|
EL ZEN
Estamos
acostumbrados, en la literatura religiosa, a cierta solemnidad de
pronunciamiento. Dios es sublime; por consiguiente, las palabras que
empleemos para hablar de Dios han de ser sublimes. En la práctica, no
obstante, no es infrecuente que todo pronunciamiento sublime sea llevado
hasta extremos rayanos en la estulticia. Por ejemplo, en la época de la
tremenda escasez de patata que generó un gran hambre en Irlanda, hace un
siglo, se compuso una oración especial para que fuese recitada en todas las
iglesias de la comunión anglicana. El propósito de esta oración era suplicar
a Dios Todopoderoso que pusiera fin a los estragos de la plaga que estaba
destruyendo las cosechas de la patata en Irlanda. Pero ya de entrada la
palabras "patata" supuso un considerable escollo. Obviamente, en opinión del
estamento eclesiástico victoriano, era una palabra demasiado baja, común y
proletaria para ser pronunciada en un lugar sagrado. La horrorosa vulgaridad
de las patatas tenía que disimularse tras las decentes oscuridades de alguna
perífrasis, y de este modo se rogó a Dios que hiciera algo acerca de una
abstracción sonoramente llamada "el Tubérculo Suculento". Lo sublime había
alzado el vuelo al empíreo de lo grotesco.
En similares
circunstancias, es de suponer, un maestro del Zen también habría rehuido la
palabra patata, no porque fuera demasiado baja, sino por resultar
demasiado convencional y respetable. No habría optado por "Tubérculo
Suculento", sino por el sencillo término "papa": ésa habría sido la
alternativa idónea.
Sokei-an, el
maestro del Zen que impartió sus enseñanzas en Nueva York desde 1928 hasta
su muerte en 1945, se adaptó a las tradiciones literarias de su escuela.
Cuando comenzó a publicar una revista de religión, la cabecera que escogió
para ello fue Cat’s Yawn (El bostezo del gato). Este nombre
estudiadamente absurdo y alejado de toda pompa es un recordatorio, para
quien pueda estar interesado, de que las palabras son radicalmente distintas
de las cosas que representan, de que el hambre sólo puede ser paliada por
medio de auténticas patatas, y no por una formulación tan altiva como
"Tubérculo Suculento"; de que la Mente, sea cual fuere el nombre que
adoptemos para designarla, siempre es la que es, y no puede ser conocida
salvo mediante una especie de acción directa, para la cual las palabras son
mera preparación e incitación.
En sí mismo,
el mundo es un
continuum, pero cuando pensamos en el mundo por medio de las
palabras, nos vemos obligados, por la naturaleza misma del léxico y de la
sintaxis, a concebirlo como algo compuesto por elementos diferenciados y
clases distintas. Cuando trabaja sobre los datos inmediatos de la realidad,
nuestra conciencia fabrica y teje el universo en el que realmente vivimos.
En las escrituras del Hinayana, el anhelo y la aversión son nombrados como
factores que dan pie a la pluralización de la Mismidad, a la ilusión de
discrecionalidad, de la egolatría y la autonomía del individuo. A estos
vicios mundanos que distorsionan la voluntad, los filósofos del Mahayana
añaden el vicio intelectual del pensamiento verbalizado. El universo que
habitan los seres ordinarios, no regenerados, es algo si acaso hecho en
casa, a medida, mero producto de nuestros deseos, de nuestro aborrecimiento
y de nuestro lenguaje. Por medio de la ascesis el hombre puede aprender a
ver el mundo no refractado en el anhelo y la aversión, sino tal cual en sí
mismo. ("Dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios".) Por
medio de la meditación, el hombre puede salvar el escollo del lenguaje,
superarlo tan por completo que su conciencia individual, desverbalizada, se
convierte una con la Conciencia unitaria de la Mismidad.
En la
meditación acorde con los métodos Zen, la desverbalización de la conciencia
se alcanza por medio de la curiosa artimaña del koan. El koan
es una proposición o una interrogación paradójica e incluso carente de
sentido, sobre la cual se concentra la mente hasta que, radicalmente
frustrada por la imposibilidad de extraer algún sentido de un paralogismo
semejante, accede de golpe a la súbita comprensión de que más allá del
pensamiento verbalizado existe otra clase de conciencia de otra clase de
realidad. Buen ejemplo de este método Zen lo proporciona Sokei-an en su
breve ensayo Tathagata. "Un maestro del Zen, chino, había invitado a
algunas personas a tomar té una noche de invierno en que hacía un frío
helador...". Kaizenji dice a sus discípulos: "Existe una cosa que es negra
como la laca. Soporta el peso del cielo y de la tierra. Siempre se presenta
en actividad, pero nadie puede apresarla cuando está en actividad.
Discípulos míos, os pregunto cómo se puede apresar."
Estaba apuntando a la naturaleza del Tata, metafóricamente, claro
está, tal como los sacerdotes cristianos explican los atributos de Dios.
Los discípulos
de Kaizenji no supieron cómo responderle. Por último, uno de ellos, llamado
Tai Shuso, contestó así: "No conseguimos apresarla porque intentamos
apresarla en movimiento".
