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EL AUTOCONTROL
Se
entiende por autocontrol la capacidad o conjunto de recursos, estrategias y
habilidades que podemos adquirir y desarrollar las personas para mantener bajo
control nuestras emociones y comportamientos.
El
concepto de autocontrol implica que las personas podamos gestionarnos a nosotras
mismas, y adquiere por tanto su sentido en contraposición a la idea de control
externo, es decir, que sean otras personas o el medio en que nos encontramos los
que ejerzan control sobre nuestras conductas y emociones.
COMPORTAMIENTOS INNATOS Y COMPORTAMIENTOS APRENDIDOS
Los seres
humanos, al llegar al mundo, lo hacemos dotados de una importante carga
genética. En ella traemos cifrada, entre otra, la información relativa a una
serie de comportamientos reflejos y de emociones básicas, imprescindibles para
adaptarnos al medio en el que acabamos de nacer.
Estos
comportamientos, reflejos innatos, que efectuamos de forma automática ante
determinados estímulos, son los que nos permiten, por ejemplo, succionar del
pezón de nuestra madre (reflejo de succión) y poder alimentarnos cuando sentimos
hambre, u orinar (reflejo de micción) cuando tenemos un cierto nivel de llenado
de la vejiga. Sin ellos nos sería imposible sobrevivir.
Por otro
lado, y también desde muy pronto, las personas comenzamos a realizar otros
muchos comportamientos. Éstos, a diferencia de los innatos, hemos de
aprenderlos. Se trata de los comportamientos reflejos no innatos o aprendidos, y
de los comportamientos operantes.
Los
primeros, los comportamientos reflejos aprendidos, son conductas que realizamos
de modo involuntario y casi automático ante determinados estímulos, como por
ejemplo dirigir nuestra mirada hacia el lugar del que procede un ruido
estridente repentino y adoptar una actitud de alerta, o el de emocionarnos al
contemplar una espectacular puesta de sol.
Los
comportamientos operantes, por su parte, son conductas igualmente aprendidas que
emitimos en función de sus consecuencias. Por ejemplo, volver voluntariamente a
comer paella, dado que las consecuencias que obtuvimos del comportamiento de
tomar ese alimento, cuando lo probamos por primera vez, fueron doblemente
gratificantes: nos gustó el sabor, al tiempo que eliminó nuestra sensación de
hambre. Con alta probabilidad hubiéramos rechazado la paella en la segunda
ocasión si en nuestra experiencia previa no nos hubiera gustado y, además, nos
hubiera provocado malestar intestinal.
La
mayoría de nosotros aprendemos y vamos asumiendo desde muy pequeños (a menudo a
regañadientes} que son los adultos, especialmente nuestros padres y educadores,
pero por extensión cualquier otro (el medico que determina qué medicina nos
tenemos que tomar, aunque nos sepa a rayos; el guardia urbano que nos indica por
dónde tenemos que cruzar la calle, aunque eso implique que tengamos que dar un
rodeo, etcétera), quienes valoran nuestras conductas y deciden las consecuencias
—premios o castigos— a que nos hacen acreedores, es decir, quienes nos controlan
desde el exterior (control externo), Y es lógico y saludable que ello sea así,
dado que realmente a esa temprana edad no tenemos una noción clara de los
peligros ni de lo que nos conviene en cada momento.
A medida
que van creciendo, niños y adolescentes han de ir madurando paulatinamente. Este
proceso de maduración está ligado a la asunción progresiva de autocontrol,
entendido éste como la capacidad para ir gestionando los propios
comportamientos, así como para auto-dispensarse las consecuencias —premios o
castigos— por la ejecución o no de los mismos.
Podríamos
afirmar, por tanto, en este sentido, que un niño es un ser humano cuyos
comportamientos dependen esencialmente de las consecuencias que le son
proporcionadas desde el exterior, en tanto que un adulto maduro es un ser humano
que se autogestiona, esto es, que decide qué comportamientos son los que desea o
le conviene llevar a cabo, y que determina las consecuencias a autodispensarse
por la consecución o no de los mismos: es él quien se premia o castiga a sí
mismo, en función de los comportamientos que previamente ha decidido llevar a
efecto, adquiriendo de este modo autocontrol sobre tales comportamientos.
En esta
misma línea podemos entender que una persona es tanto más adulta y madura cuanto
más independiente es del juicio o control externo, es decir, cuanta mayor
capacidad de autocontrol posee.
A mayor
autocontrol, mayor madurez personal.
Cuando
hablamos de autocontrol es importante caer en la cuenta de que no se trata de
una capacidad global. Hay personas que pueden generar y mantener autocontrol
sobre determinados comportamientos, como por ejemplo el de levantarse cada día a
una hora temprana para ir a trabajar, o el de fijarse unas horas de estudio y
respetarlas, y sin embargo mostrarse incapaces para evitar comer determinados
alimentos que les conviene eliminar de sus dietas, o dejar de fumar a pesar de
padecer graves problemas respiratorios.
¿De qué
depende, entonces, que unas personas tengan mayor capacidad de autocontrol que
otras y puedan, por consiguiente, regir mejor sus vidas y acabar haciendo lo que
han decidido hacer porque lo desean o les conviene? Pues, esencialmente, del
aprendizaje de una serie de habilidades y recursos concretos, que implican
actuar:
• Sobre el medio en el que viven, control de estímulos: procurando evitar tales
estímulos, o haciendo que pierdan fuerza, para provocar los comportamientos
reflejos aprendidos.
• Sobre
las consecuencias: manejando los premios y castigos por llevar a cabo o no los
comportamientos que desean o les conviene realizar.
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