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Las manifestaciones del alma

Es cierto que la consciencia superior puede manifestarse de múltiples maneras. Sin embargo, reina una gran confusión en este campo, y hay muchos mitos respecto a la “realización espiritual” y a la espiritualidad en general, respecto a la “iluminación” y a la “gran liberación”... El aspecto “espiritual” de la vida ha sido confundido a menudo con aspectos menores o secundarios, incluso con aspectos extraños al genuino camino espiritual, haciendo olvidar lo más importante, pero también lo más difícil: ser en toda ocasión consciente, amar y obrar adecuadamente. Así se realiza el dominio de los tres mundos a fin de que el alma pueda expresar en ellos su voluntad.


1. Las experiencias de trascendencia

A menudo hemos oído hablar del éxtasis místico, un estado que parece aportar una felicidad indecible. Pero ese aspecto no lo abordaremos aquí, pues el estado de éxtasis místico no puede ser analizado. Es una gracia, un don, que llega en el momento más inesperado y, sobre todo, cuando menos se busca. Porque si uno lo busca por placer o por el poder que cree puede aportarle como persona, nunca lo alcanzará; sí lo busca por esa razón significa que está todavía atrapado en el mecanismo del ego, se ha extraviado del verdadero camino. La búsqueda del placer, el orgullo y la satisfacción personal son otras tantas trampas tendidas de forma permanente tanto en el camino espiritual como en la vida ordinaria. De hecho, y desde una perspectiva superior que no todo el mundo está en condiciones de comprender, todo aquel que busca es un explotador.

En este sentido, la búsqueda del éxtasis divino puede ser utilizada fácilmente por el ego, que busca el bienestar personal. Nos encontramos una vez más ante una paradoja: el contacto con el alma aporta el éxtasis, pero si buscamos el éxtasis por sí mismo, entonces ya nos encontramos automáticamente fuera del camino espiritual; así no hacemos más que reforzar los muros que nos separan de esa gran felicidad.

Las experiencias místicas o trascendentes son valiosas en la medida en que lo llevan a uno a amar más, a servir más, y a participar en este mundo de forma más inteligente, bondadosa y eficaz. Pero no son indispensables. De hecho, son la expresión de un impulso repentino del alma que quiere penetrar en la personalidad. Y no significan, en general, que se haya alcanzado determinado resultado; más bien son la señal de un comienzo. Si la personalidad no está preparada, esas experiencias pueden ser utilizadas por el ego; o incluso pueden causar cierto desequilibrio. El desequilibrio no es negativo, porque sólo es momentáneo y, si uno sabe dirigirlo, puede conducirle a un mayor dominio de sí mismo. Algunas veces ése es un medio por el que se alcanza una mayor apertura de consciencia y, puesto que las energías espirituales que rodean el planeta están siendo cada vez más activas en estos tiempos de importantes cambios, es posible que haya cada vez mayor número de personas que tengan este tipo de experiencia. Esto refuerza todavía más la necesidad de desarrollar un control consciente de la personalidad para que, si eso ocurre, ésta pueda recibir el flujo repentino de energía de forma equilibrada y sin interferencias. Pero, repetimos, esas experiencias, a las que damos excesiva importancia porque al cuerpo emocional le gusta todo lo que es espectacular, no son necesarias. Sólo son experiencias puntuales, vivencias del camino espiritual; no son el Camino.


2. La salud fuera de este mundo

Liberarse de la materia no es
haber huido de ella, sino haberla
dominado.

Las experiencias de trascendencia, a menudo mal interpretadas, han tenido por efecto, entre otros, hacer creer que la realización espiritual tiene lugar fuera de este mundo. Ésta es otra confusión que vamos a tratar de aclarar. Porque muchas personas, conscientes de la necesidad de un cambio, se lanzan a la “búsqueda espiritual” y se alejan del mundo en lugar de integrarse en él con armonía y creatividad. Y conceden una importancia exagerada a las experiencias de trascendencia, a las visiones, a determinadas prácticas originales o espectaculares, sin darse cuenta de que todo eso, aunque puede tener su lugar en el camino espiritual, no es esencial, ni mucho menos.

