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Cualidades del hombre superior.

Toda elevación del tipo "hombre" ha sido hasta ahora obra de una sociedad  aristocrática -y así lo seguirá siendo siempre: es ésa una sociedad que cree en una larga escala de jerarquía y de diferencia de valor entre un hombre y otro hombre y que, en cierto sentido, necesita de la esclavitud. Sin ese pathos de la distancia que surge de la antigua y arraigada diferencia entre los estamentos, de la permanente mirada a lo lejos y hacia abajo dirigida por la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación, asimismo permanente, en el obedecer y el mandar, en el mantener a los otros subyugados y distanciados, no podría surgir tampoco en modo alguno aquel otro pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constantemente la distancia dentro del alma misma, la elaboración de estados siempre más elevados, más raros, más lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la elevación del tipo "hombre", la continua "auto-superación del hombre", para emplear en sentido sobremoral una fórmula de moral.

Ciertamente: no es lícito entregarse a embustes humanitarios en lo referente a la historia de la génesis de una sociedad aristocrática (es decir, del presupuesto de aquella elevación de tipo "hombre"-): la verdad es dura. ¡Digámoslo sin miramientos de qué modo ha comenzado hasta ahora en la tierra toda cultura superior! Hombres dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos los sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa poseedores todavía de fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos, lanzáronse sobre razas más débiles, más civilizadas, más pacíficas, tal vez dedicadas al comercio o al pastoreo, o sobre viejas culturas marchitas, en las cuales cabalmente se extinguía la última fuerza vital en brillantes fuegos artificiales de espíritu y de corrupción.

La casta aristocrática ha sido siempre al comienzo la casta de los bárbaros: su preponderancia no residía ante todo en la fuerza física, sino en la fuerza psíquica -eran hombres más enteros (lo cual significa también, en todos los niveles, "bestias más enteras".

 

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A riesgo de descontentar a oídos inocentes yo afirmo esto: de la esencia del alma aristocrática forma parte el egoísmo, quiero decir, aquella creencia inamovible de que a un ser como "nosotros lo  somos" tienen que estarle sometidos por naturaleza otros seres y tienen que sacrificarse a él. El alma aristocrática acepta este hecho de su egoísmo sin ningún signo de interrogación y sin sentimiento alguno de dureza, coacción, arbitrariedad, antes bien, como algo que seguramente está fundado en la ley primordial de las cosas: -si buscase un nombre para designarlo diría: "es la justicia misma". En determinadas circunstancias, que al comienzo la hacen vacilar, ese alma se confiesa que hay quienes tienen idénticos derechos que ella; tan pronto como ha aclarado esta cuestión de rango, se mueve entre esos iguales, dotados de derechos idénticos, con la misma seguridad en el pudor y en el respeto delicado que tiene en el trato consigo misma, -todo astro es un egoísta de ese género-: se honra a sí misma en ellos y en los derechos que ella les concede, no duda de que el intercambio de honores y derechos, esencia de todo trato forma parte asimismo del estado natural de las cosas. El alma aristocrática da del mismo modo que toma, partiendo del apasionado y excitable instinto de corresponder a todo que reside en el fondo de ella.

Inter pares (entre iguales) el concepto de "gracia" no tiene sentido ni buen olor; acaso haya una manera sublime de dejar descender sobre sí los regalos desde arriba, por así decirlo, y beberlos ávidamente cual si fueran gotas: mas el alma aristocrática carece de habilidad para ese arte y ese gesto. Su egoísmo se lo impide: en general mira a disgusto hacia "arriba", -mira, o bien ante sí, de manera horizontal y lenta, o bien hacia abajo: -ella se sabe en la altura.

 

