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LA SALUD MENTAL DE LOS ADOLESCENTES

Los adultos, aunque nos cueste aceptarlo porque tenemos idealizada en muchos casos la etapa infantil de nuestras vidas, debemos tomar conciencia de que algunos niños padecen enfermedades mentales, y es lógico, puesto que tienen vida psíquica, por eso se deprimen, se angustian.

Esa verdad etiológica se incrementa por la falta de escucha; muchos padres buscan un psicólogo como «padre sustitutorio». La falta de contacto, de relación, de afecto, es muchas veces la espoleta de serios problemas emocionales que florecen en la adolescencia.

Asimismo, el divorcio de los padres representa una experiencia altamente estresante para los hijos. Eso es así, sobretodo, si utilizamos a los niños como correa de transmisión de los conflictos de los mayores.

Tenemos enfermedades de «moda» y son graves, nos referimos por ejemplo a la anorexia, a esa muestra contumaz en los anuncios y pasarelas de modelos esqueléticas que conlleva que niñas de 9 años se pongan a régimen.

Los intereses económicos (la publicidad que utiliza a los niños como objetos consumidores) pueden dañar el equilibrio emocional de los pequeños. Hay otros factores desencadenantes de estos trastornos, como las malas relaciones con los compañeros y las bajas calificaciones escolares.

Piénsese que, además, hay niños que viven con enfermos mentales, con alcohólicos y drogadictos. Los hay que tienen que tomar todas las decisiones porque alrededor no tienen referencias ni un ambiente estructurado.

Muchos problemas conductuales, de tiranía o de comunicación son, la mayoría de las veces, producto de factores sociofamiliares.

Y no olvidemos que hay niños y no tan niños que se adscriben a situaciones autodestructivas o conductas de riesgo, que se hacen dependientes del alcohol, de otras drogas, o del juego, que buscan la penosa gratificación de la violencia.

Hay niños que son diana de malos tratos, explotaciones, abuso. Son el reflejo de la impotencia de los adultos, proyecciones de quienes fracasaron en la infancia, víctimas de exigencias para mostrar «esponjas de conocimiento». Algunos sufren trastornos del sueño, bulimia... Y no enterremos una realidad: el suicidio adolescente.

 

Depresión

Aunque este tema se trata con más profundidad en otro espacio, en el dedicado a la depresión en la adolescencia, podemos decir que en la segunda infancia el fracaso escolar y el rechazo de los compañeros son los causantes del mayor índice de depresión y de algunas tentativas de suicidio.

En la adolescencia, la depresión cursa en muchas ocasiones como irritabilidad —hay que diferenciar los bruscos cambios de humor transitorios, propios de esa etapa, de la irritabilidad persistente.

Resulta fundamental hablar con los amigos del hijo, para ver si ellos también captan ese cambio, si cuando sale con ellos, no disfruta, se muestra abstraído, aislado, en su mundo.

El adolescente deprimido adopta un ocio pasivo, se coloca delante de la televisión horas sin prestar verdadera atención o se muestra apático y se encierra en su cuarto a escuchar música. No manifiesta explosiones de violencia y se expresa con frases del tipo «nadie me quiere», «no valgo para nada», «tengo un nudo en la garganta», «siento opresión en el pecho». Se altera mucho si los padres intentan sacarle de ese aislamiento.

Otros síntomas que pueden aparecer son la fatiga inhabitual y el cansancio, ralentización en las acciones, iniciativas y pensamientos o, por el contrario, una agitación vana, sentimientos de culpa y pérdida de autoestima, trastornos del sueño, como el insomnio o hipersomnio, y pérdida del apetito.

El trastorno depresivo conduce al fracaso escolar, lo que genera sentimiento de culpa y conflictos con padres y maestros.

Existe el riesgo de que el adolescente descargue toda su agresividad hacia los demás, hacia los más próximos, o incluyéndose en grupos disociales, hacia lo normalizado y constituido por la sociedad (se siente mal, muy mal consigo mismo y lo vomita al exterior). Pero también puede buscar ayuda en las drogas (incluido el alcohol), pues cree sentirse mejor y le supone un punto de fuga.

Es de destacar que en la mayoría de las ocasiones la terapia a aplicar a los niños y jóvenes afectados pasa por una actuación con el núcleo familiar, lo que no contradice el tratamiento individual.

Esta sociedad en vez de instalarse en el tiempo desapacible (la conformidad con estos problemas), debe fomentar el conocimiento humano y espiritual, debe ayudar a pensar en positivo como antídoto de la depresión. Los niños requieren salud mental.

Y, digámoslo sin ambages, los programas de salud mental para niños y jóvenes están de manera genérica escasamente desarrollados en los países occidentales. Dichos programas se han iniciado desde una perspectiva limitada y ambulatoria, implementando pocos recursos específicos necesarios, que incluyen centros de día y unidades hospitalarias para su tratamiento residencial.

Es imprescindible establecer una red asistencial específica que permita una detección precoz y una intervención efectiva basada en la coordinación entre servicios sanitarios, sociales y educativos.

 

Desvinculación afectiva

Vemos casos de afecto paterno-filial muy superficial, ya sea bidireccional o en un solo sentido, también nos encontramos con situaciones de distanciamiento afectivo, pero últimamente quedamos impactados por hijos que nos explican con naturalidad que «simplemente» no quieren a sus padres, que no les odian, que no están resentidos contra ellos, pero que no les quieren, que nunca les han querido.

Y uno se pregunta, ¿cómo es posible? La desvinculación afectiva, llevada a su máxima expresión, se convierte en inhumana, gélida, inabordable. ¿Qué ha acontecido para que la relación padres-hijos no haya germinado?

Escuchando a estos jóvenes, uno siente la angustia de la nada, percibe el inquietante vacío y se ve sacudido por el distanciamiento desde el que se comunica.

Tras la perplejidad, llega la fase de la desconfianza diagnóstica, de la búsqueda de explicaciones que afloren a la superficie. No es fácil, hay que llegar a sustratos profundos para empezar a entrever dónde se generó el seísmo que ha acorchado una relación, que se desarrolla en proximidad, pero no en interacción.

Apuntamos esta realidad numéricamente no muy común, pues pudiera tratarse de un brote de patología relacional que debiera abordarse, no vaya a ser que se propague.

Y es que a querer también se enseña, transmitiendo amor, escuchando, manteniendo contacto, mostrando cómo se comunica el afecto y se dominan los sentimientos, las conductas. Hora a hora, día a día, el niño, el joven, debe captar, interiorizar el comportamiento emocional, cómo se reconducen los sentimientos, cómo se expresan, cómo se verbalizan y se comunican gestualmente.

Tenemos analfabetos emocionales, pero es que hay quien no ha mostrado desde la palabra y el ejemplo lo que significa autodominio, autocontrol, capacidad para ser entendido y apreciado por los otros.

Hay quien fracasa reincidentemente en lo fundamental, en la interrelación con los demás, y es por que no ha recibido la socialización precisa, los elementos necesarios para ser equilibrado y facilitar la relación y el «bienestar» a (y con) los otros. La educación emocional es el abc de la vida, el seguro de felicidad, la mejor inversión para prevenir dolor y sufrimiento a quienes sí tienen sensibilidad.

 

 

 

 

 

 

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