Todo ello provoca una confusión respecto al objetivo a realizar. Lleva uno a cabo la práctica espiritual para convertirse en un ser “iluminado” y “realizado” lo más rápidamente posible, para huir de este mundo material abandonando a los habitantes del planeta a su triste suerte. Se confunde “liberarse de la atracción de la materia” con “desconectarse de la materia”. La confusión le va muy bien al ego, porque juega a su favor. No podemos disociar nuestro destino del de la madre Tierra ni del destino de la humanidad. Es indispensable que nos deshagamos de la atracción de la materia sobre la consciencia, pero eso no significa que tengamos que huir de ella. En eso radica la confusión.

La actitud pseudoespiritual del rechazo de la materia parece justa porque está, en apariencia, en el extremo opuesto a la actitud materialista, que da una importancia exagerada a las realizaciones materiales (trabajo bien pagado, bonita casa, viajes, etc.) y uno cree que, porque no está interesado en lo material, es por ello muy espiritual. Pero “una cosa y su contraria sólo son dos aspectos de lo mismo”. Las dos partes se desprecian: los materialistas tratan a los espirituales de desconectados (y, a veces, no están muy equivocados), y los espirituales tratan a los materialistas de egoístas y subdesarrollados de la consciencia (y, a veces, tampoco éstos están equivocados). Pero ni uno ni otro de esos enfoques llevan al pleno desarrollo ni a la libertad. Lo que hay que encontrar es el camino de en medio, es decir, una espiritualidad viva, consciente, que lleve a una acción justa en el mundo, a una acción adecuada y libre. Aunque es esencial saber que la “vía de en medio” no está a medio camino entre los dos polos, sino en otro nivel, e implica un conocimiento, una síntesis y un compromiso total en los dos enfoques.

No olvidemos que el objetivo del viaje de la vida no es intentar huir lo más pronto posible de este mundo sobre las alas de la trascendencia, ni alimentar el ego con cosas espectaculares, sino adquirir el dominio de los tres aspectos de la naturaleza inferior (físico, emocional y mental) a fin de crear en uno mismo y en esta bella tierra una realidad y un mundo de belleza y de amor. A través de ese dominio accederemos a la verdadera trascendencia, al éxtasis, y a toda la potencia y libertad de nuestra alma.


3. Los poderes psíquicos

Otra confusión es la que consiste en interpretar los poderes psíquicos inferiores (clarividencia, clariaudiencia, mediumnidad) como señales de avance espiritual y de manifestación del Ser. Pero esto no tiene nada que ver con el avance espiritual. Si bien es cierto que, cuando se amplía la consciencia, se pueden percibir con mayor facilidad las energías sutiles; sin embargo, los llamados poderes psíquicos sólo son, en general, señales de conexión con el mundo astral. No son el signo de un avance espiritual.

Para tener acceso a la realidad de los mundos espirituales, hay que ser capaz de entrar en contacto con la mente superior. La dinámica es muy distinta de la de los fenómenos psíquicos o mediúmnicos habituales. Conlleva lo que podríamos denominar poderes psíquicos superiores: telepatía, intuición verdadera, empatía, comprensión superior, conocimiento directo, etc. En el futuro, esas facultades superiores dejarán de ser “poderes psíquicos”, y se convertirán en atributos normales del ser humano. Los poderes psíquicos inferiores, cada vez más corrientes hoy en día, acabarán por desaparecer, porque, al mantener la consciencia en el mundo astral, no ayudan realmente a la evolución; a menos que la consciencia superior domine ya el mundo emocional, en cuyo caso la mente superior los pondrá al servicio del Ser. Lo que ocurre es que, a ese nivel de consciencia, normalmente se dispone de otros instrumentos más adecuados y fiables.