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La soberbia y la náusea espirituales de todo hombre que haya sufrido profundamente -la jerarquía casi viene determinada por el grado de profundidad a que pueden llegar los hombres en su sufrimiento-, su estremecedora certeza, quelo impregna y colorea completamente, de saber más, merced a su sufrimiento, que lo que pueden saber los más inteligentes y sabios, de ser conocido y de haber estado alguna vez "domiciliado" en muchos mundos lejanos y terribles, de los que "¡vosotros nada sabéis!"...esa soberbia espiritual y callada del que sufre, ese orgullo del elegido del sufrimiento, del "iniciado", del casi sacrificado, encuentra necesarias todas las formas de disfraz para protegerse del contacto de manos importunas y compasivas y, en general, de todo aquello que no su igual en el dolor. El sufrimiento profundo vuelve aristócratas a los hombres, separa. Una de las formas más sutiles de disfraz es el epicureísmo, así como una cierta valentía del gusto, exhibida a partir de ese momento, la cual toma el sufrimiento a la ligera  y se pone en guardia contra todo lo triste y profundo. Hay "hombres joviales" que se sirven de la jovialidad porque, merced a ella, son malentendidos: -quieren ser malentendidos. Hay "hombres científicos" que se sirven de la ciencia porque ésta proporciona una apariencia jovial y porque el cientifismo lleva a inferir que el hombre es superficial: -quieren inducir a una falsa indiferencia. Hay espíritus libres e insolentes que quisieran ocultar y negar que son corazones rotos, orgullosos, incurables: y a veces la necesidad misma es la máscara usada para encubrir un saber desventurado demasiado cierto. -De lo cual se deduce que a una humanidad más sutil le es inherente el tener respeto "por la máscara" y el no cultivar la psicología y la curiosidad en lugares falsos.

 

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Lo que más profundamente separa a dos seres humanos son un sentido y un grado distintos de limpieza. De nada sirven toda honradez y toda recíproca utilidad, de nada sirve toda buena voluntad del uno para con el otro: en última instancia se está siempre en lo mismo -"¡no pueden olerse!" El supremo instinto de limpieza sitúa a quien lo tiene en el aislamiento más prodigioso y peligroso, com si fuese un santo: pues la santidad es cabalmente eso -la espiritualización suprema del mencionado instinto. Una cierta consciencia de una indescriptible plenitud en la felicidad del baño, un cierto ardor y una cierta sed que empujan constantemente al alma a salir de la noche y entrar en la mañana, a salir de lo turbio, de la "tribulación", y entrar en lo claro, lo resplandeciente, lo profundo, lo sutil: -esa inclinación, en la misma medida en que distingue -es una inclinación aristocrática- también separa.

La compasión propia del santo es la compasión por la suciedad de lo humano, demasiado humano. Y hay grados y alturas en los que la compasión misma es sentida por él como contaminación, como suciedad.

 

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Entre las cosas que tal vez le resulten más difíciles de comprender a un hombre aristocrático está la vanidad: se sentirá tentado incluso a negarla incluso allí donde otra especie de hombre cree asirla con ambas manos. El problema para el hombre aristocrático consiste en representarse unos seres que buscan despertar acerca de sí mismos una buena opinión que ellos mismos no tienen de sí -y por lo tanto, tampoco "merecen"-, y que posteriormente creen, sin embargo, en esa buena opinión.

Esto le parece al hombre aristocrático, por un lado, algo tan falto de gusto y de respeto para consigo mismo, y, por otro, algo tan barrocamente irracional que le gustaría concebir la vanidad como una excepción, y en la mayoría de los casos en que se habla de ella, la pone en duda. Dirá, por ejemplo: "Yo puedo equivocarme sobre mi valor y, por otro lado, exigir, sin embargo, que mi valor sea reconocido también por otros exactamente tal y como yo lo establezco, -pero eso no es vanidad (sino presunción o, en los casos más frecuentes, eso que se llama "humildad" o también "modestia"). O también: "Yo puedo alegrarme, por muchas razones, de la buena opinión de los demás sobre mí, acaso porque los honro y amo y me alegro de cada una de sus alegrías, acaso también porque su buena opinión confirma y refuerza en mí la fe en mi propia buena opinión, acaso porque la buena opinión de los otros, incluso en los casos en que yo no lo comparta, me es útil o promete serlo, -pero nada de esto es vanidad".

De manera forzada, especialmente con ayuda de la ciencia histórica, es como el hombre aristocrático tiene que formarse la idea de que, desde tiempos inmemoriales, en todas las capas populares dependientes de alguna manera el hombre vulgar era sólo aquello que valía: -no estando habituado de ningún modo a establecer valores por sí mismo, el hombre vulgar ni siquiera a sí mismo se atribuía un valor distinto del que sus señores le atribuían (el auténtico derecho señorial es el de crear valores). Sin duda habrá que considerar como consecuencia de un atavismo enorme el hecho de que, todavía ahora, el hombre ordinario continúe aguardando siempre una opinión acerca de sí, y luego se someta instintivamente a ella: pero no tan sólo, en modo alguno, a una "buena" opinión, sino también a una opinión mala e injusta (piénsese, por ejemplo, en la mayor parte de las autoapreciaciones que las mujeres crédulas aprenden de sus confesores, y que en general el cristiano crédulo aprende de su Iglesia).

