AHORA NO SOY FELIZ

Aunque cada persona alberga dentro de sí un concepto distinto de lo que significa felicidad, lo cierto es que la mayoría estaríamos encantados si nos sintiésemos felices.

Otra vez nos encontramos más ante un lamento, que ante un reproche. Añoramos la felicidad que vivimos en otros momentos, o esa felicidad que no llegamos a tener nunca, pero que pensamos que alcanzaríamos en nuestra relación de pareja.

Pocas emociones se nos escapan tanto como la felicidad. Hay personas que se pasan la vida añorando esa emoción tan intensa, y al final se dan cuenta de que la estaban buscando en un sitio equivocado; querían encontrarla en su relación con los demás, cuando de repente descubren que siempre la habían llevado consigo, en su corazón, en sus sentimientos, en su generosidad sin límites, en su afecto, en su sentido de la amistad, en su capacidad para dar cariño y ofrecer amor.

Cuando hacemos el historial de cada persona que viene a la consulta del psicólogo, hay una pregunta que siempre formulamos; las respuestas que obtenemos, curiosamente, se parecen mucho. La pregunta es: «¿Cuál es tu máxima ilusión en estos momentos?». Las respuestas más frecuentes que recibimos son: «Ser feliz», «Conseguir la felicidad que busco», «Que mis hijos sean felices», «Encontrarme bien conmigo mismo/a»...

Cuando la relación de la pareja está en crisis, al menos uno de sus miembros no se siente feliz. Cuando dan el paso de ir al psicólogo, esa felicidad se ha hecho especialmente esquiva y llevan tiempo, a veces años, sin que aparezca en sus vidas.

En estos casos, uno de nuestros primeros objetivos es que ambos miembros de la pareja asuman que cada uno es artífice de su felicidad, pues los demás pueden ayudarnos en nuestra búsqueda de la felicidad, pero ni son los responsables de que lo logremos, ni los culpables de que no lo consigamos.

¡Cuánto daño ha ocasionado este error! ¡Cuántas personas han sido objeto de manipulación por parte de su pareja, que les culpabilizaba por su falta de felicidad! ¡Cuántas situaciones límite!, y ¡cuánto sufrimiento y desgarrador se podría haber evitado!

De nuevo la felicidad suele relacionarse al inicio de la relación, «aquellos tiempos en que éramos felices», y la infelicidad al transcurso de las crisis; de esas crisis por las que, inevitablemente, pasan la mayoría de las parejas.

 

Una relación sin crisis es como un niño sin horizonte, condenado a no crecer.

 

Por supuesto que no queremos decir que cuantas más crisis mejor para la relación, pero las crisis en la pareja constituyen oportunidades excelentes, si las sabemos aprovechar, para ir avanzando en esa difícil conjunción de caracteres, de emociones, de intereses y de objetivos mutuos. No obstante, cuando las crisis se viven desde la falta de respeto hacia la opinión o los sentimientos del otro, desde la agresividad, o desde la incomprensión, no solamente no sirven para crecer, sino que constituyen un pronóstico muy negativo, y difícilmente reversible.

Algo parecido ocurre con las relaciones en que la felicidad de uno parece fundamentarse en la infelicidad o la humillación del otro; esas siempre son relaciones patológicas a las que conviene poner fin cuanto antes. Afortunadamente, en la mayoría de las parejas, las situaciones no llegan a esos extremos.

El caso de Fátima y Felipe es un ejemplo típico de esa búsqueda errónea de la felicidad.

 

El caso de Fátima y Felipe

Fátima y Felipe formaban una pareja joven, llevaban cinco años conviviendo juntos y tenían un hijo de apenas ocho meses.

Ambos trabajaban mucho fuera de casa, se dedicaban a tareas de consultoría y tenían horarios muy extensos.

La llegada del bebé había supuesto una revolución en sus vidas; especialmente para Fátima, quien se encontraba agotada, insatisfecha y frustrada. Desde hacía meses se sentía profundamente infeliz y pensaba que Felipe era el principal responsable.

Los dos estaban muy agobiados con la situación. Hasta el nacimiento del niño eran una pareja feliz, aunque echaban en falta poder tener algo de tiempo para ellos mismos. Salvo los fines de semana, los días de diario sólo se veían a partir de las ocho y media o las nueve de la noche.

