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Experiencias de la
vida presente que favorecen la re-creación de la estructura maso I
Las
condiciones de la vida intrauterina no reactivan, en general, ese tipo de
memorias. En cambio, hay muchísimas ocasiones de actualizarlas a partir del
momento del nacimiento y durante la primera infancia, pues el ser se encuentra
entonces en un estado de vulnerabilidad real y puede ser fácilmente maltratado.
El
nacimiento
Las
condiciones del nacimiento en los hospitales, tal como se practica desde hace
unos cincuenta años y de las que ya he hablado en las dos primeras estructuras,
tienden a reactivar también las memorias relativas a la estructura maso. En
efecto, desde las primeras contracciones, y mucho más a lo largo del parto, el
niño se encuentra físicamente en una situación de impotencia total.
Cuando
sale del vientre de la madre, está a merced de unos adultos que tienen sobre él
todo el poder. Ahora ya se sabe que el niño que está naciendo es hiperconsciente
e hipersensible en su pequeño cuerpecito. Si, por ejemplo, hay que utilizar
fórceps, el niño sufre una agresión física muy dolorosa, contra la que no puede
hacer nada. Él no sabe que tal vez es por su bien. Lo que registra es que le
hace daño y que no puede defenderse, eso es todo. Y en ese momento pueden
reactivarse antiguas experiencias. Si, por ejemplo, la persona tiene una memoria
activa por haber sido lapidada, o porque una gran piedra le aplastó la cabeza,
la similitud de sensación reactivará automáticamente el miedo, la impotencia, la
rebelión y el pánico vividos en aquel momento. Incluso si el parto tiene lugar
sin intervención externa, el proceso en sí no es cómodo para el niño, y de
manera espontánea puede reactivar determinadas memorias.
El corte
prematuro del cordón umbilical, antes de que deje de latir, es otro factor de
activación de esta estructura. En efecto, la separación brutal de la fuente que
lo mantiene con vida da al niño la sensación de que, en una situación de total
vulnerabilidad, alguien intenta quitársela. En ese momento, vive una dura
experiencia de agresión que reactivará antiguas memorias en las que una
autoridad exterior ha dispuesto de su vida. En ese momento se crea, además, una
nueva memoria activa de agresión y de impotencia, porque el cuerpo físico teme
por su vida, está aterrado. En ese estado de pánico, el instinto de
supervivencia entra en acción enseguida, y el cuerpo compensa la agresión
respirando inmediatamente, sin haberles dado tiempo a los pulmones a habituarse
poco a poco a respirar. Eso tiene consecuencias nefastas desde todos los puntos
de vista: físico, emocional y mental.
El hecho
de tener que respirar prematuramente, sin que los pulmones hayan tenido tiempo
de habituarse al oxígeno del aire, entraña una sensación de quemazón muy
dolorosa. El inconsciente registra el dolor y saca de inmediato una conclusión:
«respirar hace daño; de modo que no respiraré más». El instinto de supervivencia
empuja, pese a todo, a respirar. Pero respirará lo menos posible pues, en cada
respiración, la primera experiencia de dolor frenará siempre el impulso natural
a respirar profundamente. Esto tiene consecuencias muy perjudiciales; en primer
lugar, físicas, desde el punto de vista de la energetización y de la
eliminación.
Energetización: el cuerpo físico mantiene su vitalidad gracias a su doble
etérico. Cuando respiramos inspiramos algo más que los componentes físicos del
aire, inspiramos partículas etéricas (llamadas prana en las tradiciones
orientales, iones negativos en la NASA) que alimentan el cuerpo etérico. Sin
este alimento permanente, el cuerpo se debilita y muere.
Eliminación: la respiración contribuye en un 70% a nuestras funciones de
eliminación (3% se hace por las heces, 7% por la orina, 20% por la transpiración
y 70% por la respiración...). Respirar menos significa energetizarse menos y
eliminar menos. Nuestro cuerpo físico comienza mal su viaje. En segundo lugar,
la limitación de la respiración entraña bloqueos emocionales que propician el
estrés (cuando queremos relajarnos, respiramos profundamente), y bloqueos
mentales (el control de la respiración está ligado al control mental). Por lo
tanto, un mal comienzo en la vida tendrá unas consecuencias nefastas desde la
base, que se añaden a las decisiones psicológicas negativas de impotencia y de
miedo tomadas en ese momento. Van Lysebeth, en su libro Pranayama hace un
estudio interesante sobre la respiración completa y sus beneficios.
