LA
RESPONSABILIDAD
Responsabilidad
significa capacidad de responder, de dar cuenta de nuestros actos. La
conducta irresponsable es conducta inmadura. Asumir una responsabilidad
–ser responsable- es indicio de madurez. Cuando procuramos ayudar a
nuestros hijos a ser personas responsables, los ayudamos a alcanzar la
madurez. James Madison definió claramente los alcances de la
responsabilidad: “La responsabilidad, para ser razonable, se debe limitar
a los objetos que están dentro del poder de la parte responsable, y para
ser efectiva debe relacionarse con operaciones de ese poder”. Las personas
que no han alcanzado la madurez aún no son plenamente dueñas de sus
poderes.
Es
una perogrullada afirmar que todo lo que se ha hecho en la historia del
mundo es obra de alguien; alguna persona ha ejercido algún poder para
hacerlo. Nuestra parte de responsabilidad por lo que hacemos
individualmente o en concierto con los demás varía con las estructuras
sociales y políticas dentro de las que obramos, pero en general aumenta
con la madurez. Fue un Adán inmaduro el que culpó a Eva al descubrir que
había comido el fruto prohibido en el Jardín del Edén, y fue una Eva
inmadura quien a la vez culpó a la seductora serpiente: “¡Ella me instó a
hacerlo!”. Esta frase refleja un drama arquetípico que se representa en
cada generación, cuando los hermanos y compañeros de juegos deben
responder de sus travesuras.
Pero no termina allí. Esta inmadurez también se prolonga inadvertidamente
entre los adultos. Casi todos tienen excusas cuando las cosas salen mal.
Entre los políticos, es común utilizar formas impersonales para evitar la
culpa. “Se cometieron errores”. Pero nadie se desvive por asumir la
responsabilidad, aunque no escasean las personas dispuestas a llevarse los
laureles por un proyecto que anduvo bien; una conocida máxima, sin
embargo, recuerda a las personas que ejercen la función pública que “se
puede hacer mucho bien si no importa quién cosecha la gloria”.
En
definitiva, somos responsables por la clase de persona que hemos hecho de
nosotros mismos. “Es mi modo de ser” no es excusa para una conducta
desconsiderada o ruin. Ni siquiera es una descripción atinada, pues nunca
somos así inevitablemente. Como señalaba Aristóteles, llegamos a ser lo
que somos como personas mediante las decisiones que tomamos. La filósofa
inglesa Mary Midgley señala que “el argumento más excelente y central del
existencialismo es la aceptación de responsabilidad por ser lo que hemos
hecho de nosotros mismos, el rechazo de las excusas falsas”.
Soren
Kierkegaard, predecesor del existencialismo en el siglo XIX, deploraba el
efecto nocivo de las multitudes (rebaño) en nuestro sentido de la
responsabilidad. “Una multitud es de por sí inauténtica, dado que vuelve
al individuo impenitente e irresponsable, o al menos reduce al mínimo su
sentido de la responsabilidad”. En sus Confesiones, San Agustín
hizo de esta disminución de la responsabilidad ante la presión de los
pares un rasgo central de su meditación sobre el vandalismo de su
juventud, “todo porque nos avergonzamos de abstenernos cuando otros nos
incitan a participar”. Pero insistía tanto como Aristóteles y los
existencialistas en reconocer la responsabilidad personal por lo que había
hecho. Un sentido débil de la responsabilidad no debilita el hecho de la
responsabilidad.
Las personas responsables son personas maduras que se hacen cargo de sí
mismas y su conducta, que son dueñas de sus actos y dan cuenta de ellos,
responden por ellos. Para fomentar la madurez y la responsabilidad en
nuestros hijos, debemos valernos de los mismos recursos que utilizamos
para cultivar otras características deseables: la práctica y el ejemplo.
Las tareas domésticas, las tareas escolares y otras actividades
contribuyen a la maduración si el ejemplo y las expectativas de los padres
son claros, coherentes y acordes con las aptitudes que el niño está
desarrollando.
El constructor de
puentes.
Este poema habla de las responsabilidades de cada generación ante sus
sucesores.
Un
anciano, por un camino solitario, llegó en el frío y gris atardecer a un
abismo vasto, ancho y profundo por donde rodaba un peligroso río. El
anciano cruzó en la hosca penumbra (pues las aguas no lo amedrentaban)
pero en la otra margen se detuvo y se puso a construir un puente. “Anciano
–díjole otro peregrino-. Derrochas energías con tu obra; tu viaje habrá
concluido con el día, y nunca más pasarás por estos rumbos; has cruzado el
profundo y ancho abismo, ¿por qué construir un puente a estas horas?”.
El
constructor irguió la gris cabeza. “Buen amigo, hoy en el camino me seguía
–dijo- un joven cuyos pies también deben pasar por estos rumbos. Este
abismo, que para mí no fue nada, puede ser fatal para ese rubio joven. El
también debe cruzar en el crepúsculo; buen amigo, para él construyo el
puente.
Will Allen Dromgoole.
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