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HAN
DESAPARECIDO LAS BANDAS, PERMANECE EL AGRUPAMIENTO
Aquellas
bandas especializadas que establecían lazos y vínculos de algo más que colegas,
que admitían jerarquías (recuérdese a El Torete), se han extinguido. El mundo de
hoy es más individual, más utilitario, menos de clases definidas.
Las
«bandas juveniles» tenían su etiología en la «cristalización de clase», en el
desamparo social, en el temprano absentismo escolar. Hoy, las mal llamadas
«tribus urbanas» se agrupan para expresar violencia (muchas veces, y aunque se
discuta el adjetivo, «gratuita», como pegar al núm. 30 que sale del metro, no
para obtener beneficios).
Existe
una delincuencia de tipo lúdica y de consumo, más que fruto de la miseria o
carencial. La procedencia de los jóvenes es mucho más variada. Se implican más
niñas (la proporción uno a ocho está cambiando), que golpean a otra «porque es
pijita», etcétera. Y hay muchos jóvenes que provienen de familias cuyo nivel
socio-económico es medio-alto, o muy alto.
Estas
variaciones son el espejo de una transmisión de los adultos que influyen en las
posturas psicológicas y roles que adoptan sus descendientes. Hay muchos padres
que saben pero callan, que no se enfrentan (a veces porque piensan igual). Y
algunos adultos con ideologías obsoletas pero preocupantes, que recuerdan cuando
Hitler dijo «una juventud violenta, dominadora, valiente, cruel, con el brillo
en los ojos de la bestia feroz».
Esa
impronta es percibida y sentida por los niños en el hogar, en la escuela, en los
lugares de ¿esparcimiento?, los medios de comunicación.
Estamos
creando una sociedad compuesta por la suma de individualidades, que no
desarrolla la afabilidad, ni la vivencia profunda de sentimientos de ternura y
sufrimiento —pathos—; que no facilita la responsabilización por las creencias y
pensamientos que manifiestan; que no aboca a instaurar un modelo de ética para
su vida —ethos—; que no provee de las habilidades sociales y cognitivas para
percibir, analizar, elaborar y devolver correctamente las informaciones,
estímulos y demandas que le llegan del exterior. Que no asume normas, entendidas
como el conjunto de expectativas que tienen los miembros de un grupo respecto a
cómo deberían comportarse. Claro que muchas veces no se puede atribuir a dos o
más personas el calificativo de grupo, pues no hay ni estructuración, ni
distribución de papeles ni interacción entre ellos.
Hay quien
está convencido de que las bandas de «skins» están perfectamente estructuradas,
que se marcan objetivos, que tienen una ideología interiorizada. Posiblemente,
en algunos casos es así, pero en otros el agrupamiento se realiza en busca del
padre-grupo, de sentirse fuerte, de soltar adrenalina. Padre-grupo cuya ausencia
explica el nacimiento de bandas latinas violentas (ñetas, latin...) y, desde
luego, no explica su justificación de que nacen para defenderse del racismo.
Hay otros
grupos, como los de apoyo a ETA, que requieren de un minucioso estudio para
valorar el porcentaje de ideología que los mueve, la proporcionalidad de
marginalidad que los sostiene y la parte de malestar personal que se debe
atribuir.
Otros,
como los «okupas», cuentan con cierta simpatía o complacencia social, pero son
utilizados con facilidad para extender prácticas de guerrilla urbana.
La
violencia no nace de la razón, aunque acalla a ésta. La violencia del grupo se
potencia de forma geométrica.
Desde el anonimato, la responsabilidad se diluye. La «presión del grupo» ejerce
una fuerza desbocada que hace saltar los «topes inhibitorios». El joven, en
estos actos, se distancia de la víctima, vive el momento como «lúdico»; le
importan los suyos no el «objeto inerte». Existe una profunda
despersonalización.
Es
peligrosísimo que desde el analfabetismo emocional, desde la incapacidad para
sentir, se perciba que la violencia «sirve», por eso precisa, exige una
respuesta inmediata, no violenta, pero sí poderosa e insalvable.
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