LAS
DIFERENCIAS EN LA PAREJA ¡QUÉ POCO NOS PARECEMOS!
Seguramente la mayoría de las personas nos hemos preguntado, en más de una
ocasión, ¿cómo han podido terminar juntas dos personas tan diferentes? Lo
hacemos refiriéndonos a determinados amigos o personas que conocemos. Si lo
pensamos detenidamente, esta sorpresa podría generalizarse con muchas parejas de
nuestro entorno. La explicación es sencilla, en contra de lo que pudiéramos
pensar: no buscamos en la pareja alguien parecido a nosotros, sino alguien que
nos complemente, que sea diferente, que destaque o nos dé seguridad en aquellos
puntos donde nos sentimos más débiles.
La
persona insegura intentará encontrar alguien que sobresalga por su seguridad y
su estabilidad emocional. El triste irá detrás de la persona alegre; el aburrido
buscará alguien divertido... ¿Pero hasta dónde funciona este principio? Los
especialistas sabemos que funciona razonablemente bien, siempre y cuando, los
dos, a pesar de sus diferencias, compartan los valores que para ellos son
fundamentales. Por ejemplo, la persona cobarde, que no se atreve a cambiar de
vida y acometer proyectos nuevos, buscará alguien con decisión, que le
proporcione seguridad y logre vencer sus miedos; pero no se sentirá bien si lo
hace saltándose principios que para él/ella son básicos; por ejemplo, si nuestro
protagonista es una persona con principios muy rectos, no le servirá de ayuda
una pareja poco escrupulosa, a la que no importe conseguir sus objetivos a
través de medios poco fiables o que atenten contra los legítimos derechos de los
demás.
La
fórmula ideal sería: diferentes pero complementarios, no antagónicos.
¿Qué
ocurre entonces para que muchas parejas sientan que son incompatibles? Sencilla
y desgraciadamente, ¡que se pasaron en las «diferencias»!
En estos
casos, una de las preguntas que más nos formulan es: ¿Cómo no fueron capaces de
darse cuenta antes de que eran una pareja condenada al fracaso?». La respuesta
es obvia: porque al comienzo de las relaciones, y especialmente en esa etapa de
atracción inicial, y aparente enamoramiento, sentimos más «con el corazón que
con la razón».
Indudablemente, la «química» interviene, pero también juegan un papel importante
las expectativas poco realistas que a veces nos formulamos, los deseos de
encontrar por fin a la pareja que estamos buscando, las circunstancias que nos
rodean —necesidad de encontrar una persona después de un fracaso amoroso, o
alguien que nos alegre y nos haga salir de esa etapa especialmente triste o
difícil que estamos pasando—. Al final, múltiples factores parecen encadenarse
para producir esa equivocación tan dolorosa.
Ya hemos
visto en espacios anteriores que la vivencia de esa primera fase de atracción
inicial mutua tiene poco que ver con la realidad que nos espera después. Sin
embargo, es muy humano que nos confundamos y pensemos que vamos a vivir en una
permanente luna de miel cuando por fin creemos haber encontrado a «nuestra media
naranja».
Muchas parejas se dan cuenta pronto de que tienen poco futuro, casi siempre
cuando empiezan a convivir, pero en otros casos, hay personas que pasan por alto
los primeros signos de alarma, quieren pensar que han sido producto de un mal
día, empiezan a disculpar todo, cierran los ojos y tapan sus oídos y, cuando se
dan cuenta, están atrapados en una relación frustrante y estéril, que les llena
de incertidumbre y de inseguridad.
Uno de
los factores que más paraliza a estas personas es su sentimiento de culpa. Se
sienten culpables por no haber sabido ver a tiempo el tipo de pareja que habían
elegido; se regañan constantemente por este error, se encuentran sin fuerzas
para tomar una decisión definitiva y llevarla a efecto; entre otras cosas porque
han perdido la confianza en sí mismas, y piensan que nadie les garantiza que no
vuelvan a equivocarse. El tema se complica aún más cuando hay niños por medio.
En muchos casos, la persona que se siente más defraudada decide continuar y
sacrificarse, precisamente por los hijos, porque en su inseguridad piensa que
para ellos, a pesar de todo, es mejor la situación actual; en el fondo les
aterra la vivencia de la separación. ¡Cuántas veces esos hijos, al cabo de los
años, formulan preguntas terribles para el padre o la madre que se encuentra
inmerso/a en ese drama!: ¿qué pudiste encontrar en un ser semejante?, ¿qué te
pudo gustar de papá o mamá?, ¿cómo no fuiste capaz de reaccionar antes?, ¿por
qué seguiste a su lado?, ¿tan poco te importábamos que nos condenaste a sufrir
por tu equivocación?...
