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La vida exterior reflejo de la
interior.
Se descubren muchas cosas curiosas, interesantes y sorprendentes cuando se
realiza un trabajo interior, cosas que son sumamente efectivas cuando se
entienden. Una de ellas es que la confusión y multiplicidad de nuestras
circunstancias en el mundo, de las cosas que nos ocurren, de las situaciones
que vivimos, no son otra cosa que la confusión y contradicción que hay en
nuestro propio interior.
Todo lo que hay en nuestro
interior tiende a materializarse en nuestro exterior. Y no se puede
materializar de un modo distinto a como esté dispuesto en nuestro interior.
Porque nuestro interior y nuestro exterior no son dos cosas distintas sino
dos vertientes de la misma cosa. La vertiente interior, o subjetiva, y la
vertiente exterior, u objetiva, son la cara y la cruz de la misma cosa.
Durante muchos años nos hemos
habituado a que nuestro interior sea simplemente el reflejo de nuestra
situación exterior. Si las circunstancias me han sido favorables, nos
sentimos bien; si las circunstancias no nos han sido propicias, nos sentimos
mal. Esto ha creado en nuestro interior, además de unos estados de confusión
y duda constantes, una semilla de contradicción; y nuestra vida tiende a
perpetuar esta contradicción.
Pero llega un momento en que
uno se da cuenta de que no puede pasarse todo el tiempo echando la culpa a
las circunstancias, o confiando en las circunstancias. Llega un
momento en que uno descubre que, de hecho, el problema que uno vive, la
insatisfacción, las dificultades, lo vive por culpa de algo que hay dentro,
por un modo de ser de uno, pues otras personas en similares circunstancias,
y quizás en peores, consiguen vivirlo de un modo distinto y mejor.
Mientras nos pasemos la vida
atribuyendo la culpa de nuestros problemas a las demás personas, o a las
cosas exteriores, no hay para nosotros la menor esperanza; es decir, sólo
queda la esperanza de que un día descubramos que las cosas no son así. El
echar la culpa al exterior puede ser una gran satisfacción para el amor
propio: uno queda libre de responsabilidad, uno es la víctima, el héroe,
etc. Pero esto no arregla, ni ha arreglado nunca, nada. Cuando uno se da
cuenta de que el problema -aunque históricamente está relacionado con
circunstancias exteriores- es debido a un modo de ser que ha quedado en uno
y que tiende a i perpetuar, entonces es cuando se hace posible que uno,
cambiando este modo interno de sentir, cambiando su actitud interior, pueda
cambiar estas circunstancias exteriores.
Cuando las utopías socialistas
han propuesto que se llevara a cabo un reparto equitativo de las riquezas,
fácilmente se ha previsto que, aunque a todo el mundo se le diera la misma
cantidad de dinero, y esto de momento pareciera solucionar los problemas de
muchas personas, al cabo de muy poco tiempo la situación volvería a ser la
misma de antes; porque las personas, aunque recibieran dinero, no habrían
cambiado su modo de ser y de hacer, y esto las conduciría a plasmar en el
exterior el modo deficiente o contradictorio que tienen en su interior.
Pensemos que esto no se
refiere sólo al uso del dinero, sino a las personas que nos rodean, a
nuestras circunstancias económicas, a la situación profesional, a todo. En
nuestra pequeña y limitada mente, nosotros hacemos unas distinciones muy
claras entre lo que es el dinero, la familia, la vida íntima, nuestras
creencias e ideales, etc. En realidad, todo está unido, todo son campos
universales de energía, todo es un torbellino dentro de este océano de
conciencia, y, según sea ese foco de conciencia en ese mar de conciencia,
así serán las cosas que se mueven a su alrededor.