Así pues, no existe relación alguna entre el grado de evolución espiritual y los poderes psíquicos inferiores, de modo que no hay que confundir ambas cosas. El dominio del ego por el alma da magos blancos; la posesión de poderes psíquicos inferiores puede dar cualquier cosa.
 

La auténtica expresión del alma, es decir, la verdadera realización
espiritual, se mide por las cualidades de amor, de sabiduría, de
inteligencia, de desprendimiento y de servicio real que somos capaces
de ofrecer al mundo, cualquiera que sea nuestra actividad.
 

4. El verdadero objetivo

De modo que lo que nos interesa aquí no es describir qué tipo de “viaje” se puede hacer con la trascendencia, sino cómo puede manifestarse concretamente la presencia del alma en cada instante de la vida. Queremos saber cómo puede el ser humano aportar al mundo toda la riqueza de la consciencia superior, cómo puede construir un mundo de paz y de amor en el interior de sí mismo y también en el exterior, y así poner fin no sólo a su propio sufrimiento y a su propia alienación, sino al sufrimiento de toda la humanidad. Queremos saber cómo puede el ser humano encontrar su libertad.

De hecho, el ser humano encontrará la felicidad en cada instante de su vida y una serenidad a toda prueba si contribuye a crear a su alrededor la belleza, la bondad, la autenticidad y la paz, aunque no viva grandes experiencias de iluminación mística. Poner de manifiesto las cualidades del alma en el mundo a través del amor, de la creación inteligente y del servicio dará lugar a la verdadera alegría, a una gozosa libertad y a una serenidad permanente que nada podrá empañar. Y serán unos cimientos sólidos para la verdadera realización espiritual.

En el camino hacia la realización espiritual, el ser humano avanza “a ciegas”. Espera, pero no está seguro. Duda, pero no recibe garantía alguna..., examina con cuidado sus actos, sus palabras, sus pensamientos..., continúa su trabajo, intensifica la meditación, examina los motivos de sus acciones y trata de equipar su cuerpo mental. No pierde ninguna ocasión de servir y es fiel a su ideal de servicio. Y un día, cuando esté absorto en su trabajo hasta el punto de olvidarse de sí mismo, verá a Aquel que desde hace mucho tiempo lo está viendo a él.

El camino que conduce hacia la verdadera transformación es arduo porque exige adquirir un dominio completo de todos los aspectos de la vida: del físico, del emocional y del mental. Y es en la vida cotidiana donde estamos más a menudo enfrentados a nosotros mismos. Es mucho más fácil tener sueños de ascensión y de partida que poner manos a la obra para sanar el sufrimiento del mundo y el nuestro propio, sólo por amor. Sólo ese amor sencillo, humilde, desprendido, ofrecido al mundo a través de un servicio inteligente, nos aportará la experiencia del alma, es decir, nos proporcionará la experiencia de Dios en nosotros y fuera de nosotros.