Como
siempre, conviene matizar muy bien entre lo que pueden ser diferencias debidas a
la forma de ser y sentir de los hombres y las mujeres, y diferencias
insalvables, que sólo llevan a la destrucción o a la desesperanza.
El caso de Gema y Gabriel nos puede ayudar a verlo mejor.
El
caso de Gema y Gabriel
Gema y
Gabriel constituían una pareja un poco atípica. Llevaban ocho años juntos y
habían sido padres hacía cuatro años.
Ambos
trabajaban, tenían un hijo en común, compartían la misma casa, pero ahí se
terminaban todas sus coincidencias.
Cuando
vinieron a vernos Gabriel acababa de tomar la decisión de separarse; sin
embargo, a Gema le parecía que no había razones suficientes que justificasen una
medida tan drástica.
Gabriel
estaba muy preocupado por la forma en que la separación podía afectar al niño y,
por todos los medios, quería llegar a un acuerdo razonable con Gema que
repercutiera favorablemente en el hijo de ambos.
Había
sido Gabriel quien había tomado la iniciativa de venir a vernos. Nos conocía a
través de un familiar muy cercano, que había estado en la consulta
recientemente.
El estaba
dispuesto a intentarlo todo por el bien de su hijo, pero lo que no iba a tolerar
es que las cosas siguieran como hasta ahora. Si Gema no acercaba posiciones, su
decisión era firme.
Por su
parte, cuando Gema vino a vernos lo hizo a regañadientes; era la condición que
Gabriel había puesto para intentar salvar la relación, se le notaba que estaba
incómoda y, en realidad, había dicho que sí a la opción de venir al psicólogo
para ganar tiempo y ver si mientras tanto a su pareja se le pasaba «esa obsesión
por separarse». Rápidamente comprobamos que Gema no estaba dispuesta a cambiar
nada en lo sustancial, aunque no le importaría realizar algunos «ajustes más
superficiales».
Gabriel
era una persona que procedía de un estatus socioeconómico bastante alto,
mientras que la familia de Gema se podía encuadrar en un nivel medio-bajo. Este
hecho no tendría que ser especialmente significativo, pero en este caso había
sido determinante en la configuración del carácter de Gema.
Nuestra
protagonista era una persona tremendamente ambiciosa, para ella su carrera
profesional y su bienestar económico eran los dos objetivos que habían marcado
todos sus pasos en los últimos años.
Aunque
Gabriel era un chico atractivo, muy agradable, tierno, sensible, simpático,
paciente y generoso, nada de eso le había llamado especialmente la atención a
Gema; es más, lo consideraba un poco «blandengue». Lo que más le había atraído
de Gabriel eran su «pedigrí» y su solvencia económica. El procedía de una
familia de fuerte abolengo y disfrutaba de un bienestar económico muy superior
al de la mayoría de los jóvenes de su época. Ellos no tuvieron que comprarse un
piso, los padres de Gabriel les regalaron una casa en la mejor zona de la
ciudad.
Por su
parte, lo que más le había gustado a Gabriel de Gema era su afán de lucha, su
capacidad de superación, su aparente alegría, su buen humor, su desinhibición,
sus ganas de formar una familia con hijos y sus ojos llenos de «pasión».
En cuanto
se casaron las cosas empezaron a cambiar. De pronto Gema parecía haber perdido
gran parte del interés hacia Gabriel, no tenía prisa por tener niños, su trabajo
había pasado a ser el eje central de su vida, junto con la necesidad de
ostentación de su bienestar económico; no paraba de comprar cosas, de cambiar
muebles, de estrenar coches, de pedir una casa nueva para pasar las vacaciones
en la mejor urbanización del sur de España..., y, para colmo, mostraba cada vez
más un temperamento muy impositivo.
Seguramente tuvieron un hijo porque Gema comprendió que Gabriel estaba empezando
a sentirse mal con el tipo de relación que mantenían y que no durarían mucho
juntos.
Una vez
que nació el niño, Gabriel se volcó literalmente en él; era un padre ejemplar,
todo el tiempo que pasaba con su hijo se le hacía corto. Pero al cabo de unos
meses, surgieron de nuevo los problemas en la pareja. Gema no parecía mostrar
interés alguno por el niño, se limitaba a dar al pequeño todo lo que pedía.
Gabriel se desesperaba una y otra vez, había leído un montón de libros de
psicología infantil y se daba cuenta de que el tipo de educación que Gema quería
implantar era totalmente contraproducente.
