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LA PARTIDA DEL BUDA
La vida no se puede evitar
LA HISTORIA DEL BUDA ES TAN RELEVANTE EN OCCIDENTE COMO LO ES EN ORIENTE.
CREAMOS O NO EN LA VIDA DEL BUDA COMO UN HECHO HISTÓRICO, SU FIGURA ES
TAMBIÉN MÍTICA, Y EL SEGMENTO DE HISTORIA SIGUIENTE —UN RELATO DE SU
NACIMIENTO, NIÑEZ Y LA LLAMADA DE SU VOCACIÓN— ES UNA NARRACIÓN PROFUNDA Y
CONMOVEDORA QUE TIENE SIGNIFICADO PARA TODA PERSONA QUE BUSCA COMPRENDER ESA
LLAMADA INTERNA QUE LE LLEVA A ASOMARSE AL ANCHO MUNDO.
El
nacimiento de Buda fue milagroso. En el momento de su concepción todo el
universo mostró su regocijo por medio de milagros: los instrumentos
musicales sonaban sin que nadie los tocase, los ríos dejaron de fluir para
contemplarlo, y los árboles y las plantas se cubrieron de flores. El niño
nació en el seno de una familia real, sin que su madre sufriera ningún
dolor; de inmediato comenzó a caminar, y en los lugares en que su pie tocaba
la tierra surgía un loto. Recibió el nombre de Siddharta. Su madre murió de
dicha al séptimo día de haberle dado a luz, pero la hermana de su madre se
convirtió en una devota madre adoptiva. Por eso, el joven príncipe pasó la
niñez en medio de amor, dicha y riqueza.
Cuando el príncipe Siddhartha tenía doce años, el rey convocó un concilio de
brahmanes. Estos profetizaron que si el príncipe contemplaba el espectáculo
de la ancianidad, la enfermedad y la muerte, se dedicaría al ascetismo. El
rey prefería que su hijo heredara el trono y fuese un soberano gobernante,
en lugar de ser ermitaño. Los suntuosos palacios con sus vastos y bellos
jardines fueron rodeados con murallas triples bien guardadas. La mención de
las palabras «muerte» y «dolor» estaba prohibida.
Cuando Siddhartha llegó a la edad adulta, el rey decidió que el modo más
seguro de obligar a su hijo era por medio del matrimonio y la vida familiar.
En consecuencia casaron a Siddhartha con la hija de uno de los ministros del
rey. Al poco tiempo la recién casada quedó encinta. Pero con la misma
prontitud, y a pesar de los esfuerzos de su padre, la vocación divina de
Siddhartha despertó en él. La música, la danza y las mujeres bellas dejaron
de afectar sus sentidos, y por el contrario, parecía que le señalaban la
vanidad y transitoriedad de la vida humana.
Cierto día, el príncipe llamó a su jefe de caballerizas; deseaba visitar la
ciudad. El rey ordenó que toda la ciudad debía ser barrida y engalanada, y
que apartaran de la mirada de su hijo toda visión deprimente o desagradable.
Pero todas las precauciones fueron inútiles. Mientras cabalgaba por las
calles, Siddhartha contempló un anciano tembloroso y arrugado que, debido a
la edad, apenas podía respirar y que no podía caminar sin la ayuda de un
bastón. Con sorpresa, Siddhartha aprendió que la decrepitud es el destino
inevitable de quienes se hallan al final de su vida. Cuando regresó a
palacio, preguntó si no había modo de evitar la vejez. Pero nadie le pudo
responder. Al poco tiempo hizo otra visita a la ciudad y tropezó con una
mujer afligida por un mal incurable. Después contempló una procesión
funeraria, que le hizo tomar contacto con el sufrimiento y la muerte.
Finalmente, Siddhartha encontró un mendigo asceta que le dijo que había
abandonado el mundo para ir más allá del gozo y el sufrimiento y alcanzar la
paz del corazón.
Estas experiencias, junto con sus propias meditaciones, convencieron a
Siddhartha de que debía abandonar su vida confortable y autoindulgente para
convertirse en asceta. Rogó a su padre que lo dejase libre. Pero el rey
estaba abrumado por el dolor al pensar en perder a su querido hijo en quien
tenía puestas todas sus esperanzas. Hizo redoblar la guardia que rodeaba el
palacio, y mandó que continuamente se presentaran nuevas diversiones,
dirigidas a evitar que el joven príncipe pensara en irse. La esposa de
Siddhartha dio a luz un hijo, pero incluso esto no apartó al príncipe de su
misión. Una noche, su decisión se hizo impostergable. Echó una última mirada
a su esposa y a su hijo, que dormían, y se adentró en la noche. Montó su
caballo y llamó a su jefe de caballerizas. Los dioses, en complicidad, se
aseguraron de que los guardianes se quedaran dormidos y de que los cascos de
los caballos no hicieran ruido. A las puertas de la ciudad, Siddhartha
entregó el caballo al jefe de su caballeriza y se despidió de ambos. De ahí
en adelante dejó de existir el Príncipe Siddhartha, pues el Buda había
comenzado el verdadero viaje de su alma.
COMENTARIO.
El viaje que realizamos desde el hogar de nuestra niñez al camino de nuestro
futuro destino no requiere normalmente que renunciemos a los goces de la
vida ni que los cambiemos por ascetismo, aunque los que sienten vocación
religiosa es posible que sigan ese camino. Pero en esta historia se ocultan
muchos temas relevantes para todos nosotros.