Aunque vivía una vida más o menos cómoda, Roma, un joven de unos veinte años, no se sentía a gusto en el mundo ordinario en el que cada uno sólo pensaba en sí mismo y en el que veía tanta violencia, tanta injusticia y tanta estupidez. Él aspiraba a otra cosa. Había oído hablar de un gran maestro espiritual que vivía en lo alto de una montaña. Soñaba con vivir a su lado y recibir a diario sus enseñanzas, pues parecía poseer el secreto de la sabiduría y de la felicidad. Pero el maestro siempre había rechazado toda compañía, cualquiera que fuese. A pesar de todo, Roma decidió probar suene y presentó al maestro su solicitud. Sorprendentemente, el maestro aceptó que se instalara en una casita muy próxima a la suya. Era un gran privilegio. Roma se sentía feliz y con el corazón lleno de gratitud. El maestro le encargó varias tareas que tenía que realizar cada día. Roma seguía al pie de la letra sus instrucciones. Estaba muy contento y lleno de esperanza, porque estaba seguro de que el contacto privilegiado que tenía con el maestro, en medio del silencio y de la belleza de la naturaleza, lo conduciría a una gran realización espiritual. Algunos años después, efectivamente, Roma había conseguido dominar sus pensamientos y había tenido hermosas experiencias interiores.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, Roma sentía cada vez con más intensidad que le faltaba algo. Un día le habló al maestro, diciéndole: “Maestro, usted me ha enseñado a hacer el silencio dentro de mí, me ha enseñado a escuchar el ruido del viento, el canto de la lluvia, los suspiros de la tierra, a conocer la sabiduría de los animales del bosque, a hablar a las estrellas y a entrar en contacto con la Madre Divina. Sin embargo, siento que me falta algo en el corazón. ¿Qué debo hacer”. El maestro permaneció silencioso durante un momento; después, miró a Roma a los ojos y le dijo: “Roma, tendrás que bajar de la montaña y volver al mundo. Toma esta pequeña cantimplora de cuero. Tienes que traérmela llena de agua”. Roma creyó haber oído mal. Pero no; no había oído mal. Tenía que abandonar la montaña, en efecto, para ir a buscar agua; le parecía absolutamente ridículo. La perspectiva de volver al mundo ordinario no le complacía en absoluto, ni aunque fuera por un rato. Protestó un poco, pero el maestro fue inflexible. Le dijo que debía marcharse al día siguiente por la mañana y que podría volver cuando hubiera llenado la cantimplora. Perplejo, pero confiando en que aquello le tomaría muy poco tiempo, limpió y ordenó su casita; al día siguiente descendió de la montaña.

Llegó al pueblo al final de la mañana, y se encontró en medio del bullicio del mercado. Había toda clase de gente, todo el mundo estaba muy atareado comprando o vendiendo. Un mendigo, tan sucio que provocaba repulsión, le pidió un poco de dinero. Roma se alejó de él con asco y fue a comprar algunas frutas para comer. La vendedora de fruta estaba muy enfadada y le gritaba a un niño que acababa de volcarle unos cestos. El niño intentó esconderse entre las ropas de Roma, pero éste lo rechazó porque no quería tener problemas con la mujer ni mezclarse en modo alguno con todo aquel jaleo. Se sentía completamente extraño entre aquella gente y, por encima de todo, frío y distante con todos.

Tenía prisa por volver a lo alto de la montaña. Sabía que había una hermosa fuente en medio del pueblo, y había pensado llenar allí la cantimplora. Tenía prisa, empujó a varias personas para acercarse a la fuente y llenó la cantimplora. Satisfecho, emprendió de nuevo el camino de la montaña. Un anciano, sentado al borde del camino junto a su carreta rota, le pidió ayuda, pero Roma le dijo que otras personas del pueblo, menos ocupadas que él, pasarían sin duda pronto por allí y lo ayudarían. Él no podía entretenerse en el camino, tenía mucha prisa por volver a la paz y al silencio de la montaña.

Cuando llegó ante el maestro, feliz, se prosternó ante él y puso la cantimplora a sus pies. Este la tomó, le dio la vuelta, y no salió nada. “Roma, esta cantimplora está vacía —le dijo—. Vuelve al mundo y llena la cantimplora”. Roma frunció el entrecejo. Estaba seguro de haberla llenado y de haberla cerrado bien. Volvió a coger la cantimplora y, sin descansar siquiera un momento, pues tenía prisa por terminar con aquella tarea estúpida, volvió al pueblo para llenarla de nuevo. Se fijó bien, por si estaba agujereada, pero no lo estaba; y la cerró con mucho cuidado. Pero, cuando llegó de nuevo ante el maestro, la cantimplora estaba otra vez vacía. Roma no comprendía nada. El maestro le dijo entonces: “Roma, esta cantimplora sólo puede llenarse con un agua muy especial, no con cualquier agua. Vuelve al mundo, y encuentra el agua adecuada”. Roma se puso en camino y fue al río. Seguramente la gente que vivía alrededor de la fuente había contaminado el agua con sus bajas vibraciones. La del río era limpia, pura y libre, seguro que era el agua buena. Llenó la cantimplora; pero, una vez más, cuando llegó ante el maestro, estaba vacía. Se puso en camino de nuevo; cada vez tenía que ir más lejos a buscar fuentes y ríos. Ni siquiera necesitaba volver a ver al maestro. Después de haber llenado la cantimplora, él mismo veía que al momento estaba vacía. Esto duró varios meses. Roma estaba cada vez más nervioso, deprimido y desanimado. Empezó incluso a dudar de la validez de la enseñanza de su maestro. Llegó a pensar que se burlaba de él y que, en definitiva, no era un verdadero maestro, así que decidió no volver a verlo más puesto que, de todas formas, cada vez lo mandaba de nuevo hacia abajo sin explicaciones, y no tenía ninguna esperanza de poder quedarse en lo alto de la montaña mientras no llevara la cantimplora llena.

