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El Rey del mundo

A los 21 años se lanza a la conquista de Persia. Pero también su campaña de Oriente obedece al misticismo visionario de un iniciado.

Por ejemplo, cuando toma Tiro –después de soñar que Hércules le acompañaba y entraba con él a la ciudad–, escoge para atacar la fecha de la salida helíaca de Sirio, que señalaba el inicio del año solar egipcio. Más tarde, Alejandro reformará el calendario griego para que también comenzara en esa fecha sagrada.

No cabe duda de que sus pasos estuvieron dictados por su voluntad de transformarse en “más que humano”, sin hacer ninguna concesión a las distracciones y placeres que hubiese podido disfrutar a manos llenas como príncipe macedonio.

El historiador Robin Lane Fox, catedrático de Oxford, autor de una biografía nada sospechosa de inclinaciones esotéricas y asesor de Oliver Stone en la película Alejandro, reconoce que “conocía todos los mitos griegos y que se propuso hacerlos realidad a lo largo de su vida”.

Pero encarnar el mito hasta este extremo de ritualizar toda la existencia es la seña de identidad inequívoca de un alto iniciado. Estamos ante un rasgo extraño a la mentalidad profana, que percibiría semejante pretensión como un despropósito suicida.

El proyecto de Alejandro no puede entenderse desde una perspectiva pragmática. De modo que tal vez, los dioses le inspiraran y acompañaran en semejante empresa. Estamos ante un caso único en la historia militar.

¿Cómo explicar que en ocho años conquistara el mayor imperio conocido, sin sufrir nunca ni una sola derrota, o que venciera de forma inapelable en todas sus confrontaciones con el ejército persa, la maquinaria bélica más poderosa de aquella época?

Las impresionantes huestes de Darío III sumaban 250.000 hombres e incluían elefantes. Alejandro las derrotó con una fuerza inferior a los 40.000 hombres. Estaba convencido de su victoria debido a un eclipse de luna, astro de la Astarté babilónica, que interpretó como un signo favorable de su padre Zeus-Amón.

Y atacó de frente y al centro del ejército persa, buscando encararse con Darío, que huyó aterrorizado. La gran batalla de Gaugamela que decidió la suerte de la guerra no fue la victoria de un genio de la estrategia, sino de una voluntad de combate sostenida con una fe absoluta por un rey iniciado que luchaba a la cabeza de sus tropas.

Sus actos confirman que concebía la guerra como lance ritual. Después de vencer a Darío, que fue asesinado por sus hombres, no sólo le rindió honores, sino que se puso bajo la protección de Zoroastro, el gran profeta persa, y ordenó ejecutar como traidores a los asesinos de su desventurado enemigo.

También mantuvo los privilegios y el tratamiento de personas reales para todos los miembros de la familia de Darío. Al tomar Bactras, la ciudad santa de Zoroastro, dedicó bastante tiempo a ser instruido por los magos y hombres sabios de la religión de Ahura Mazda.

No actuó nunca como un invasor clásico, sino en calidad de emperador sagrado, profeta y filósofo. Su conquista de Oriente puede entenderse incluso como una búsqueda infatigable de las fuentes del Sol: la morada desde la cual salía cada día el astro de su padre Zeus-Amón.

Alejandro se veía a sí mismo como un reconciliador de Oriente y Occidente y actuó en consecuencia, desposando a la princesa afgana Roxana, con quien tendría un hijo póstumo. También, como había hecho con los griegos, integró a las elites de los pueblos conquistados en su corte y en su ejército.

Corría el año 326. India fue el último escenario de su conquista de Oriente. Pero no pudo entrar en las llanuras del Ganges. Sus tropas se negaron a seguirlo. Los griegos estaban descontentos con una política que les despojaba de sus prebendas como vencedores y que privilegiaba a los vencidos.

Tampoco le perdonaban que desposara a una extranjera asiática y no a una princesa macedonia, ni que adoptara los usos de las cortes orientales. Además, después de ocho años de campañas militares, sus soldados querían regresar al hogar a disfrutar el botín y el prestigio social que correspondía a los guerreros victoriosos.

Y con Alejandro no había botín, sino deber y una misión utópica: construir un mundo nuevo, unificado bajo un único poder. En el año 324 a.C., un decreto suyo ordenó el retorno a Grecia de todos los exiliados.

Las ciudades de la Hélade temieron por sus economías y empezaron a desacreditarlo, calificándolo de tirano. Las sublevaciones fueron sofocadas sin ahorrarse las ejecuciones. Esta conducta era la habitual en su época y no proyecta sombras sobre su generosidad y respeto por las naciones conquistadas, incluyendo sus cultos, creencias y costumbres.

En el año 323, a.C. Alejandro moría en Babilonia. Algunos autores atribuyen su fallecimiento a la malaria, otros a la leucemia y muchos piensan que fue envenenado. El enigma de su prematura muerte está en armonía con el que presidió su destino.

Según Luciano, al acercarse el final pidió ser enterrado en Egipto para “entrar en el rango de los dioses”. Quizás se un deseo lógico en alguien que había vivido con ese objetivo.

 

 

 

 

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