Ahora todo había cambiado. Ambos estaban más crispados, más tensos, saltaban a la mínima, y Fátima, especialmente, se sentía desolada e incomprendida; tenía un sentimiento muy fuerte de no ser una buena madre y no podía entender cómo a Felipe no le pasaba algo parecido. Los dos apenas veían al niño, y cuando llegaban por la noche el pequeño ya estaba muy cansado y con ganas de dormir. En realidad, el bebé parecía tener más cercanía con la persona que lo cuidaba que con ellos. Fátima sentía que Felipe no estaba a la altura de las circunstancias; éste le decía que no exagerase, que a él también le gustaría estar más tiempo con el niño, pero que a muchas parejas les pasaba algo parecido y que, en última instancia, si alguien tenía que cambiar de trabajo, desde luego sería ella.

Fátima nos confesó que Felipe se «le había venido abajo» desde que el niño nació; que ella no pensaba que fuera tan insensible, tan poco maduro y tan irresponsable. No podía comprender que para él lo más importante continuase siendo su trabajo: «Parece que vive en otro planeta, no se da cuenta de que estoy agotada, que me siento muy infeliz y que necesito que afrontemos esta situación juntos; si algo tiene que cambiar será para los dos, ¿o es que el niño ha sido un capricho mío?».

Por su parte, Felipe se sentía desbordado e injustamente atacado: «Cuando llego a casa sólo oigo reproches y veo malas caras. Todos los días se repite la misma historia: que así no podemos seguir, que el niño cada día nos extraña más, que no hemos traído un hijo al mundo para dejarlo en manos de otra persona, que deberíamos buscar los dos otro trabajo que nos permitiera ser padres de verdad, que lo que ocurre es que a mí me da lo mismo, que no tengo sensibilidad... ¡Qué quiere que haga yo!, ¡no es tan fácil conseguir un buen trabajo! Además, a mí me gusta lo que hago, y no puedo decirle a mi jefe que me tengo que ir a las seis de la tarde porque he tenido un hijo. ¡Pero en qué país vive! Parece que ella es la única madre del mundo; lo que pasa es que está histérica desde que nació el niño y todo lo paga conmigo; no para de decirme que no es feliz ¡y parece que yo tengo la culpa! Los días de diario son malos, pero casi temo más los fines de semana. Todo tiene que girar en torno al niño, que si hay que levantarse pronto y darle el biberón porque se despierta temprano, que después hay que cambiarle, jugar un rato, no hacer ruido cuando duerme, darle la papilla, el puré de frutas, sacarle a la calle, jugar otra vez con él...; no puedo tener un segundo libre, porque entonces soy un egoísta, un insensible... ¡No creo yo que todo el mundo lo pase tan mal y lo haga tan complicado, porque entonces nadie tendría niños!».

La situación empeoró aún más cuando el pequeño empezó a tener molestias en los oídos, y a consecuencia de las mismas lloraba por las noches. Fátima montó en cólera al ver que Felipe «se hacía el dormido» para no levantarse, y le tocaba a ella pasarse la mitad de la noche con el niño en vela. La siguiente vez que vino a la consulta estaba decidida a terminar con todo: «Hasta aquí hemos llegado —dijo—, ya no necesito más pruebas, Felipe es el ser más egoísta que he conocido nunca; le da igual que su hijo esté malo, que llore o grite por las noches, que yo me arrastre por el suelo, él sigue durmiendo como si nada fuera con él; si todo me lo voy a tener que chupar yo, y esto es lo que me espera, prefiero terminar cuanto antes». Ante este tipo de situaciones, los profesionales debemos emplearnos a fondo, pues todos los elementos parecen conjurarse en contra de la pareja.