Todo esto
sucede de la misma manera que para las estructuras precedentes, al estrés
experimentado en el momento en que se corta el cordón umbilical se añade el
frío, la intensa luz, el ruido, la práctica de coger al niño por los pies,
golpearlo en las nalgas, lavarlo, ponerle productos en los ojos, manipularlo con
los pañales y ponerlo en la cuna, gestos vividos por el niño como otras tantas
agresiones contra su persona. A lo que se ha dicho respecto a la reactivación de
las estructuras esquizo y oral, se añade la sensación de impotencia y de abuso
de poder que originará la estructura maso. Podemos fácilmente imaginar las
situaciones de vidas pasadas que reactivan esas sensaciones. A veces esas
prácticas son esenciales para salvar la vida del niño, y no queda más remedio
que imponérselas. Pero deberíamos evitarlas en lo posible. En la actualidad son
cada vez más los médicos, comadronas y padres que traen niños al mundo de manera
más consciente, inspirándose de un modo u otro en los principios del método
Leboyer, que da al niño más seguridad y le ofrece una bienvenida al mundo muy
distinta, hecha de dulzura, de amor y de respeto.
Aprended a
respetar el momento del nacimiento.
Momento frágil, movimiento sutil, tan imperceptible como el de despertar
cada la mañana.
Se está entre dos mundos, en el umbral...
Esperad, esperad, dejad al nacimiento su lentitud, su gravedad.
El niño se despierta por primera vez.
No lo turbéis mientras abandona su mundo de ensueño.
Mirad, acaba de tropezar con el borde de la cama ¡cuando todavía tiene un
pie en el jardín de los sueños!
¡Ya está dando el salto al tiempo! ¡Ya abandona la eternidad!
¡El niño ha empezado a respirar!
Frédéric Leboyer
Los niños
que nacen según este otro tipo de parto viven la experiencia de ser acogidos a
un mundo bueno, afectuoso, dulce y respetuoso, cuya consecuencia inmediata es
que son más sanos física y mentalmente que los niños nacidos mediante métodos
convencionales. Se ha observado que, al llegar a la adolescencia y a la edad
adulta, tienen más confianza en sí mismos y en la vida, no temen manifestar lo
que piensan, son más abiertos, generosos y creativos. Al haberles reducido al
mínimo el trauma del nacimiento, tienen más facilidad para integrarse
armoniosamente en el mundo, con buena salud física y moral que proviene de un
estado interior mucho más tranquilo y dichoso.
Pero no
olvidemos que el niño, como alma que es, elige a sus padres y, por lo tanto,
elige su forma de nacer. Si ha de solucionar determinados traumas, se las
arreglará para que las condiciones de su nacimiento sean las adecuadas. Pero eso
no significa que haya que seguir trayendo los niños al mundo con métodos
traumatizantes. Lo que se ha hecho hasta ahora, sin duda tenía que hacerse así
con fines de aprendizaje y de evolución. No hay que culpar a nadie, ni a los
padres, ni a los médicos, ni a quienquiera que sea. Cada uno ha hecho las cosas
lo mejor que ha podido según su consciencia, y cada uno es responsable de las
experiencias que ha creado para sí mismo. Pero, ahora que somos conscientes de
la dinámica psíquica del niño, tenemos la opción de ofrecer a nuestros hijos
unas condiciones de entrada en la vida menos traumatizantes, e incluso podríamos
hacer que fueran incluso sanadoras.
Una buena
manera de cambiar la consciencia colectiva de la humanidad sería comenzar por el
principio, es decir, por el nacimiento. En lugar de traer los niños al mundo de
una forma que reactiva la violencia y el miedo, se podrían adoptar nuevos
métodos de nacimiento que inscribieran en su inconsciente, nada más llegar aquí,
el respeto y el amor. Eso crearía unos seres humanos diferentes...
Si el
nuevo tipo de nacimiento conduce a una mayor sinceridad, a más respeto por la
vida humana, a mayor ternura, entonces se tratará más de una práctica espiritual
que de un método de dar a luz. A fin de cuentas, todo ese Gran juego no es más
que un incentivo para que revisemos y corrijamos nuestra percepción de la vida
terrestre en su conjunto.
Primera infancia
De un
modo general, es evidente que la situación del niño a esa edad es de auténtica
impotencia física frente a los adultos que lo rodean.
Reich
presentaba la construcción de esta estructura entre los dos y los cuatro años.
Nosotros añadimos la experiencia del nacimiento, pero hemos podido observar que,
en efecto, la estructura se refuerza de modo específico en esa etapa de la vida.
Es un período en el que, por cierto, hay muchas probabilidades de que sean
reactivadas memorias relativas a la expresión de sí mismo y a la propia
impotencia.
En primer
lugar, a los padres o a un adulto les resulta muy fácil dominar al niño bajo
diversos pretextos. Se intentará, en particular, «educarlo», es decir, imponerle
una conducta específica con la que él no siempre está de acuerdo. Se lo obliga a
comer, a vestirse, a asearse, a comportarse de una determinada manera que no
siempre le resulta natural. Todo esto va apoyado a menudo con castigos, amenazas
o culpabilidad; puede ejercerse sobre él una dominación psicológica indirecta, o
un chantaje emocional. El chantaje, en esencia, es éste: «Compórtate de tal
forma, haz lo que te digo; de lo contrario, dejaré de quererte». O, lo que es
peor, se domina al niño con actos agresivos: abusos sexuales, malos tratos
físicos, violencia verbal, etc. Se lo puede dominar de muchas formas, desde las
más evidentes hasta las más sutiles. La dominación indirecta no causa menos daño
que las agresiones directas, según se puede observar.
