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El sendero de la veneración.
 

Para comenzar debe de haber una cierta disposición fundamental del alma. El investigador de la ciencia oculta la llama el sendero de la veneración, de la devoción hacia la verdad y el conocimiento. Sólo aquel que tenga esa disposición fundamental puede llegar a ser discípulo de la ciencia oculta. Quien tenga experiencia en este dominio sabe qué predisposiciones se observan, desde la infancia, en aquellos que más adelante llegarán a ser discípulos. Existen niños que elevan la mirada con respeto reverencial a ciertas personas; sienten por ellas un respeto profundamente arraigado en su corazón, que les impide todo pensamiento de crítica u oposición. Tales niños, al llegar a la adolescencia, se sienten felices al levantar sus ojos hacia algo digno de veneración. De las filas de estos niños provienen muchos discípulos de la ciencia oculta.

Si una vez te has detenido ante la puerta de una persona a quien veneras, y has sentido en esa primera visita algo como un temor reverencial al mover el pestillo para entrar en el recinto, que para ti es un "rincón sagrado", entonces has experimentado un sentimiento que puede ser el germen para tu futuro discipulado en la ciencia oculta. Es una bendición para todo adolescente poseer semejante sentimiento como una predisposición, y no se crea que pueda ser germen de sumisión o esclavitud. La devoción del niño hacia una persona, se transforma, más tarde, en devoción hacia la verdad y el conocimiento.

Por experiencia se sabe que las personas que han aprendido a venerar donde la veneración está en su lugar, son los mismos que saben actuar sin humillarse; y la veneración siempre está en su lugar, cuando surge de las profundidades del corazón humano.

Si no cultivamos en nuestro interior el hondo sentimiento de que existe un mundo más elevado que nosotros mismos, nunca alcanzaremos la fuerza para desarrollarnos hacia un nivel superior. El iniciado ha conquistado la capacidad de alzar la cabeza hacia las cumbres del conocimiento, porque supo sumergir su corazón en las profundidades de la veneración y la devoción. La cumbre del espíritu no se alcanza sino a través del portal de la devoción. Sólo puedes adquirir el verdadero conocimiento si has aprendido a apreciarlo. Es cierto que el ser humano tiene derecho a abrir los ojos a la luz, pero este derecho lo debe conquistar primero.

En la vida espiritual existen leyes como en la vida material. Si frotamos una varilla de vidrio con una sustancia adecuada, aquélla se electriza, es decir, cobra el poder de atraer pequeños objetos. Este fenómeno corresponde a una ley natural muy conocida por todo aquel que tenga nociones de física. De la misma manera se sabe, si se conocen los principios de la ciencia oculta, que todo sentimiento de verdadera devoción cultivado en el alma desarrolla una fuerza que, tarde o temprano, hará progresar a la persona en el campo del conocimiento.

Quien se halle dotado de estos sentimientos de devoción, o tenga la fortuna de que una educación apropiada se los haya inculcado, se encontrará en posesión de un valioso tesoro cuando más tarde busque acceso a los conocimientos superiores. En cambio, el que no aporte esta preparación encontrará dificultades desde sus primeros pasos en el sendero del conocimiento, si no se esfuerza decididamente, por medio de la autoeducación, en desarrollar en sí mismo los sentimientos de devoción.

En nuestros tiempos es particularmente importante prestar la debida atención a este punto. Nuestra civilización se inclina más bien a criticar, juzgar y condenar, y tiende poco a la devoción, a la veneración abnegada. Hasta los jóvenes critican mucho más que veneran con abnegación. Empero, toda crítica, todo juicio condenatorio, ahuyentan del alma las fuerzas que le permiten llegar al conocimiento superior, en el mismo grado en que la veneración abnegada las desarrolla.

Al decir esto no queremos ir en contra del imprescindible espíritu de crítica, de la inteligencia. No se trata aquí de eso, pues debemos la grandeza del ser humano precisamente a la crítica, al juicio humano consciente de sí mismo y al lema de ensayar y probarlo todo y retener lo mejor. Jamás el ser humano habría alcanzado la ciencia, la industria, el intercambio, y la legislación de nuestra época, si no se hubiera servido de la crítica, aplicando en todas las cosas el patrón de su propio juicio. Mas lo que hemos ganado así en el dominio de la cultura externa, tuvimos que pagarlo con una pérdida correspondiente del conocimiento superior y de la vida espiritual.

Hay que destacar que en el saber superior no se trata de la veneración a personas, sino a la verdad y al conocimiento. Sin embargo, hay una cosa que se debe tener presente, esto es, que al ser humano sumergido enteramente en la civilización superficial contemporánea le es muy difícil alcanzar el conocimiento de los mundos superiores; sólo lo logrará trabajando intensamente sobre sí mismo.

