Una
emoción es una alteración del ánimo que va acompañada de una reacción o
manifestación corporal.
En
general el ánimo oscila entre dos extremos opuestos: por un lado está ligado a
la sensación de agrado, que provoca un estado de excitación eufórica y
placentera; y por otro va unido a la sensación de desagrado que induce a la
depresión y el sufrimiento.
Tales
sentimientos provocan una reacción del organismo en su esfera puramente corporal
(somática). Así, por ejemplo, con el agrado se hace más lento el pulso y la
respiración más profunda, mientras que el desagrado lleva consigo una
aceleración de los latidos cardíacos y una respiración rápida y superficial. Del
mismo modo, todo el resto del organismo se adapta al estado emocional. En
realidad no son más que vestigios de las reacciones primitivas de huida o
acercamiento ante un estímulo, conductas fácilmente observables en el reino
animal, pero que en el ser humano están moduladas por un desarrollo social e
intelectual.
Es normal
encontrar a nuestro alrededor comportamientos tan habituales como retraer los
labios y mostrar los dientes cuando se está furioso. Aunque lo parezca, no
quiere decir que tengamos intención de morder a nadie; tan sólo es una secuela
de un gesto que primitivamente tenía un sentido de lucha, tal y como se observa
aún en los anímales. Cuando sentimos miedo, notamos cómo se eriza el vello de
nuestro cuerpo, en una reacción relacionable con el mecanismo de defensa de
algunos animales, como, por ejemplo, el gato, y que en ellos tiene la intención
de aumentar el tamaño corporal con fines intimidatorios.
Son todas
ellas respuestas emotivas que tienen lugar de forma refleja y sin que tengamos,
en principio, control consciente y racional sobre ellas, porque no son
aprendidas, forman parte del comportamiento instintivo heredado y se repiten en
todos los seres humanos.
Prueba de
ello son algunas experiencias realizadas con niños sordos y ciegos de
nacimiento. A pesar de no tener capacidad para imitar gestos o sonidos por
carecer de visión y oído, cuando demostraban una emoción, repetían los mismos
ademanes que otros niños sanos. Y los estudios antropológicos revelan cómo los
gestos emocionales (de risa, llanto, ira, etc.) se reproducen por igual de uno a
otro continente y entre las más diversas culturas, desde las más primitivas a
las más desarrolladas.
El ser
humano no ha aprendido a emocionarse, lo que sí ha adquirido es un mayor
enriquecimiento en la expresión de sus emociones, hecho que va en proporción a
su capacidad de comunicación como animal social.
Sin
embargo, con la evolución cultural y el aprendizaje de normas de convivencia a
través de la educación, el ser humano también ha adquirido la capacidad de
controlar sus emociones; o, al menos, la exteriorización de las mismas. Las
normas de educación nos dicen que gritar cuando estamos furiosos, reírse a
carcajadas, hacer aspavientos cuando lloramos, etc., no «está bien visto» y
debemos reprimirlo. Hasta tal punto hemos asumido estas normas que, cuando las
observamos, nos llaman la atención e incluso nos parecen ridículas,
caricaturescas y exageradas. En cambio, son manifestaciones usuales entre las
personas de bajo nivel cultural y sociedades primitivas.
Otras
veces, la manifestación espontánea de las emociones, se integra psicológicamente
como una muestra de debilidad y, por tanto, tiende a reprimirse, sobre todo
aquellas emociones fruto del sufrimiento, como el llanto. Todos hemos oído la
frase: «los hombres no lloran» o «llorar como una mujer», con la intención
puramente machista de restar virilidad al hombre emotivo que se comporta como
una «débil mujer», cuando, muchas veces, demostrar una emoción es una cualidad
humana positiva, que nada tiene que ver con la debilidad. El error tiene lugar
cuando se confunde sensibilidad con «sensiblería».
¿Se
deben, entonces, controlar las emociones? ¿Es positivo el autodominio? No
necesariamente. Muchas veces produce mayor angustia reprimir una emoción que
dejarla manifestarse hasta su extinción. No hay más que analizar el dolor,
incluso físico, que se siente al intentar contener el llanto cuando
irremisiblemente sobreviene.
Tal vez
sea necesario perder el miedo a demostrar las emociones. Cuando se tiene un
cierto equilibrio psicológico y una mínima formación cívica, no habrá peligro de
ridículo en la expresión emotiva. Las personas que saben emocionarse, sin por
ello perder el control sobre sí mismas, poseen sensibilidad. Y esa es una de las
cualidades humanas más apreciables.
En el ser
humano tiene lugar un fenómeno peculiar: por su capacidad de raciocinio, el
hombre, con sus experiencias emocionales llega a asociar íntimamente las
manifestaciones físicas (fisiológicas) de la emoción con las situaciones
emotivas desencadenantes. Esta relación queda integrada en su mente y puede
darse el caso de que causa y efecto cambien de lugar entre sí. Es decir, lo que
en un principio es una reacción fisiológica (efecto) ante un estímulo emotivo
(causa), puede llegar a ser causa en sí de la emoción. Esto lo afirman escuelas
materialistas y pragmáticas de la psicología, como la del doctor Wüliam lames
cuando dijo: «No lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes
porque lloramos.»
De hecho,
esto ocurre a menudo con las emociones; por ejemplo, el fenómeno de la «risa
contagiosa»: una persona riendo a carcajadas a nuestro lado puede llegar a
contagiarnos su hilaridad hasta el punto de que inevitablemente rompamos a reír.
Y con la risa desencadenada comenzamos a sentir la emoción de la alegría.
Vemos,
pues, que razón y emoción están estrechamente conectadas. Puede, por ello,
ejercerse un autodominio sobre la expresión emotiva, pero que no debe ir más
allá de la simple modulación que evite lo que no debe ser, la exageración y el
ridículo. Un autocontrol estricto y total entra en el terreno de la represión,
lo cual puede traer consecuencias negativas.