Y así indicaba
que, cuando hubo meditado en silencio, el Tathagata se le apareció en
su interior.
Kaizenji dio
por concluido el té antes de que hubiese comenzado en realidad. Estaba
disgustado con la respuesta. "Si hubieras sido uno de los discípulos, ¿qué
habrías contestado, con objeto de que el maestro no diese por concluido el
té?"
Tengo la
intuición de que la reunión podría haberse prolongado al menos por espacio
de unos minutos si Tai Shuso hubiese contestado algo parecido a esto: "Si no
puedo apresar el Tatha en actividad, obviamente debo dejar de ser, de
manera que el Tatha pueda pueda apresar lo que queda de mí para
fundirse con ello, no sólo en la inmovilidad y el silencio y la meditación
(como sucede a los Arhats), sino también en la actividad (como sucede
a los Bodhisattvas, para quienes Samsara y Nirvana son idénticos)".
No son, claro está, más que palabras, si bien el estado que describen, o que
más bien vagamente insinúan, si se llega a experimentar, constituye la
iluminación. Y la meditación sobre la pregunta para la que lógicamente no
hay respuesta, la que contiene el koan, puede llevar sin previo aviso
a la mente más allá de las palabras, a la condición de inexistencia del yo,
en la que Tatha, o Mismidad, se realiza en un acto de conocimiento
unitivo.
El viento del
espíritu sopla por donde se le antoja, y lo que acontece cuando la libre
voluntad colabora con la gracia para alcanzar el conocimiento de la Mismidad
no puede ser teóricamente conocido de antemano, no puede ser prejuzgado
según los términos de ningún sistema teológico o filosófico, ni se puede
esperar que se conforme con arreglo a ninguna fórmula verbal. En la
literatura Zen, esta verdad se expresa mediante anécdotas calculadamente
paradójicas acerca de personas iluminadas que hacen una hoguera con las
escrituras y que llegan hasta el extremo de negar que las enseñanzas del
Buda sean dignas del nombre de budismo, ya que el budismo es, por
definición, lo que no se puede enseñar, la experiencia inmediata de la
Mismidad. Una historia que ilustra otro de los peligros de la verbalización,
como es su tendencia a forzar a la mente a transitar por los surcos de la
costumbre, es el citado en Cat’s Yawn junto con el comentario de
Sokei-an.
Un día, cuando
los monjes estaban reunidos en la sala del Maestro, En Zenji hizo a Kaku
esta pregunta: "Shaka y Miroko (es decir, Gautama Buda y Maitreya) son los
esclavos de otro. ¿Quién es ese otro?".
Kaku repuso:
"Ko Sho san, Koku Ri shi". (Que significa "los terceros hijos de las
familias Ko Y Sho, y los cuartos hijos de las familias Koku y Ri",
evidentemente sinsentido con el que se da a entender que la capacidad de
identificarse con la Mismidad existe en todo ser humano, y que Gautama y
Maitreya son los que son en virtud de ser perfectamente "los esclavos" de
esa Naturaleza Buda inmanente y trascendente.)
El maestro dio
por buena la respuesta.
En esa época
era Engo el principal de los monjes del templo. El Maestro le relató este
incidente, y Engo dijo: "Muy bien, ¡muy bien! Pero tal vez aún no haya
comprendido el fonde de la cuestión. No deberías haberle dado tu
beneplácito. Examínale de nuevo, esta vez mediante una pregunta directa".
Cuando Kaku
entró en la sala de En Zenji al día siguiente, Zenji le hizo la misma
pregunta. Kaku contestó: "Ya di ayer la respuesta".
El Maestro
dijo: "¿Cuál fue tu respuesta?".
"Ko Sho san,
Koku Ri shi",
dijo Kaku.
"¡No, no!",
exclamó el Maestro.
"Ayer dijiste
Sí, ¿Por qué hoy dices No?"
"Ayer era Sí,
pero hoy es No, repuso el Maestro"
Al oír estas
palabras, Kaku fue súbitamente iluminado.
La moraleja de
la historia es que, en palabras de Sokei-an, "su respuesta había obedecido a
un patrón, a un molde; estaba atrapado por su propio concepto". Y, al haber
sido atrapado, ya no era libre para fundirse en uno con el viento de la
Mismidad que fluye libremente. Toda fórmula verbal -incluida la fórmula que
exprese correctamente los hechos- puede convertirse, para una mente que se
la tome demasiado en serio y la idolatre como si fuese la realidad misma,
simbolizada en las palabras, en un obstáculo que se interpone en la
experiencia inmediata. Para un budista Zen, la idea de que el hombre pueda
salvarse al dar su asentimiento a las propuestas contenidas en un credo
sería el mayor desatino, el capricho más irrealista y más peligroso.