Cuando Fátima nos contaba lo que había pasado esa semana en que el niño estaba enfermo de los oídos, por primera vez desde que empezamos el tratamiento la interrumpí, y lo hice para adelantarme a todas sus quejas y para exponer con sumo detalle la situación que ella había vivido. «Entonces —le dije— el niño estaba muy inquieto porque le dolían los oídos —una de las cosas que más altera a un niño es el dolor de oídos—, con lo cual, supongo que habría pasado el día muy molesto, ¿verdad?». «Sí —respondió Fátima—, cuando llegamos no paraba de llorar, apenas había comido nada en todo el día y nos costó mucho que se durmiera». «Perfecto —continué—, me imagino la nochecita que vendría después, seguro que no paraba de dar vueltas y de llorar y gimotear y, por supuesto —enfaticé—, ¡Felipe ni flores!, ¡ni se enteraba de que el niño lloraba y estaba malito, él seguía durmiendo tan feliz». «Así fue —aseveró con fuerza Fátima». Después de un largo silencio por mi parte, lo suficiente para conseguir toda la atención y expectación de Fátima, continué, enfatizando esta vez al máximo mis palabras: «Bien, Fátima, si te preguntara si los niños pequeños sienten y piensan como los adultos, ¿qué me dirías? Entonces —continué—, ¿por qué no le pides a un niño que reaccione como un adulto y sin embargo le pides a un hombre que reaccione como una mujer? —Ante su sorpresa, proseguí, pero con un tono más dulce—: Fátima, me temo que nunca te han dicho que los hombres son menos sensibles a los sonidos agudos que las mujeres, pues es así; pregúntale a tus amigas, porque seguro que les ocurre algo parecido. No es que los hombres se hagan los sordos cuando duermen, sencillamente, les cuesta mucho oír el llanto de los niños, y aunque te parezca mentira ¡no se enteran!». «Lo que me faltaba —saltó Fátima—, ahora va a resultar que son unos pobres angelitos». «No, Fátima, simplemente son hombres, y durante millones de años, quien ha estado a cargo de los niños hemos sido las mujeres, y quienes hemos desarrollado un sexto sentido para oírlos en sueños y para distinguir cuando están enfermos o tienen un problema importante, somos las mujeres, y por mucho que ellos quieran, les resulta imposible, de repente, que su naturaleza evolucione en unas cuantas décadas el equivalente a millones de años. Hay cosas que las tenemos muy claras; por ejemplo, no les pedimos que den de mamar, porque sabemos que no pueden; de la misma forma que, por mucho que nosotras nos esforcemos, difícilmente vamos a correr más deprisa que ellos o vamos a conseguir levantar más peso. Pues va siendo hora de que sepamos que hay cosas para las que ellos están biológicamente más preparados y otras donde nosotras les llevamos ventaja. Ya sé que las mujeres hemos demostrado una adaptación increíble y en pocos años hemos sido capaces de desarrollar trabajos que antes eran exclusivos de los hombres; pero para esos trabajos estábamos preparadas, sólo necesitábamos la oportunidad de poderlos hacer, porque eran trabajos intelectuales, y hoy en día sólo un ignorante o un cretino puede sostener que las mujeres somos menos inteligentes que los hombres, pero también hay que ser muy ciegos para no ver que somos diferentes. Fátima, hay rasgos externos muy visibles, que demuestran las grandes diferencias entre un hombre y una mujer; pues de la misma forma hay rasgos internos que no se ven con la misma nitidez, pero están ahí, y lo peor que podemos hacer es seguir ignorándolos. Tú decides, puedes pasarte la vida quejándote y buscando un hombre que tenga la misma sensibilidad que una mujer, por ejemplo, para oír al niño por la noche, para darse cuenta cuando le pasa algo, para ser tan observador y tan intuitivo como nosotras, para poder hablar de varias cosas a la vez..., o, por el contrario, podemos estudiar en qué nos parecemos y en qué nos diferenciamos, y así será más sencillo encontrar acuerdos razonables».

A continuación, cuando aún no había salido de su asombro, aproveché y le dije: «Ahora cogeremos una hoja y apuntaremos todas las cosas que te hacen infeliz: cuando te sientes infeliz cuál crees que es la causa, en qué momentos te ocurre, en qué circunstancias y, finalmente, quién es el responsable. Por ejemplo —continué—, ¿quién tiene la culpa de que no termines de trabajar antes de las ocho de la noche?, ¿es Felipe?; ¿quién es el responsable de que sientas que no estás siendo una buena madre?, ¿también es Felipe?; cuando el niño está enfermo y te sientes infeliz al verlo sufrir, ¿también tiene la culpa Felipe de su enfermedad?».

