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LA VIOLENCIA SE APRENDE
Es verdad que los seres humanos heredamos factores genéticos que influyen en
nuestro carácter, pero también es cierto que los ingredientes innatos que
configuran los complejos comportamientos, como la crueldad o el altruismo,
son el producto de un largo proceso evolutivo condicionado por las
experiencias individuales, las fuerzas sociales y las normas culturales. Es
bien conocida la evidencia científica de que las criaturas que crecen entre
malos tratos y humillaciones tienden a volverse emocionalmente insensibles a
estos horrores y a asumir que la agresión es la respuesta automática ante
las contrariedades. Y luego, una vez mayores, continúan el ciclo perverso
maltratando a sus descendientes y a sus congéneres; aunque, como siempre,
hay notorias excepciones.
¿La sociedad actual empuja a la violencia? El adolescente puede alegar sin
duda que nunca anteriormente ha sido tan grande la fractura entre lo que se
le ofrece y lo que de hecho va a poder obtener. Las posibilidades de
encontrar un buen trabajo son muy escasas y, en el caso de los adolescentes
con poca capacitación, prácticamente nulas. Ahora bien, la oferta consumista
raya en lo demencial. Mientras que la gran mayoría de los adolescentes no
tienen ingresos propios de ningún tipo, las incitaciones a asistir a
conciertos, a comprar prendas de marca (obviamente caras) y a disfrutar de
la vida son constantes. Por otro lado, las insinuaciones a la competitividad
(no importan los medios a emplear), la valoración de la fuerza y el poder, y
el desprecio al débil, también son constantes.
¿Dónde han quedado las incitaciones al ser conscientes y al obrar
apropiadamente, a la vida espiritual, a la firmeza y a la virilidad, al no
permitir lo que no debe ser, al pensamiento crítico, al saber sacrificarse
cuando es necesario, a la solidaridad social, al trabajo bien hecho, al
espíritu de economizar, al respeto a los mayores, etc.? Es muy fácil culpar
a los adolescentes de los males que les afligen e igualmente fácil afirmar
que la generación de sus padres, e incluso de sus abuelos, ha destruido los
valores que sirvieron de apoyo a una generación tras otra.
Sí. La violencia se aprende. Pero hay que aprender también mecanismos para
neutralizarla o evitar que se produzca. Necesitamos que se nos enseñe como
ser conscientes de la violencia, qué debemos hacer para contener, controlar
y encauzar la energía que se descarga en violencia hacia fines más
constructivos. Lo que brilla por su ausencia en los sistemas de educación y
en los medios de comunicación es la enseñanza y promoción de modos de vida y
de comportamientos espirituales y satisfactorios con respecto a la
violencia. Y es imposible enseñar nada válido acerca de la violencia si se
empieza por considerarla un enigma de otro mundo, algo así como una posesión
diabólica que sólo afecta a unos cuantos perversos...
Obviamente, lo peor que puede hacerse en lo que respecta a esta problemática
del adolescente es guardar silencio. Hablar y escribir acerca de estas
cuestiones supone ya un gran paso hacia su solución. Pero hace falta el
esfuerzo conjunto de profesionales de diversas disciplinas, a veces alejadas
entre sí, como es el personal sanitario (médicos, enfermeras, psicólogos),
los jueces, los maestros, los asistentes sociales y los periodistas de todos
los medios de comunicación social.
Para el personal docente, por ejemplo, es más fácil enseñar matemáticas o
historia que mostrar a los jóvenes de entre 12 y 16 años, de ambos sexos,
cómo vivir espiritualmente, como ser conscientes y obrar apropiadamente,
cómo gestionar su tiempo, afrontar el estrés y estructurar sus relaciones
humanas. Sin embargo, en una época en que tantos padres dimiten de sus
funciones, es evidente que alguien debe ocuparse de transmitir unos valores
espirituales que fundamenten la vida de nuestros jóvenes.
Todo hace prever que la competitividad, la penuria de puestos de trabajo y
la incertidumbre van a ir en aumento, por lo menos en los próximos años.
Fumar marihuana, beber hasta emborracharse, tener un hijo siendo adolescente
o simplemente no hacer nada son tal vez salidas a muy corto plazo, pero la
sociedad (y, en cierto modo, a su cabeza los profesionales sanitarios y
educadores) tiene la obligación de escuchar a los jóvenes, establecer con
ellos un auténtico diálogo y enseñarles la auténtica espiritualidad, que
consiste en ser conscientes y en obrar apropiadamente en todas las
situaciones que les acerca la vida. Debemos enseñarles a vivir y a convivir. |
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