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Capone, el más famoso
de todos los tiempos
Aunque el primer gran padrino de la Mafia en Estados Unidos fue Giuseppe
Battista Bálsamo, jefe de la organización “La Mano Negra”, el primero en
convertirse en leyenda del crimen fue sin duda Alphonse Capone.
De origen napolitano, conocido también como “Caracortada” –Scarface– ,por
una cicatriz que surcaba su rostro a raíz de un brutal navajazo, jamás fue
aceptado como miembro de la Cosa Nostra, algo que le pesó toda su vida.
Al mando del gángster Johnny Torrio en sus comienzos, dirigiendo prostíbulos
de mala muerte, en apenas cinco años se convirtió en el emperador del
crimen.
Durante los años de la Ley Volstead, popularmente conocida como “Ley Seca”
–o simplemente “la prohibición”– por los mafiosos, que no permitía la
fabricación ni distribución de bebidas alcohólicas, Al Capone y sus
“soldados” consiguieron dar forma a un imperio de estafas, asesinatos y
millones de dólares a base de disparos salidos de las metralletas Thompson
–que tuvieron una importancia crucial en la fatídica matanza del Día de San
Valentín, ordenada, como no, por Capone-.
Alphonse era un asesino implacable que tras su habitual sonrisa fotográfica
escondía un odio labrado a lo largo de su miserable infancia en los barrios
bajos de Illinois. A nada temía ni respetó las leyes de honor de la Mafia.
Cuando
asistía a fiestas o actos conmemorativos lo hacía en su coche blindado –que
sirvió en una ocasión de coche oficial de la reina de Inglaterra– seguido de
un vehículo plagado de tiradores de élite que vigilaban cualquier rincón y
edificio cercano.
Al estilo de un auténtico “rey de reyes”, ocupó una planta entera del lujoso
hotel Lexington, que utilizó como vivienda y centro de operaciones –su
esposa, Mae, ocupaba otra planta–.
Cuentan que el hotel estaba lleno de pasadizos subterráneos que permitían a
Capone escapar de cualquier emboscada en cuestión de minutos.
En los años ochenta del siglo pasado, unos obreros que demolían un antiguo
edificio, en Michigan Avenue, se quedaron atónitos cuando descubrieron una
misteriosa caja fuerte de cemento de 38 metros de longitud y casi 2 de
altura, que estaba enterrada bajo la acera frente al viejo hotel Lexington.
Según cuentan algunas crónicas, aquellos subterráneos fueron excavados por
un ejército de inmigrantes italianos contratados para que unieran el cuartel
general del capo con los túneles del ferrocarril.
A través de ellos Capone tenía acceso a edificios clave de la ciudad de
Chicago, como el palacio municipal. Lleno de salidas secretas. Al se jactó
en una ocasión de que podía desalojarlo por completo en un cuarto de hora
sin que nadie tuviera que pisar la calle.
Nunca se supo qué contenía aquella gran caja de caudales, o al menos nunca
lo supimos las gentes de a pie. Si fue o no sometida a rayos X es algo que
sólo el gobierno de los EEUU sabe.
Corren rumores sobre la existencia de grandes riquezas escondidas en su
interior y en los rincones más insólitos del viejo edificio. Según unos
empleados de saneamiento, se encontraron monedas de oro y un broche de
zafiro y diamantes en las tuberías de desagüe.
¿Quién se quedó con las riquezas ocultas en el bloque de cemento, si es que
alguna vez existieron? Lo que se sabe con certeza es que Capone debía al
Estado norteamericano más de doscientos un mil dólares, sin tener en cuenta
los intereses acumulados a lo largo de más de setenta años. Quizás el fisco
saldó su deuda con el contenido de la caja…
Capone no pudo ser juzgado por asesinato, aunque cometió y mandó cometer
cientos de ellos. Finalmente fue sentenciado a pasar once años de cárcel por
evasión de impuestos, algo que consiguieron Elliot Ness y su grupo de
“Intocables”, agentes del Tesoro que se hicieron famosos por no dejarse
sobornar –algo a lo que sí sucumbieron políticos y agentes del Chicago de
entonces–.
Ness fue un personaje que, sin embargo, acabaría sus días muy alejado del
papel de héroe en que lo convirtieron, tras provocar un accidente de
carretera. El antaño glorioso agente del Departamento del Tesoro, al
parecer, iba borracho.
Capone no salió mejor parado; sus últimos días, tras haber sido encerrado
algunos años en Alcatraz, los pasó enfermo, con el cerebro prácticamente
corroído por la sífilis. Sus años de gloria habían llegado a su fin. |
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