La persona que interiormente
tiene miedo, tiene angustia, de un modo inevitable estará atrayendo
situaciones de miedo, situaciones angustiosas, y, mientras no cambie, se
pasará la vida repitiendo esas situaciones, sean cuales sean las
circunstancias o el medio ambiente en que se encuentre. La persona que,
dentro de ese miedo, tiene resentimiento, tiene hostilidad, por la razón que
sea, estará provocando y atrayendo inevitablemente circunstancias agresivas
contra ella, que tenderán a justificar una vez más su hostilidad y su
resentimiento, las cuales, a su vez, provocarán nuevas situaciones de
dificultad, de injusticia, de maldad, y de este modo se irá reforzando su
círculo. Y el círculo nunca se rompe en lo exterior, porque es la persona,
desde su foco de conciencia, quien lo está creando y manteniendo.
En la medida en que nosotros
seamos capaces de cambiar el contenido de nuestro foco, de nuestra
conciencia interior, en esta misma medida cambiará lo que nos rodea. Y esto
ocurre de un modo inevitable. Esto es muy interesante, ya que, si se puede
intuir que realmente es así, entonces uno se da cuenta que tiene en
sus propias manos la responsabilidad de su vida, que depende de uno el
elegir que su mundo gire de un modo o de otro, sea de un color o de otro.
Y el mundo alrededor de uno
girará de un modo o de otro, según sea el mundo interior real, no el
supuesto, no el teórico. Si uno interiormente se obliga a vivir una
conciencia de fuerza, de amor, de comprensión, no un poco de amor o de
comprensión o de fuerza, sino a vivir profundamente esto hasta la raíz, si
hacemos de esto nuestra consigna, si nos obligamos a instalarnos en esto,
veremos como, al cabo de muy poco tiempo, de muy pocas semanas, o días,
nuestras circunstancias exteriores cambian. La gente a nuestro alrededor
cambia; tal vez no lo haga ella, en sí, sino sólo en relación con uno. Y los
que no puedan cambiar en relación con uno mismo, cambiarán... de sitio; es
decir, dejaremos de estar en contacto con esas personas.
Es imposible que la persona
viva en el exterior algo distinto de lo que vive en el interior. Y, por
esto, aprender a tomar la dirección, aprender a afirmar la realidad por uno
mismo, es aprender a tomar una parte activa dentro de este juego exterior
de la vida, de la manifestación.
Claro que esto no tiene
ninguna importancia si lo que uno está buscando es la propia Realidad más
allá de toda forma, más allá de toda idea. Pero esto es algo que cada uno ha
de decidir: es decir, si realmente a uno le es del todo indiferente
vivir de una manera o de otra en su mundo, en su existencia. Si a uno
realmente le da igual, entonces no tiene por qué modificar nada y puede
tratar de abrirse a ese Centro último que está más allá de lo bueno, de lo
malo, de lo agradable, de lo desagradable.
Pero mientras la persona esté
dando valor a su modo de vivir, mientras la persona esté luchando por
solucionar dificultades, por mejorar circunstancias, entonces la persona no
se ha de engañar diciendo que busca otra cosa. Aquello que nos hace sufrir,
o aquello que nos hace reír, aquello es lo que tiene valor real para
nosotros. No lo que un sector de nuestra mente diga, sino lo que en nuestra
vida diaria tenga peso.
Cuando la persona comienza a
ser consciente es natural que esta gran ley de que lo interior es la causa
de lo exterior se pueda aplicar a todos los estados de la vida interior; no
sólo a las circunstancias familiares, económicas, profesionales, etc., sino
también a los estados de vida interior. Si, por ejemplo, estamos haciendo
oración -en el supuesto de que siga la línea religiosa- pidiéndole a Dios
una serie de cambios en nuestra vida, o en la vida de los que nos rodean,
pero en nuestro interior hay miedo, lo que se perpetuará en el exterior
será el miedo, porque la ley de materialización es una ley que obedece a la
profundidad y continuidad del estado subjetivo, no a la intensidad emocional
de la oración, sino a la profundidad, a la sinceridad de lo que
profundamente se siente, se desea, se espera, se aspira. Por eso, el
problema de la persona en la vida de oración consiste en llegar a querer, a
amar, a Dios de tal manera que se elimine su miedo, su duda. Porque,
mientras la persona esté haciendo oración manteniendo subconscientemente el
temor de que su demanda, como tantas otras veces, no será contestada, ese
temor que está detrás de lo que uno dice es lo que da vigencia al fracaso.
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