De hecho, ahora, merced a la lenta aparición en el orden democrático de las cosas ( de su causa, la mezcla de sangre entre señores y esclavos), el impulso originariamente aristocrático y raro de atribuirse un valor a sí mismo y a "pensar bien" de sí se verá adelantado y se extenderá cada vez más: pero ese impulso tiene en todo momento contra sí una tendencia más antigua, más amplia, arraigada más básicamente, -y el fenómeno de la "vanidad" esa tendencia más antigua predomina sobre la más reciente.

El vanidoso se alegra de toda buena opinión que oye acerca de sí mismo (totalmente al margen de todos los puntos de vista de la utilidad de esa opinión,y prescindiendo asimismo de que se verdadera o falsa), de igual modo que sufre por toda opinión mala: pues se somete a ambas, se siente sometido a ellas, merced a aquel antiquísimo instinto de sumisión que en él se abre paso. -El "esclavo" que hay en la sangre del vanidoso, residuo de la picardía del esclavo -¡y cuanto "esclavo" perdura aún ahora, por ejemplo, en la mujer!-, ése es el que intenta llevarnos engañosamente a tener buenas opiniones sobre él; es asimismo el esclavo el que luego se prosterna enseguida ante esas opiniones, como si no las hubiera producido. -Y dicho una vez más: la vanidad es un atavismo.

 

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Un hombre que aspire a cosas grandes considera a todo aquel con quien se encuentra en su ruta o bien como un medio, o bien como una rémora y obstáculo, -o bien como un lecho pasajero para reposar. Su peculiar bondad, de alto linaje, para con el prójimo sólo es posible cuando él está en su altura y ejerce dominio. La impaciencia, así como su consciencia de haber estado condenado siempre a la comedia hasta aquel momento -pues incluso la guerra es una comedia y sirve de ocultación, de igual modo que todo medio sirve de ocultación a una finalidad-, le echan a perder todo trato humano: esa especie de hombre conoce la soledad y todas las cosas venenosísimas que la soledad tiene en sí.

 

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Tenemos que darnos a nosotros mismos nuestras pruebas de que estamos destinados a la independencia y al mando; y hacer esto a tiempo. No debemos eludir nuestras pruebas, a pesar de que acaso sean ellas el juego más peligroso que quepa jugar y sean, en última instancia, sólo pruebas que exhibimos ante nosotros mismos como testigos, y ante ningún otro juez.

No quedar adheridos a ninguna persona: aunque sea la más amada, - toda persona es una cárcel, y también un rincón. No quedar adheridos a ninguna patria, aunque sea la que más sufra y la más necesitada de ayuda, - menos difícil resulta desvincular nuestro corazón de una patria victoriosa. No quedar adheridos a ninguna compasión: aunque se dirigiere a hombres superiores, en cuyo raro martirio y desamparo un azar ha hecho que fijemos nosotros la mirada. No quedar adheridos a ninguna ciencia: aunque nos atraiga hacia sí con los descubrimientos más preciosos, al parecer reservados precisamente a nosotros. No quedar adheridos a nuestro propio desasimiento, a aquella voluptuosa lejanía y extranjería del pájaro que huye cada vez más lejos hacia la altura, a fin de ver más cosas por debajo de sí: - peligro del que vuela. No quedar adheridos a nuestras virtudes ni convertirnos, en cuanto totalidad, en víctimas de cualquiera de nuestras singularidades, por ejemplo de nuestras "hospitalidad": ése es el peligro de los peligros para las almas de elevado linaje y ricas, las cuales se tratan a sí mismas con prodigalidad, casi con indiferencia, y llevan tan lejos la virtud de la liberalidad que la convierten en un vicio. Hay que saber reservarse: ésta es la más fuerte prueba de independencia.

