LA SERENIDAD DE LA MENTE
Si
queremos comprender algo es
necesario que la mente esté serena. Si tenemos un problema, él nos
preocupa; profundizamos en él, lo analizamos, lo desmenuzamos, en la
esperanza de comprenderlo. Pero no es posible comprender por medio del
esfuerzo, del análisis, de la comparación, por medio de la lucha mental en
ninguna de sus formas. La comprensión, por cierto, sólo llega cuando la
mente está muy quieta.
Decimos que, cuanto más luchemos con el
problema del hambre, de la guerra, o con cualquier otro problema humano,
cuanto más entremos en conflicto con él, más lo comprenderemos. Pero
eso no es cierto.
Las guerras, el conflicto entre individuos y sociedades, han continuado a
través de los siglos. La guerra interna o externa está siempre presente. Y
no podemos hallar solución a esa guerra, a ese conflicto, con más
conflicto, con más lucha, con un sagaz esfuerzo. Sólo podemos entender el
problema tan sólo cuando nos hallamos directamente frente a él, cuando nos
encaramos con el hecho. Y sólo podemos encararnos con el hecho cuando no
se interpone agitación alguna entre la mente y el hecho. Así, pues, lo
importante, si es que queremos comprender, es que la mente esté quieta.
Pero, la cuestión, ahora, es saber cómo
aquietar la mente, pues nuestra mente está agitada y no podemos mantenerla
en calma. Ahora bien, ningún sistema puede serenar la mente. Una fórmula,
una disciplina, no puede hacer que la mente esté serena. Sí, puede
aquietar la mente, pero cuando la mente es aquietada de esta forma eso no
es, ciertamente, quietud o serenidad. La mente entonces sólo se halla
encerrada dentro de una idea, dentro de una fórmula, dentro de una frase.
Y en tal caso la mente está muerta. Es por eso que casi todas las personas
que tratan de ser “espirituales” (o eso que así se denomina), están
muertas, ya que ellas han adiestrado la mente para que esté quieta, y se
han encerrado en una fórmula para estar serenas. Es evidente que una mente
tal nunca está quieta; sólo está reprimida, mantenida en sujeción.
Sin embargo, la mente está quieta cuando ve
la verdad de que la comprensión sólo llega cuando ella está quieta; que si
yo quiero comprenderte, tengo que estar sereno, no puedo tener reacciones
contra ti, no debo alimentar prejuicios, debo hacer a un lado todas mis
conclusiones, mis experiencias, y enfrentaros cara a cara. Sólo entonces,
cuando mi mente está libre de “condicionamiento”, yo comprendo. Cuando
capto esa verdad, la mente está quieta; y entonces no se plantea el
problema de cómo aquietar la mente. Sólo la verdad puede liberar la mente
de su propia ideación; y para ver la verdad, la mente debe comprender el
hecho de que no puede tener comprensión mientras esté agitada. La quietud
de la mente, la tranquilidad de la mente, no es cosa que haya de
producirse por el poder de la voluntad, por ninguna acción del deseo. Si
ello ocurre, entonces esa mente está encerrada, aislada, es una mente
muerta; y por lo tanto resulta incapaz de adaptabilidad, de flexibilidad,
de vivacidad. Una mente así no es creadora.
Nuestro problema, entonces, no consiste en
cómo serenar la mente sino en ver la verdad acerca de cada problema a
medida que él se nos presenta. Es como el lago, que se calma cuando el
viento cesa. Nuestra mente está agitada porque tenemos problemas; y para
evitar los problemas, serenamos la mente. Pero es la mente la que ha
proyectado esos problemas, y no hay problemas fuera de la mente; y
mientras la mente proyecte alguna concepción de la sensibilidad, practique
cualquier forma de serenidad, jamás podrá estar serena. Cuando la mente,
empero, comprende que sólo estando serena existe la comprensión, entonces
ella se volverá muy quieta. Esa quietud no es impuesta ni es resultado de
la disciplina; es una quietud que una mente agitada no puede comprender.
Muchos de los que buscan la quietud de la
mente abandonan la vida activa y se retiran a alguna aldea, a un
monasterio, a las montañas. O bien se enredan en ideas, se encierran en
creencias, o evitan a las personas que les causan perturbación. Pero ese
aislamiento no es serenidad de la mente. El encierro de la mente en una
idea, o el evitar las personas que complican la villa, no trae serenidad a
la mente. La serenidad de la mente llega tan sólo cuando no hay proceso de
aislamiento por medio de la acumulación, y sí completa comprensión de todo
el proceso de la vida de relación. La acumulación envejece la mente; y
sólo cuando la mente es nueva, cuando la mente es fresca, sin proceso de
acumulación, existe una posibilidad de que haya quietud mental. Una mente
así no está muerta; está sumamente activa. La mente serena es la mente más
activa; y si queremos experimentar, ahondar en ello, veremos que en esa
serenidad no hay proyección de pensamiento.
El pensamiento, en todos los niveles, es
evidentemente la reacción de la memoria; y el pensamiento jamás puede
hallarse en estado de creación. Podrá expresar la facultad creadora, pero
en sí el pensamiento jamás puede ser creador. Mas cuando hay silencio ‑esa
tranquilidad de la mente que no es un resultado-, veremos que en esa
quietud hay extraordinaria actividad, una acción extraordinaria que la
mente agitada por el pensamiento jamás podrá conocer. En esa serenidad no
hay formulación, no hay idea, no hay recuerdo; y esa serenidad es un
estado de creación que sólo puede ser vivido cuando hay completa
comprensión de todo el proceso del “yo”. No siendo así, la serenidad
carece de sentido. Sólo en esa serenidad, que no es un resultado,
se
descubre lo eterno, aquello que está más
allá del tiempo.