Esta es
también la época de la vida en la que el niño empieza a ser consciente de sí
mismo y quiere ser independiente. Anda, habla, quiere actuar, toma iniciativas.
Y eso no siempre es bien recibido por el entorno. Frente a su incipiente deseo
de libertad de acción, resulta evidente el aplastamiento por parte de los
adultos. Las memorias son reactivadas tanto más intensamente cuanto que, en
general, existe un vínculo kármico entre padres e hijos.
El
pequeño Jean-François tiene cuatro años. Hace un mes vio a su madre preparar con
mucho cuidado y atención una maravillosa tarta para el cumpleaños de su
abuelita. Hubo una pequeña fiesta familiar. Todo el mundo estaba muy contento y
la tarta les gustó mucho a todos. Hoy, después de comer, ]ean-François está solo
en casa con la chica que lo cuida, que está viendo la televisión. Su madre ha
invitado a cenar a varias personas importantes, entre ellas a algunos compañeros
de trabajo, y ha preparado la casa para la recepción. De repente, a
Jean-François se le ocurre una idea: «¿Y si hiciera una tarta como la que vio
hacer a su madre el otro día?». Sería su aportación a la fiesta, y todo el mundo
se alegraría. Muy contento, se pone manos a la obra: saca los ingredientes de la
alacena, y empieza aprobar distintas mezclas. Su creación le entusiasma cada vez
más. La cocina, que estaba impecable, parece al poco rato un campo de batalla.
Poco después llega su madre, que había salido a hacer unas compras de última
hora. Como huele a quemado, va directamente a la cocina, y allí encuentra a
Jean-François muy contento, porque ya ha metido su obra en el horno y está
seguro de que será una bonita sorpresa. Pero las cosas no ocurren como él había
imaginado, sino todo lo contrario. En cuanto su madre ve el desorden de la
cocina y la catástrofe en el horno, se enfada muchísimo. Le da una reprimenda
terrible, lo trata de todo, y le impone un severo castigo. Las voces despiertan
a la chica que lo cuida, que se había dormido ante la televisión, y que,
sintiéndose culpable, arremete también contra él: Jean-François es un idiota y
un insoportable, nadie puede confiar en él, etc. Envían a Jean-François a su
cuarto, y le prohíben que salga de él en lo que queda del día. Allí, se siente
desgraciado, y sufre. Su corazón de niño ha sido humillado. Su amor, su deseo de
crear, de colaborar, han sido escarnecidos. Se siente mal, y está muy enfadado
contra lo que considera una injusticia. Pero al ser humano no le gusta sentirse
mal. De modo que de inmediato se establece en su inconsciente un mecanismo de
defensa, muy simple, que generaliza según el principio que ya hemos visto:
«Expresarse es peligroso, crear libremente entraña peligro. Hay gente más fuerte
que yo que puede disgustarse, y eso me hace daño». Basta que Jean François tenga
algunas memorias pasadas que entren en resonando, con esta experiencia para que
quede bloqueada en lo sucesivo su creatividad y se establece en él una reacción
automática de miedo a la autoridad y de sumisión al orden establecido, todo ello
sobre un fondo de tristeza y de cólera reprimida contra ese mundo que no le da
la posibilidad de jugar ni de crear libremente. Si las memorias que ya lleva en
sí son de otro género, entonces el sistema de defensa, aunque construido sobre
el mismo fondo de protesta, serán de una rebelión exteriorizada.
No es
preciso que los padres sean unos verdugos para que se reactiven de este modo las
memorias activas del niño. La menor acción que él interprete como limitadora de
su libertad, puede ser un agente de reactivación si hay una memoria cargada
detrás. Si, por ejemplo, el niño quiere atravesar corriendo una calle de mucho
tráfico porque un amigo lo llama desde la otra acera y su madre se lo impide, él
puede interpretar esto como un abuso de poder. Hay que recordar que no es la
realidad lo que percibe el inconsciente, sino una interpretación de la realidad
en función de la proyección que él hace de sus memorias activas.
Por eso,
es muy importante no caer en la trampa de culpabilizar a los padres. A menos que
se trate de una conducta directamente violenta o agresiva, los padres que actúan
con sus hijos de la mejor manera que pueden y saben que no son responsables de
sus traumas. Ni siquiera habría que culpabilizar a los padres violentos pues, en
cierta forma, también ellos actúan en función de sus propias heridas
inconscientes..., que tendrían primero que sanar... para dejar de actuar como lo
hacen. Echar las culpas no resuelve nada. Pero, ¡cuidado!, eso no significa que,
basándonos en ese principio, tengamos que educar a nuestros hijos de cualquier
manera, ni mucho menos.
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