El Príncipe Siddhartha, como tantos otros niños, es el depositario de todas
las esperanzas y sueños de su padre, que espera que su hijo heredará el
trono después de él. De esa misma forma, un padre puede soñar en un hijo que
herede sus negocios o tenga la misma profesión. A nivel más profundo, el
padre de Siddhartha no quiere que su hijo experimente la vida, pues la vida
más allá de la órbita de los límites paternos nos cambia y despierta
necesidades y cualidades internas que son únicas para la persona, y no
necesariamente en concordancia con las aspiraciones paternas. Especialmente,
el rey no quiere que Siddhartha se encuentre con el sufrimiento humano
porque esto, a nivel más profundo, significa sufrir y crecer. Si puede
mantener al príncipe como niño, este podrá ser moldeado y formado por su
padre y permanecerá en el hogar. Estos sueños paternos no son negativos ni
perjudiciales en sí mismos. Pero, al fin y al cabo, son fútiles. Todo joven
es un individuo con su propia identidad singular, que tiene que ser
realizada si ese joven ha de estar alguna vez interiormente en paz.
Incluso los lazos del matrimonio y de la paternidad son incapaces de desviar
a Siddhartha de su viaje. Esta es una lección dura que muchas personas deben
aprender. Si fundamos una familia propia cuando somos demasiado jóvenes como
para reconocer lo que somos y adonde vamos —especialmente si nuestra
elección de cónyuge obedece más bien a la preferencia de nuestros padres, o
la hacemos para agradar a los demás o para afianzar nuestra seguridad—,
entonces la vida puede, antes o después, llamarnos en otra dirección. El
dolor y la tristeza de la separación puede acompañar el compromiso interno
de convertirnos en uno mismo.
Como padres, podemos ayudar a contrarrestar esta experiencia tan común, no
persuadiendo a nuestros hijos a «sentar cabeza» antes de que averigüen
quiénes son y qué quieren. Cuanto más tratemos de hacer que nuestros hijos
se queden, más sufrimiento les causaremos cuando, finalmente, intenten
dejarnos. Y, como niños, puede que tengamos que soportar la ira y el enfado
paternos, porque intuimos y sabemos que si somos desleales con nuestra
propia alma no podremos evitar más tarde un conflicto y un daño mayor.
Si el padre de Siddhartha no hubiese estado tan determinado a retener a su
hijo por medio del matrimonio, al menos le hubieran evitado a Siddhartha la
triste separación de su amada esposa y de su hijo. Pero ambos son parte del
mundo de su padre, no del mundo al que él se siente destinado a entrar.
Lamentablemente, no existe otra forma en la que Siddhartha pueda proseguir
con su llamada interna y continuar siendo el hijo de su padre, el esposo de
su esposa y el padre de su hijo.
A menudo actuamos con desprecio o ira ante la decisión de una persona de
seguir una vocación determinada si esta no es de nuestro agrado,
especialmente si implica la amenaza de llevarse a la persona lejos de
nosotros, o de exponerla a un mundo del que no conocemos nada. Es cierto que
muchos jóvenes cambian de dirección a lo largo de su vida, y no podemos
esperar que alguien que se halla alrededor de los veinte años sepa con
alguna exactitud lo que desea hacer el resto de su vida. No obstante, al
igual que Siddhartha, algunos sí lo saben. Tanto si la vocación es duradera
como si se limita a un periodo de tiempo corto, si esta surge del corazón,
entonces no corresponde a ningún miembro de la familia, maestro, amigo o
consejero desviar a dicha persona sea cual sea el motivo. La vocación de
Siddhartha es de carácter espiritual y requiere que renuncie a todos los
lazos y placeres humanos. Del mismo modo, la vocación podría ser tocar
música, pintar o escribir, establecer un negocio, viajar alrededor del mundo
o ser médico, contable o agricultor. O, por supuesto, también podría ser
casarse con el ser querido y formar una familia. Lo que importa es la
llamada del corazón. Puede que esta no surja en todas las personas, pero es
más probable que la escuchemos si el ruido de la desaprobación ajena no
ahoga su voz. Uno padres que pueden comunicarse bien con sus hijos y que son
capaces de reconocer su individualidad, no habrían decidido por adelantado
lo que el hijo debe hacer, como ocurrió con el padre de Siddhartha; no
dispondrían de una guardia metafórica, ni amenazarían al hijo, abierta o
solapadamente, con rechazo o castigo, si este desconociera los deseos
paternos.
La partida del Buda está rodeada de una profunda tristeza porque su padre,
su esposa y su hijo están condenados a no volverlo a ver. No obstante, una
gran parte de la población del mundo cree que su salvación final depende de
la decisión que el Buda tomó, una, decisión que sacrificó la felicidad
personal por la redención de millones de personas.
Esperamos que alentar a nuestros hijos a oír y seguir la voz de sus
corazones producirá finalmente un enriquecimiento futuro de la vida de
padres e hijos, con un mundo más ancho para compartir. La historia de
Siddhartha nos enseña que cada persona tiene un destino, grande o pequeño.
Si estamos preparados para escuchar y reconocer la tolerancia y la vocación,
y nos dejamos llevar cuando debamos hacerlo, entonces se enriquecerá no solo
nuestra vida, sino la de muchos otros seres.
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