librado completamente del miedo no experimentará más la necesidad de protegerse del peligro escondiéndose detrás de las armas. El violento, en realidad es una persona que tiene miedo. El que quiere vivir espiritualmente debe tener el coraje de desafiar las armas de aquellos que preparan la guerra.

El miedo de un ser humano a otro ser humano se arraiga siempre en el miedo a la muerte. Una persona mata porque no quiere ser matada, porque tiene miedo a la muerte. Así el ser humano justifica la violencia, porque cree que es el único medio para vencer a la muerte. Cree este ser humano que en la batalla no morirá. La persona que ha elegido vivir espiritualmente tiene una clara consciencia de que negándose a matar asume el riesgo de ser matada, sin poder recurrir a una falsa escapatoria. Esta persona también tiene miedo, pero ha optado por hacerle frente e intentar superarlo sin hacer trampas.

Del mismo modo que hay que aprender a matar para practicar el arte de la violencia, hay que saber prepararse a morir para vivir espiritualmente e integrarse en la práctica de la no violencia. Haciéndose libre respecto de la muerte, el ser humano se hace libre con respecto a la violencia; podrá morir a manos de su adversario, pero nunca será asesinado.

Cuando el ser humano muere adecuándose a la exigencia de la verdad que hay en él, esa muerte no es una derrota. Pocas cosas pueden sucederle mejor que encontrar la muerte en el acto mismo de vivir espiritualmente, siguiendo a la verdad.

Por nada del mundo se debe ahogar esa vocecita que hay dentro de cada uno, expresión de lo más profundo que hay en el ser humano, que le dice: “debes estar dispuesto a morir para dar testimonio de lo que da sentido a tu vida. No tengas miedo”. Además, muchas veces se desarma así al adversario, desconcertando, al no haber satisfacción en matar a quien brinda una buena acogida a la muerte.

El ser humano no puede jurar nada, pues no sabe cual será su actitud en el momento de la prueba. No sabe si morirá orando por su asesino, guardando en su corazón el sentimiento de la presencia del Padre. La verdad es Dios, no Dios la verdad. No se debe servir a otro Dios que a la verdad, ni adorar a Dios sino bajo la forma de la verdad. Ninguno de nosotros la ha encontrado, pero no debemos cesar de buscarla.

La verdadera religión no reposa en unan teología que profese verdades dogmáticas, sino en ser conscientes y en obrar adecuadamente. La verdadera religión es, esencialmente, una sabiduría basada en el amor, y el amor a los otros debe empezar por el amor a los más pobres, sabiendo que se encuentra a Dios más a menudo en la más humilde de las criaturas que en los más poderosos. No es la fe en Dios, sino el amor a la humanidad la que debe dar sentido a nuestra vida. La única manera de amar a Dios es amar a los hombres. No se puede encontrar a Dios al margen de la humanidad.

Dios no se da a conocer al ser humano por medio de una revelación exterior, sino a través de una exigencia interior que se expresa mediante la consciencia, la razón y el sentimiento. Le conviene al ser humano ejercer su juicio crítico con todas las religiones y sectas, pues no se puede dejar que un texto “sagrado” suplante a la razón; nunca se debe pactar con el error.

No debemos combatir el mal por medio de la violencia, sino perdonar las ofensas y amar a nuestros enemigos. Debemos ser conscientes de la ley del amor en todas las manifestaciones de la vida. La actitud de las personas espiritualmente evolucionadas, que no dudan en entrar en conflicto con sus adversarios cuando es necesario, están plenamente animadas por la bondad y la compasión. No levantarían una mano contra un adversario, antes preferirían entregarse a abandonar la verdad por la que viven. Al seguir el camino de la espiritualidad no hacemos más que seguir el camino de la Luz, pero cuando se observan a los adeptos de las diferentes religiones y sectas es difícil reconocer algo que se relacione con la Luz, pues la traicionan. Muchas cosas hay que no concuerdan con la vida espiritual, y esto es una tragedia humana capital.

La persona que elige la vida espiritual cree en la bondad inherente a la naturaleza humana, que esta puede ser suscitada por su verdad y el amor expresado por su dolor. El número de personas que viven espiritualmente no importa, pues la victoria es posible incluso cuando una sola persona se consagra totalmente a la verdad y manifiesta un amor plenamente puro en relación a su adversario.