Roma regresó a vivir al pueblo, como todo el mundo, pero no se sentía feliz. Un día, como la vida le resultaba cada vez más intolerable, decidió ponerse a buscar la buena fuente aunque pasara en ello el resto de su vida. Así que se puso en camino, probando las aguas de todas las fuentes, riachuelos, ríos y lagos. Hablaba cada vez más con la gente con la que se encontraba. Incluso comunicó a algunos su secreto. Pero nadie lo podía ayudar, y la cantimplora seguía vacía.

Tuvo que empezar a trabajar para ganarse la vida, pues lo que le había dado el maestro antes departir lo había gastado ya. Aprendió a trabajar la madera. Encontró a una joven con la que decidió fundar una familia. Su oficio y sus obligaciones familiares lo tenían cada vez más ocupado. Ya no tenía mucho tiempo para buscar otras fuentes, pero siguió llevando atada a la cintura la pequeña cantimplora en recuerdo de su maestro. Aprendió a amar su trabajo y, cuando nacieron sus hijos, aprendió a amarlos y a jugar con ellos. Cuando iba al bosque a buscar leña, sentía el corazón henchido de alegría. Casi siempre lo acompañaba su hijo mayor, al que estaba enseñando a trabajar la madera; también le enseñaba los secretos del bosque que le había revelado a él su maestro.

Un día, caminando por la orilla de un río de regreso a casa, vio a lo lejos a su mujer. Estaba sentada a la sombra de un árbol; mecía al pequeño de sus hijos entre sus brazos y le cantaba una dulce canción. El mayor jugaba a su lado. El árbol estaba florido y formaba como una bóveda que los protegía. Ante un espectáculo tan sencillo, y al mismo tiempo tan hermoso, sintió una profunda emoción. Por primera vez en su vida, una lágrima resbaló por su mejilla. Resbaló por su rostro y cayó en la cantimplora, que se llenó de inmediato. Roma notó que pesaba; la tocó, la abrió para estar seguro, esperó unos instantes... La cantimplora no se vaciaba. Esperó un poco más... Seguía llena. Su corazón vibraba de alegría. Podría volver a ver al maestro y vivir de nuevo en lo alto de la montaña... Después, de pronto se dio cuenta de que ya no tenía necesidad, ni tampoco deseo, de subir allí. Entonces se le apareció el maestro en medio de una gran luz. Le miró con mucho amor y le dijo: “Es cierto, Roma, ya no necesitas volver a la montaña. Acabas de abrir tu corazón a la belleza, a la sencillez, al amor. Es todo lo que yo podría enseñarte. Ahora sólo te falta expresarlo con cuidado en la vida cotidiana, en cada uno de tus pensamientos, en cada una de tus palabras, de tus acciones. Has de saber que así yo estaré siempre a tu lado, más cerca de ti de lo que nunca he estado. Así la luz continuará creciendo en ti e iluminará no solamente tu camino, sino también el de todos aquellos a quienes sepas amar...”.

 

 

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