Poco menos
fantástico y disparatado sería a sus ojos la idea de que los sentimientos
elevados pueden conducir a la iluminación, de que las experiencias
emocionales, por fuertes y vívidas que sean, son las mismas, o remotamente
análogas, a la experiencia de la Mismidad. El Zen, dice Sokei-an, "es una
religión de la tranquilidad. No es una religión que despierte emociones, que
haga brotar las lágrimas o que nos conmueva a gritar en voz alta el nombre
de Dios. Cuando el alma y la mente coinciden en una línea perpendicular, por
así decirlo, en ese momento se produce la completa unidad del universo y el
yo". Las emociones fuertes, por encumbradas que sean, tienden a enfatizar y
a reforzar la fatal ilusión del ego, cuya trascendencia es por el contrario
todo el objetivo y el único propósito de la religión. "El Buda nos enseñó
que no hay ego ni en el hombre ni en el dharma. El término dharma
en este caso denota la naturaleza y todas sus manifestaciones. No hay un ego
en nada. Así, lo que se conoce como "los dos tipos de no-ego" hace
referencia a que no hay ego en el hombre y no hay ego en las cosas". De la
metafísica, Sokei-an pasa a la ética. "De acuerdo con esta fe en el no-ego",
pregunta, "¿cómo podemos actuar en la vida cotidiana? Éste es uno de los
grandes interrogantes. La flor no tiene ego. En primavera florece y muere en
otoño. Sopla el viento y aparecen las olas. El lecho del río cae bruscamente
y se forma una cascada. Nosotros mismos hemos de sentir estas cosas en
nuestro interior... Debemos darnos cuenta por propia experiencia de cómo
funciona dentro de nosotros este no-ego. Funciona sin ningún impedimento,
sin ninguna artificialidad".
Este no-ego de
carácter cósmico es lo mismo que los chinos llaman Tao, o lo que los
cristianos llaman el Espíritu que reside en el interior, con el cual hemos
de colaborar, y mediante el cual debemos paso a paso dejarnos inspirar,
mostrándonos dóciles a la Mismidad en un acto de inquebrantable abandono
personal al Orden de las Cosas, a todo lo que acontece salvo al Pecado, que
es simplemente la manifestación del ego y que, por tanto, ha de ser
rechazado y denegado. El Tao, o no-ego, o la divina inmanencia se manifiesta
a sí misma a todos los niveles, desde el material al espiritual. Privados de
esa inteligencia fisiológica que rige las funciones vegetativas del cuerpo,
a través de cuya intervención la conciencia se traduce en acto, y carentes
de la ayuda de lo que podría denominarse gracia animal, no podríamos vivir
de ninguna manera. Además, es simple cuestión de experiencia que cuanto más
interfiera la conciencia superficial del ego con el funcionamiento de la
gracia animal, más enfermos estaremos y peor realizaremos todos los actos
que requieren un grado más elevado de coordinación psicofísica. Las
emociones, en conexión con el anhelo y la aversión, trastocan el
funcionamiento normal de los órganos y conducen, a la larga, a la
enfermedad. Las emociones similares y la tensión que brota del deseo del
éxito nos impide alcanzar el grado más alto de competencia no sólo en las
actividades complejas, como la danza, la ejecución de una melodía musical,
los juegos o cualquier otra clase de actividad para la que se requiera una
destreza considerable, sino también en otras actividades psicofísicas
naturales, como ver y oír. Empíricamente, se ha descubierto que el
funcionamiento defectuoso de los órganos corporales se puede corregir, y que
la competencia en los actos que requieren considerable destreza aumentan
mediante la inhibición de la tensión y las emociones negativas. Si la mente
consciente aprendiera a inhibir su propia actividad autocontemplativa, si
pudiera ser persuadida para renunciar a su esfuerzo en pos del éxito, el
no-ego cósmico, el Tao que es inmanente a todos nosotros, puede con toda
confianza encargarse de realizar lo que es preciso realizar de modo rayano
en la infalibilidad. En el plano de la política y la economía, las
organizaciones más satisfactorias son aquellas que se han logrado mediante
una "planificación para lo planificado". De forma análoga, en un plano
psicofísico, la salud y el máximo de competencia se adquiere mediante el uso
de la mente consciente para planificar la colaboración y su subordinación al
Orden de las Cosas inmanente que se halla más allá del espectro de nuestra
planificación personal, así como con aquellos funcionamientos en los que
nuestro pequeño, ajetreado ego, sólo puede interferir.
La gracia
animal precede a la conciencia de uno mismo, y es algo que el hombre
comparte con el resto de los seres vivos. La gracia espiritual se halla más
allá de la propia conciencia, y sólo los seres racionales son capaces de
cooperar con ella. La conciencia propia es el medio indispensable para
acceder a la iluminación; al mismo tiempo, es el mayor de los obstáculos que
se interponen en el camino, no sólo de la gracia espiritual que genera la
iluminación, sino también de la gracia animal, sin la cual nuestro cuerpo no
podría funcionar con eficacia, ni tampoco retener la vida que le es dada. El
Orden de las Cosas es tal que nadie consigue nada gratuitamente: todo
progreso tiene un precio que es preciso pagar. Precisamente porque ha
avanzado más allá del plano animal, hasta el punto en el que, por medio de
la conciencia propia, puede alcanzar la iluminación, el hombre también es
capaz, mediante esa misma conciencia de sí mismo, de acceder a la
degeneración física y a la perdición espiritual.
|
|