Muchas veces, ser conscientes y obrar adecuadamente se traduce en la no cooperación. La virtud cardinal del ciudadano no es la obediencia, sino la responsabilidad. Es lamentable que toda la educación repose en la primera y no en la obediencia a la consciencia. Así, las personas son corrompidas con las falsas creencias: patriotismo, obediencia a los superiores, sexismo… y todos los ismos.

Los medios empleados para llegar a los fines que uno se propone son como el grano y el fin como el árbol. Se recoge exactamente lo que se siembra. Los medios y el fin han de ser honestos, pues si el fin justifica los medios, todos los medios, incluida la violencia, estarán permitidos, se considerarán válidos y permitidos. El medio de la violencia, aunque se empleara para obtener un fin justo, contiene en sí mismo una parte irreductible de injusticia que vuelve a encontrarse en el fin, y esto supone encerrarse en una perversa contradicción.

Pensamientos y motivos puros jamás pueden justificar acciones impuras. Durante el tiempo de la acción no somos dueños más que de los medios puestos en práctica, no del fin perseguido. Sólo somos dueños del fin a través de los medios. El fin se refiere al futuro, sólo los medios se refieren al presente. Pero los seres humanos estamos siempre tentados a sacrificar el presente por el futuro, prefiriendo la abstracción del fin a la realidad de los medios.

Aceptando recurrir a medios que contradicen el orden de los hechos y el fin que seguimos, rechazamos su realización hacia hipotéticos mañanas que no nos pertenecen en absoluto. Así, corremos el riesgo de que la justicia sea rechazada siempre hacia el mañana y que la injusticia se imponga siempre a los seres humanos como una fatalidad. La acción humana tiene un sentido con independencia del resultado; debe ser considerada como un fin en sí. Es una equivocación ver la acción de los seres humanos como algo que no es más que unos medios en vistas a un fin, que le sería siempre exterior y que por sí solo le justificaría.

La acción espiritual, carente de violencia, la acción-amor, es por sí misma una victoria. No nos equivoquemos, ni en el fin ni en los medios, pues la naturaleza de la acción es tal que los frutos están contenidos dentro del mismo movimiento.

El ser humano da pruebas de cobardía cuando cambia su seguridad y su tranquilidad personales por su sumisión incondicionada al Estado. Debe tener el coraje de desobedecerle cada vez que le ordene participar en una injusticia. Aunque la no cooperación debe ir en contra del sistema, no de las personas.

No se puede enseñar la no violencia a quien tiene miedo a morir. Un ratón indefenso no es un no violento por dejarse comer por el gato. La espiritualidad no autoriza a huir ante el peligro y a dejar sin protección a los seres que la necesitan. Si hay que elegir entre la violencia y la huida cobarde elegiremos la primera. En realidad, frente a la violencia injusta, el ser humano tiene tres opciones: cobardía, violencia u obrar espiritualmente. Se puede tergiversar la espiritualidad con la cobardía y caer en la vergüenza. Un violento se puede convertir en una persona espiritual, pero del cobarde hay pocas esperanzas de que obre espiritualmente.

Habrá alguna vez que el ser humano deberá usar la violencia o, incluso matar, para proteger a aquellos a quienes debe defender y amparar. Será una excepción si así la podemos llamar, pero si podemos evitar esta opción mediante alguna forma, no tenemos derecho a utilizar la violencia ni a matar. Sólo podemos llegar a utilizar la violencia cuando es inevitable, tras una madura reflexión y después de haber agotado todos los medios para recurrir a ella.

Mientras no seamos espíritus puros actuaremos con violencia, y tenemos que resignarnos a esta limitación. Ya para vivir el ser humano está obligado a realizar determinados actos de violencia. El hecho mismo de comer, beber o moverse implican el destruir la vida, por ínfima que ésta sea. Debemos atenernos a la estricta necesidad. Por ejemplo, honra al ser humano su negativa a ingerir animales, a no comérselos por respeto a la vida de los propios animales. Se trata de la protección de toda la vida, de todo lo que es débil e impotente en el mundo, la protección de todas las criaturas creadas que son mudas –para nosotros- creadas por el Creador.

La persona espiritual no puede vivir sin sentirse responsable y comprometerse para trabajar en la disolución de todas las injusticias sociales que traen el desorden establecido en esta Creación y que son otras tantas violencias estructurales. Mientras el ser humano viva en sociedad no puede dejar de ser cómplice de cierto tipo de violencia. Pero existe un límite que no se debe rebasar, y es muy importante que cada uno haga retroceder este límite lo más lejos posible, y trabaje para llegar a ser consciencia y amor, para ser una persona espiritual.

 

 

 

 

 

 

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