Poco a poco Fátima dejó de mirarme con sorpresa, y pasó de la indignación a la tristeza, de la ira al llanto, de la rabia a la impotencia. En esos momentos le dije: «¡Ánimo, Fátima, por encima de todo los dos os queréis mucho, y si remáis en el mismo sentido, conseguiréis llegar a la orilla que os propongáis! Nadie siente tanto tu infelicidad como Felipe, recuerda que él no es tu enemigo, él está contigo y los dos formáis parte del mismo equipo. Sin pretenderlo, le estás haciendo responsable de todos tus males, de todas tus insatisfacciones y de toda tu infelicidad, y es lógico que lo hayas hecho, pues es la persona que tienes más cerca, la que has elegido, en la que has depositado tu amor y tu confianza, pero eso no significa que tenga la llave para resolver cualquier situación, para cambiar el horario de los trabajos, para que el niño no se ponga enfermo, para que tú no estés cansada... Fátima, atacándole continuamente sólo conseguirás que ambos os sintáis mal y que os encontréis en un callejón sin salida. ¿Qué tal si el viernes, cuando acostéis al niño, y a pesar del cansancio que tengáis, os vais a bailar los dos juntos? —Ante su cara de sorpresa añadí—: ¿Tú crees que bailar —a ambos les encantaba— es un peligro para vuestra relación? ¡Perfecto!, ahora vamos a confeccionar otra lista, y en ella pondremos todo lo que os gusta, o al menos os gustaba hacer juntos; después haremos otras listas, donde escribiréis cuáles son las cosas que queréis que cambien en vuestras vidas en estos momentos. Pero tiempo al tiempo, de momento, esta noche, si el niño llora y tú te sientes muy agotada, despertarás suavemente a Felipe y le dirás algo parecido a: "¡Cariño, sé que estás derrotado, pero a mí no me quedan fuerzas para coger al niño, se me caería al suelo, por favor, seguro que consigues calmarle, te quiero, mi vida!"». Ante la sonrisa de Fátima, le pregunté: «¿Tú crees que Felipe responderá con un gruñido o se levantará sorprendido y hasta con buen ánimo?».

Esta sesión fue muy dura, pero nos permitió trabajar a fondo con los dos; los reproches dejaron sitio a las sugerencias positivas, ambos acordaron empezar a buscar trabajos que les permitieran tener tiempo libre —tardaron mucho en conseguirlo, pero mientras llegó el momento lo vivieron «en equipo», no como dos enemigos enfrentados—, recuperaron la intensidad de sus relaciones sexuales, alcanzaron un acuerdo sobre el nuevo reparto de tareas y responsabilidades, aprendieron a disfrutar del niño y, sobre todo, volvieron a sentirse felices de estar juntos.

En la última sesión ambos se mostraron muy positivos y convencidos de que esta crisis había sido «una prueba muy dura para su relación», pero coincidían en que al final la habían superado con sobresaliente.

Fátima y Felipe aprendieron:

1. Que cada uno es responsable de su felicidad, pero será más fácil conseguirla si los dos miembros de la pareja se coordinan y forman un buen equipo.

2. Que pueden optar por pedirse imposibles o potenciar sus habilidades.

3. Que las mujeres y los hombres pueden y deben complementarse en el cuidado de los hijos, y lo harán no a pesar de sus diferencias, sino gracias a la riqueza que entrañan sus singulares características.

4. Que los niños no destruyen relaciones que funcionaban bien, pero, para que todos alcancen un buen equilibrio, sí exigen bastantes cambios, mucha carga de generosidad en los padres y determinadas adaptaciones.

5. Que las situaciones más desesperantes encierran grandes oportunidades, pues nos impulsan a tomar decisiones que luego serán vitales en nuestras vidas.

6. Que el inconformismo bien encauzado constituye una excelente ayuda para no resignarse y superar situaciones injustas o poco humanas.

7. Que el trabajo no nos puede robar nuestra vida.

Después de estas reflexiones, es un buen momento para que analicemos otra de las quejas más comunes: la falta de comunicación.

 

 

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