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LA VOLUNTAD
Cuando
hablo de la voluntad
no quiero expresar la facultad de desear, sino aquella energía vital que
resume la acción de todas las fuerzas del espíritu, energía que se siente y
no se puede definir, pero que podría denominarse "facultad práctica del
hombre".
Todo ser
humano, aun el más débil de espíritu, encuentra en sí mismo esa potencia de
querer, cuyo desenvolvimiento en el hombre fuerte constituye lo que se llama
carácter. Esa potencia es, por decirlo así, el todo del hombre, es su
personalidad, es el fondo de la persona misma, es la fuerza que mueve a la
imaginación.
Sobre la
voluntad deben obrar la moral (no en la moral considerada como regla de
conducta que debemos observar con nuestros semejante (ética), sino en la
moral considerada desde el punto de vista particular de las fuerzas que
tiene el espíritu para anular los males que afectan al cuerpo), la ley, la
instrucción y, sobre todo, la higiene mental.
Si el carácter
es, según la frase de Hardenberg, una voluntad desarrollada, fácil es
concebir cómo habrá de cultivarse. La inteligencia, llevada de los primeros
argumentos que se le presentan, puede ceder a nuevos argumentos; asimismo el
sentimiento, despertado por una primera impresión, es susceptible también de
modificarse en sentido contrario bajo un impulso diferente. Pues bien; la
voluntad es igualmente capaz, como la inteligencia y como la sensibilidad,
de variar de rumbo; lo importante es conseguir una voluntad flexible y
fuerte al mismo tiempo.
El hombre, en
cuanto a persona moral, es una fuerza única e indivisible; diríjase esta
fuerza hacia el fin que tiene señalado. A nuestra generación hay que
repetirle aquello de don Carlos: "La indecisión es una enfermedad del alma,
que no produce más que inquietudes. Para verse libre de ellas, basta querer
librarse. El estado más miserable es el de carecer de la fuerza de querer.
Tened conciencia de vosotros mismos y seréis todo lo que erais y todo lo que
podéis ser."
El cuerpo y el
alma están íntimamente ligados por vínculos que es imposible separar, pero
hay también ciertas cadenas que una resolución enérgica puede romper; estas
cadenas son las que nosotros mismos nos forjamos, y a las cuales
distinguimos con los nombres de indecisión, inquietud, malhumor y
otros por el estilo. En un tratado de higiene mental deben dominarse
imperfecciones del espíritu.
La
indecisión es un espasmo funesto del alma, que frecuentemente termina en
parálisis. La indecisión, por lo común, nace de aquella funesta idea que
generalmente acompañamos de expresiones como éstas: "Ya es tarde! ¡La cosa
no tiene ya remedio! Y precisamente en estos casos es cuando debemos
desplegar nuestra energía y tomar una resolución.
La
distracción es en la vida del alma un estado análogo al temblor de los
músculos en la vida del cuerpo; es una oscilación que delata una fuerza
moral insuficiente para obrar con perseverancia en la misma dirección, y una
necesidad de reposo y de cambio. Pues bien; si la experiencia nos enseña,
hasta en el orden físico, que un fuerte impulso puede hacer cesar esa
debilidad por algún tiempo, y poco a poco para siempre, podemos con certeza
esperar los efectos más maravillosos de ese otro impulso, el más profundo y
más individual que puede recibir el hombre, cual es el de la voluntad.
Por lo tanto,
una voluntad enérgica da al alma una dirección, un apoyo y una fuerza. Por
esto, contra la opinión común he considerado siempre las distracciones como
un remedio bastante dudoso en las enfermedades del alma y del cuerpo. Al
contrario, siempre he creído que el recogimiento
es en estos casos muy saludable, porque la vida obra de dentro y fuera, y la
muerte, al igual que las enfermedades, obra de fuera a dentro.
Para curar los
males del alma, ha dicho un profundo pensador, la inteligencia es impotente,
la razón carece de fuerza y el tiempo la tiene toda; la resignación y la
actividad son remedios soberanos. Este remedio, realmente curativo, tiene
por base una ley inquebrantable. Y es ésta: entre dos estímulos, el más
débil cede siempre al más fuerte. Si se hace penetrar en el alma, y por ésta
en el cuerpo, el estímulo más activo y más enérgico, que es la voluntad, los
demás estímulos pierden su fuerza. Tanto en el mundo físico como en el mundo
moral, es imposible alejar de sí toda influencia nociva; pero al dirigirse
hacia un punto determinado implica ya la idea de volver la espalda a todo lo
demás, sobre todo cuando la dirección es activa y no meramente
contemplativa. Iguales milagros se producen cuando el alma se sumerge por
entero en las profundidades de la meditación; cuando dejan de existir para
ella el tiempo y el espacio, echándose a volar por las inmensidades del
Infinito.