En los tiempos en que las condiciones de la vida material eran sencillas, el progreso espiritual era más fácil de lograr. Lo venerable y lo digno de adoración se destacaban más del resto de la civilización. En una época de crítica, los ideales son envilecidos; otros sentimientos ocupan el lugar del respeto, de la veneración, de la adoración y de la admiración. Nuestra época reprime cada vez más estos sentimientos de modo que sólo en grado muy reducido pueden cultivarse en el ser humano a través de la vida cotidiana. El que busque el conocimiento superior deberá suscitar esos sentimientos en sí mismo, infundirlos en su alma. Esto no es posible por medio del estudio, sino por la vida misma. Por consiguiente, quien quiera llegar al discipulado deberá desarrollar, por rigurosa educación de sí mismo, los sentimientos de devoción. En todo lo que le rodea y en sus experiencias, deberá buscar lo que pueda infundirle sentimientos de admiración y de reverencia.

Si me encuentro con una persona y critico sus debilidades, me despojo de mi fuerza cognoscitiva superior, pero si trato de contemplar con afecto sus buenas cualidades, acumulo tal fuerza. El discípulo debe estar siempre atento a observar estas indicaciones. Los investigadores de la ciencia oculta saben por experiencia cuántas fuerzas deben a la actitud de considerar siempre el lado bueno de las cosas, absteniéndose de todo juicio censurador. Pero esta actitud no debe limitarse a reglas externas para la vida, sino que debe compenetrar lo más íntimo de nuestra alma.

Depende de cada uno el lograr perfeccionarse y, paso a paso, transformarse a sí mismo. Pero esta transformación ha de producirse en lo más íntimo del ser, en la vida pensante. No basta con demostrar respeto a un ser en mi actitud exterior: el respeto debe vivir en mis pensamientos. El discípulo ha de comenzar, pues, por enraizar en su pensar, reparar en los pensamientos de falta de respeto o menosprecio que puedan existir en su conciencia, y esforzarse verdaderamente en cultivar en sí mismo pensamientos de devoción.

Cada momento en el que nos disponemos a reconocer conscientemente lo que en nosotros existe de juicios desfavorables, censuristas o críticos con respecto al mundo y a la vida: cada uno de esos momentos nos aproxima al conocimiento superior. Y nos elevamos rápidamente si en tales momentos impregnamos nuestra conciencia tan sólo de pensamientos de admiración, de estima y de veneración hacia el mundo y la vida. Quien tenga experiencia en estas cosas sabe que en tales instantes se despiertan en el ser humano fuerzas que, de lo contrario, permanecerían latentes. De ese modo, se le abren al ser humano los ojos espirituales; empieza a percibir cosas en torno suyo que antes no veía; comienza a comprender que anteriormente sólo se había percatado de una parte del mundo circundante. Toda persona que sale a su encuentro le presenta un aspecto totalmente nuevo. Naturalmente que esta regla para la vida no basta para que él pueda percibir, por ejemplo, lo que se describe como el aura humana; para ello se necesita una enseñanza más elevada; pero él puede elevarse precisamente hasta ella, si antes ha pasado por una rigurosa disciplina de la devoción.

Silenciosamente, de forma inadvertida por el mundo exterior, se efectúa la entrada del discípulo en el "sendero del conocimiento". Ningún cambio se observa en él, cumple sus deberes como antes y sigue ocupándose de sus quehaceres como siempre. La transformación tiene lugar solamente en lo íntimo de su alma, a resguardo de toda mirada. Al principio, la disposición fundamental de devoción a todo lo verdaderamente venerable resplandece sobre su vida interior. Este sentimiento dominante constituye el centro de toda su vida anímica. Así como el sol da vida con sus rayos a todo lo viviente, de igual modo la veneración vivifica todos los sentimientos en el alma del discípulo.

Al principio, no será fácil creer que sentimientos tales como la veneración, el respeto, etc., tengan algo que ver con la búsqueda del conocimiento. Esto se debe a la propensión de considerar el conocimiento como una facultad aparte, sin relación con lo demás que sucede en la vida del alma. Quien piensa así no tiene en cuenta que es el alma la que ejercita la facultad cognoscitiva; para ella los sentimientos son lo que para el cuerpo son las substancias nutritivas. El cuerpo cesaría en su función si le diéramos piedras en vez de pan; algo parecido ocurre con el alma. Las substancias nutritivas que la hacen sana y vigorosa, sobre todo para la actividad cognoscitiva, son la veneración, la estima, la devoción.

La desestima, la antipatía, el menosprecio frente a lo digno de aprecio, dan por resultado la paralización y extinción de la actividad cognoscitiva. Para el investigador espiritual este hecho se hace evidente en el aura humana. El alma que adquiere sentimientos de veneración y devoción provoca un cambio en su aura. Ciertos colores espirituales que pueden calificarse de rojo amarillento o rojo parduzco, desaparecen y son reemplazados por otros de color rojo azulado. Así nace la facultad cognoscitiva, que se vuelve receptiva para hechos en torno suyo de los que antes no tenia la menor idea.

La veneración despierta en el alma una fuerza de simpatía mediante la cual atraemos cualidades de los seres que nos rodean, cualidades que, de lo contrario, permanecerían ocultas.

 

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