|
LA SOLEDAD
Nuestro idioma, tan proclive al matiz en muchas cosas, se muestra más bien
parco en lo que se refiere a las soledades y sólo nos ofrece un vocablo -la
soledad- para denominarlas a todas.
Los sajones,
en cambio, distinguen entre "loneliness", o la soledad interior de quien no
encuentra compañía y "solitude", o la soledad física de quien
voluntariamente se aparta de los demás.
La primera
suele ser el triste resultado de un egoísmo exacerbado. En la galaxia humana
no faltan los "agujeros negros", personas que absorben para sí,
insaciablemente, cuanto les rodea, incluso las radiaciones de su propia alma
luminosa. A un ser que no brilla, que no emite luz ni calor, todos le
ignoran. Afortunadamente, este tipo de angustiosa soledad cuenta con un
remedio eficaz: la generosidad.
Pero es la
otra soledad, ponderada por los sabios de todos los tiempos, la que, al
contrario de ésta, no es fuente de angustia y desesperación, sino puerta
obligada de acceso a los misterios del mundo interior. Desde luego, hay un
tiempo para cada cosa y quien no esté preparado hará muy bien en seguir
creciendo en compañía. Si acaso, puede probar con cortos períodos que, a lo
peor, resultan en un desasosiego insufrible, porque la cosa requiere temple
y, sobre todo, mucha hartura y saciedad de las cosas de la vida.
Al principio,
en efecto, la mente suele espantarse porque la falta de estímulos externos
se parece demasiado a la idea que tiene de la muerte. Y, por otra parte, la
constatación del caos interno que uno vislumbra en cuanto se asoma un poco,
resulta también asustadora. Es un miedo irracional, semejante al que sienten
muchos al viajar en avión. Creen que su seguridad está en tierra firme, pero
¿no es, acaso, este planeta una nave espacial suspendida en el vacío
sideral? ¿No es, del mismo modo, nuestra vida una aventura en solitario que
discurre junto a otras soledades? ¿A qué, pues, tanto miedo a la soledad?
Para el
solitario buscador, la compañía es sólo un falaz entretenimiento, un
espejismo de seguridad; a veces, un intento de ocultar la propia indigencia.
El juego de las relaciones humanas con sus cambiantes y, en ocasiones,
seductoras emociones ejerce la fascinación de un caleidoscopio y hace que la
vida, para la mayoría de los hombres, no sea más que eso: una amalgama
mutable de conflictos, ambiciones, celos, envidias, algo de generosidad
(poca), mucha hipocresía y enormes cantidades de egoísmo, mezclado con
mínimas dosis de solidaridad, valor, honradez y coherencia. Un juego de
pasiones y sensaciones que mantiene al individuo lejos de la paz, en una
efervescencia agotadora y casi estéril.
Hay que
admitir que algo enseña, pero la vida mundana, con toda su carga dramática y
excitante, no es más que el parvulario. La verdadera vida adulta comienza
después, cuando el hombre, harto y desengañado, decide fajarse, cuerpo a
cuerpo, con los grandes enigmas que envuelven su existencia. Esa es la
auténtica soledad: una abstracción de lo mínimo e intrascendente y una
inmersión a la búsqueda de experiencias últimas.
La soledad es
la aspiración natural de quien ha vivido lo suficiente para saber que el
resto del camino transcurre ya por el abstracto, aunque también infinito,
universo interno. Sólo los ignorantes y los cobardes tratamos de asustar el
miedo con palabras, emociones y sensaciones, con gritos y risas, con
lágrimas e ilusiones.
El sabio, en
cambio, cierra sus sentidos al bullicio del mundo y se adentra
tranquilamente en el ámbito sutil de las esencias. Como un rey majestuoso
remonta la corriente de la vida en busca de las fuentes, de aquel lugar
donde la dicha, el conocimiento y la inmortalidad, los tres mayores
anhelos de toda criatura inteligente, coexisten fundidos en una masa
infinita de consciencia cósmica.
|
|