El malhumor es
el demonio terrible que, bajo el nombre de indisposición del espíritu o
fastidio, consigue ejercer en la sociedad un dominio despótico. Este mal
hace verdaderamente estragos; por lo tanto, una mente afinada debe
desterrarlo, pues no es justo ni es lícito someterse a él.
Lavater
escribió un excelente discurso contra el malhumor. Nadie puede substraerse a
la tristeza (dice él), pero todos podemos sacudirnos en malhumor. En la
tristeza hay cierto encanto, cierta poesía, pero el malhumor no tiene ningún
atractivo, es la prosa vulgar de la vida, es la hermana mayor del hastío y
de la pereza, de esa pereza que envenena la sangre y mata lentamente. ¿De
dónde viene el malhumor? En primer lugar del hábito, padre del hombre
y de sus vicios. Si desde la niñez nos hubiesen acostumbrado a no estar
jamás ociosos, a emplear en ocupaciones agradables el tiempo sobrante de
nuestros estudios hasta el momento de ir a la cama, vendría el sueño
reparador a cerrar suavemente nuestros ojos, y no se apoderaría de nosotros
el malhumor. Si desde niños estuviésemos acostumbrados a ver que en nuestro
derredor todo se halla en orden, tened por seguro que, por una armoniosa
disposición del alma, se reflejaría en nosotros aquel orden exterior. En una
habitación aseada y bien ordenada, el alma experimenta un dulce bienestar.
Añadiremos
también que en el arte de preservarse del malhumor, lo más importante es
aprovechar los momentos oportunos. El hombre no puede siempre estar
dispuesto para todo, pero nunca carece de una ocupación u otra, importante o
frívola. No hay que perder jamás de vista que el cambio o la variedad es una
de las leyes que rigen el mundo. La soledad trae la melancolía, y, según
Platón, hace al hombre maniático y testarudo; más como el trato de los
hombres puede producir efectos semejantes, empléese una agradable
combinación de los dos métodos de vida y se obtendrá el resultado opuesto.
Un espíritu
franco y abierto para todo lo bueno, sabe soportar con facilidad las
contrariedades de la vida y las molestias de los que le rodean. Y si tú,
amigo, eres bastante infeliz por haber venido al mundo con el malhumor
heredado, como privilegio de una naturaleza mal organizada, guárdate mucho
de considerarte como uno de esos sabios escépticos que ahora se estilan, y
cree que sólo eres un enfermo de la voluntad, y no desdeñes los remedios más
amagos.
Demos por
bastante definido el malhumor y pasemos a los medios de curarlo, y fijémonos
particularmente en el poder de la voluntad sobre aquellos estados que, por
su origen, se refieren al sistema nervioso. Sobre este particular pueden
citarse muchos ejemplos, entre otros, el conocido de un hombre que podía, a
voluntad, hacer salir una inflamación erisipelatosa en cualquier parte de su
cuerpo.
Personas hay
en las cuales el corazón, músculo no sujeto a la voluntad, llega a
convertirse en órgano voluntario. También es digna de citarse la notable
acción que ejerce una fuerte voluntad en los fenómenos del órgano de la
visión. Se sabe que Demóstenes poseía escasas aptitudes para hablar en
público y, sin embargo, debido a sus titánicos esfuerzos de voluntad, pudo
dominar su tartamudez nativa y llegó a ser uno de los más grandes oradores
que registra la historia.
Es
incontestable que en el fondo de la maravillosa máquina humana dormitan
fuerzas poderosas cuya existencia ni siquiera llega el hombre a sospechar,
pero una voluntad de hierro, enérgica, militar, perseverante, puede
revelarlas y ponerlas en acción de una manera victoriosa.
Es estoicismo,
que es, sin duda alguna, de todas las doctrinas anteriores al cristianismo,
la más pura, la más eficaz y la que mayor número de discípulos tuvo, el
estoicismo, repito, dejo palpablemente demostrados los efectos estupendos de
una voluntad fuerte. No son los fríos razonamientos de la doctrina los que
tanta energía dieron a sus discípulos, sino la voluntad desarrollada y
fortalecida por las enseñanzas de Zenón, es la que produjo todos aquellos
milagros de elevación de ánimo, de firmeza y de audacia, objeto de sorpresa
y admiración para nuestras generaciones muelles y enervadas.
El raciocinio
nunca viene sino después de la experiencia; el raciocinio no produce ni
puede producir experiencia alguna, a no ser que se quiera dar ese nombre a
cuatro experimentos sin valor ni eficacia.
Lo que
importa ahora es aprovecharse de los beneficios que las citadas enseñanzas
nos pueden reportar, lo que indefectiblemente se conseguirá aplicándolas
resueltamente y con PERSEVERANCIA.
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