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Psicología de la
sexualidad humana
Para la buena comprensión de la sexualidad humana, es fundamental
diferenciarla de la sexualidad de los animales, incluidos los mamíferos
superiores.
Una adecuada antropología de la sexualidad consiste en ver que el sexo forma
parte de la naturaleza humana. El respeto al ser humano comporta
necesariamente el respeto al sexo. Éste no puede tratarse inhumanamente como
un instrumento "de usar y tirar" (ni como fuente de placer, ni como mero
medio exclusivamente reproductor).
El sexo no es sólo una función ni tampoco sólo una relación, es una cualidad
permanente en los humanos porque, en efecto, se es varón o se es mujer. Esta
cualidad permanente se manifiesta igualmente en todos los ámbitos de la vida
humana, incluso fuera de la estricta función sexual. Al degradar la
sexualidad estropeamos algo más que la vida sexual y la reproducción,
estropeamos una parte, de las mejores sin duda, de la naturaleza humana.
Ningún profesional bien informado sobre cuestiones psicológicas referentes a
la sexualidad puede defender el absoluto determinismo biológico de la
sexualidad humana, ya que la sexualidad en el ser humano no manifiesta la
característica de obligatoriedad inevitable -propia de otras especies
animales, condicionadas inexorablemente hacia la reproducción, en sus épocas
de celo- sino que deja una amplia zona de actuación a la libertad personal,
guiada por la inteligencia y la voluntad (esto explica la posibilidad de la
continencia total o periódica y la opción del celibato). Tiene, pues, la
sexualidad humana una cierta plasticidad e indeterminación, susceptible de
ser educada, lo que supone una evidente diferencia con la sexualidad animal.
En éste, el instinto es determinante, en el ser humano es más bien una
tendencia.
El ser humano -la persona- aún teniendo un importante sustrato
instintivo-biológico, no es sólo biología; con su libertad puede decidir
posponer una relación sexual cuando las circunstancias lo aconsejan, o -en
un ejemplo negativo- pervertir la sexualidad, como desgraciados hechos
dolorosos nos recuerdan a menudo. Para ser capaz de autodominio en el área
de la sexualidad, previamente debe tener una voluntad educada y que responda
con relativa facilidad a lo que la inteligencia le muestra como más
conveniente. El viejo aforismo de que toda educación es aprendizaje para la
espera, se cumple en el ámbito de las relaciones conyugales. La madurez
personal de los esposos les ayudará, si las circunstancias lo hacen
conveniente, a posponer un bien: aplazar unos días una relación conyugal,
para conseguir un bien mayor: la salud, el bienestar o la felicidad del
conjunto familiar.
Son conocidas, para cualquier persona que trate con animales domésticos, las
crisis irracionales, valga la redundancia, que padecen sus animales en
épocas de celo y cualquier veterinario es consciente de que, por poner un
ejemplo, una vaca no acepta al toro en épocas en que su tracto genital no
está preparado para la fertilidad. Todos hemos observado la instintiva
tendencia de los animales a amamantar a sus crías, sin precisar la
mentalización ni el aprendizaje que requiere la lactancia materna en una
mujer. Y es que, no dejamos de repetirlo, la sexualidad animal es un
instinto biológico incoercible ligado a la reproducción de la especie,
mientras que en el ser humano los aspectos biológicos y psicológicos se
complementan para dar a la sexualidad todo su significado humano, expresión
del amor personal e ilusión por dar vida a nuevos seres nacidos de este
amor.
Para conseguir el autodominio, la madurez y la integración de los diferentes
aspectos de la sexualidad humana y que ésta se diferencie de la
instintividad biológica animal, es menester una educación gradual de la
persona que impregne su inteligencia de las realidades positivas e
ilusionantes de la sexualidad, la persona y la familia. Esta educación habrá
de reforzar también su voluntad para avanzar decididamente hacia la madurez
que le capacitará a su vez para establecer, en el futuro, una nueva familia
con salud física, moral y material.
Esto se consigue enseñando, desde la infancia, que elegir implica renunciar.
Renunciar a lo malo, a lo indiferente o incluso a otro bien. Hay que enseñar
al niño desde pequeño a renunciar a lo malo (no toques el fuego, no tires la
comida). Después habrá que elegir entre cosas indiferentes (si decido viajar
hacia el norte, estoy renunciando a avanzar hacia el sur) y finalmente
tendrá que aprender que al elegir una cosa buena renuncia a la vez a otras
también buenas (renuncio a la asistencia a un espectáculo deportivo si al
día siguiente tengo un examen importante o si he de acompañar a un familiar
enfermo; no porque el espectáculo no sea bueno sino porque en mi renuncia
busco lo mejor). Esta escuela de renuncias le preparará para que en el
momento de la elección de la pareja sepa que al elegir a una/o, se renuncia
a los demás (fidelidad).
La persona madura es la que sabe posponer la consecución de un bien para
conseguir posteriormente uno mayor.
Con repetidos actos de elección/renuncia se creará poco a poco en la persona
el hábito de no obrar, de no empezar un proceso sin pararse a reflexionar,
discernir y prever sus posibles consecuencias en todas las áreas de la vida,
también en la de la sexualidad. |
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