 

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Para los fuertes, los independientes, los preparados y predestinados al mando, en los cuales se encarnan la razón y el arte de una raza dominadora, la religión es un medio más para vencer resistencias, para poder dominar: un lazo que vincula a señores y a súbditos y que denuncia y pone en manos de los primeros las consciencias de los segundos, lo más oculto e íntimo de éstos, que con gusto se sustraería a la obediencia; y en el caso de que algunas naturalezas de esa procedencia aristocrática se inclinen, en razón de una espiritualidad elevada, hacia una vida más aristocrática y contemplativa y se reserven para sí únicamente la especie más refinada de dominio (la ejercida sobre discípulos escogidos o hermanos de Orden), entonces la religión puede ser utilizada incluso como medio de procurarse calma frente al ruido y las dificultades que el modo más grosero de gobernar entraña, así como limpieza frente a la suciedad de todo hacer política. Así lo entendieron, por ejemplo, los bramanes: con ayuda de una organización religiosa se atribuyeron a sí mismos el poder de designarle al pueblo sus reyes, mientras que ellos mismos se mantenían y se sentían aparte y fuera, como hombres destinados a tareas superiores y más elevadas que las del rey. Entretanto la religión proporciona también a una parte de los dominados una guía y una ocasión de prepararse a dominar y a mandar alguna vez ellos, se las proporciona, en efecto, a aquellas clases y estamentos que van ascendiendo lentamente, en los cuales se hallan en continuo aumento, merced a costumbres matrimoniales afortunadas, la fuerza y el placer de la voluntad, la voluntad de autodominio. A ellos les ofrece la religión suficientes impulsos y tentaciones para recorrer los caminos que llevan hacia una espiritualidad más elevada, a saborear los sentimientos de la gran autosuperación, del silencio y de la soledad: ascetismo y puritanismo (fariseísmo) son medios casi ineludibles de educación y ennoblecimiento cuando una raza quiere triunfar de su procedencia plebeya y trabaja por elevarse hacia el futuro dominio. A los hombres ordinarios, en fin, a los más, que existen para servir y para el provecho general, y a los cuales sólo en ese sentido les es lícito existir, les proporciona la religión el don inestimable e sentirse contentos con su situación y modo de ser, una múltiple paz del corazón, un ennoblecimiento de la obediencia, una felicidad y un sufrimiento más, compartidos con sus iguales,y algo de transfiguración y embellecimiento, algo de justificación de la vida cotidiana entera, de toda la bajeza, de toda la pobreza semi-animal de su alma. La religión y el significado religioso de la vida lanzan un rayo de son sobre tales hombres siempre atormentados y les hace soportables incluso su propio aspecto, actúan como suele actuar una filosofía epicúrea sobre personas dolientes de rango superior, produciendo un influjo reconfortante, refinador, que, por así decirlo, saca provecho del sufrimiento y acaba incluso por santificarlo y justificarlo. Quizá no exista ni en el cristianismo ni en el budismo cosa más digna de respeto que su arte de enseñar aun a los más bajos a integrarse por piedad en un aparente orden superior de las cosas y, con ello, a seguir estando contentos con el orden real, dentro del cual llevan ellos una vida bastante dura y, ¡precisamente esa dureza es necesaria!

 

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Un hombre que dice: «Esto me agrada, esto yo me lo apropio y quiero protegerlo y defenderlo contra todos»; un hombre que puede sostener una causa, cumplir una decisión, guardar fidelidad a un pensamiento, retener a una mujer, castigar y abatir a un temerario; un hombre que tiene su cólera y su espada, y al cual los débiles, los que sufren, los oprimidos, también los animales, se allegan con gusto y le pertenecen por naturaleza, en suma, un hombre que por naturaleza es señor, — cuando un hombre así tiene compasión, ¡bien!, ¡esa compasión tiene valor! ¡Qué importa, en cambio, la compasión de los que sufren, ¡O de los que incluso predican compasión! Hay hoy en casi todos los lugares de Europa una sensibilidad y una susceptibilidad morbosas para el dolor, y asimismo una repugnante incontinencia en la queja, un enternecimiento que quisiera adornarse con la religión y con los trastos filosóficos para parecer algo superior, — existe un verdadero culto del sufrimiento. La falta de virilidad de lo que en tales círculos de ilusos se bautiza con el nombre de compasión es lo primero que, a mi parecer, salta siempre a la vista. — Hay que desterrar con energía y a fondo esta novísima especie del mal gusto; y yo deseo en fin que, para combatir esto, la gente se ponga en el corazón y en el cuello el buen amuleto del «gai saber», — la «gaya ciencia», para aclararlo a los alemanes.

 

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