El niño
empezó a tener una conducta bastante déspota y tirana con la madre; literalmente
se ponía insoportable con ella. Gabriel le decía que el niño llamaba así su
atención, porque sentía que no era importante para ella, y Gema reaccionaba de
forma colérica.
No había
una sola esfera que funcionase bien entre ambos: las relaciones sexuales eran
casi inexistentes —Gema estaba siempre muy cansada—, sus conductas histriónicas
desesperaban a Gabriel —de repente se ponía a chillar o empezaba a tirar cosas
al suelo, especialmente cuando había bebido alcohol, cosa que cada vez ocurría
con más frecuencia—.
Ante este
panorama, decidimos empezar a trabajar primero con Gema, pues era la que
mostraba las conductas más negativas y extremas; conductas que dejaban traslucir
una enorme falta de control por su parte.
En la
segunda sesión le planteamos que sus diferencias eran tan grandes que habían
llegado a convertirse en dos
seres antagónicos, con objetivos y sentimientos muy encontrados.
Gema
argumentaba que ella siempre había sido así, que en realidad nunca le habían
gustado los niños, que no había tenido una infancia fácil, y que ahora quería
disfrutar del bienestar económico que tenían, y no estaba dispuesta a pasarse la
vida detrás de un niño malcriado, que parecía tenerle manía. «Lo que ocurre
—decía— es que Gabriel siempre lo ha tenido todo, no ha sentido la necesidad de
luchar y abrirse camino, no valora las mismas cosas que yo, y ahora para él el
niño es como un juguete, al que quiere modelar como si se tratase de una obra de
arte. Está obsesionado con la psicología infantil, con lo que los niños
necesitan..., y a mí eso me parecen estupideces; si yo hubiera tenido todo lo
que este niño tiene desde que ha nacido, no necesitaría nada más».
El niño,
en realidad, era la principal víctima de sus diferencias; de la forma tan
distinta que tenían de ver y sentir la vida. Era un niño encantador con todos,
pero tirano hasta el máximo con su madre; parecía no quedarse tranquilo hasta
que conseguía «desquiciarla»; en ese momento paraba y se ponía a jugar con sus
cosas.
Este fue
el típico caso en que nuestro consejo orientador fue la separación. Por mucho
que Gema y Gabriel se hubiesen esforzado, eran tan distintos en lo esencial, que
nunca habrían sido una pareja feliz.
No hay
forma de que funcione una pareja cuando ambos son antagónicos:
• Cuando
un miembro de la pareja es sensible y el otro es como una roca, pocas
posibilidades tienen de terminar bien.
• Cuando
a uno le interesan los hijos, y al otro le estorban, se ha levantado entre ellos
un muro.
• Cuando
uno valora por encima de todo el bienestar material, y el otro la profundidad de
los sentimientos compartidos, nunca tendrán los mismos objetivos.
• Cuando
no coinciden en su forma de sentir, de pensar, de valorar y de actuar, lo mejor
que pueden hacer es acabar con ese desgaste y esa insatisfacción permanente.
Gema se
dio cuenta de que su convivencia era imposible, pero le costaba aceptar lo que
para ella representaba un fracaso social.
Un día
confesó que Gabriel era mejor persona que ella, pero que en el fondo él también
lo había tenido mucho más fácil, y ella era una superviviente de una familia
desunida, con dificultades económicas y con falta de amor entre sus padres.
Al final,
afortunadamente, consiguieron llegar a un acuerdo razonable en relación al niño.
Aunque seguramente, en este caso, lo mejor hubiera sido que el niño se quedase a
vivir con su padre, Gema se mostró intransigente en este aspecto —pues quería
beneficiarse de la pensión económica que debería pasarle Gabriel y, como mujer,
tenía todo el beneficio de un sistema judicial injusto y cruel con los papás—.
Gabriel no quiso entrar en una lucha larga y encarnizada, cuyo resultado final
no estaba claro, pero que podía influir muy negativamente en la relación y en la
actitud que la madre ya tenía con el hijo.
La
realidad es que, transcurridos unos meses de la separación, el niño empezó a
pasar más tiempo con su padre que con su madre. Ahora la relación entre la
pareja es más cordial, de vez en cuando realizan alguna actividad los tres
juntos, y el niño tiene una relación más relajada con su madre.
No nos
empeñemos en imposibles.
Cuando entre dos personas las diferencias son tan profundas que obligan a
cesiones irrenunciables, no hay posibilidad de una vida emocional sana. El
sufrimiento que acompaña a la convivencia «enferma» sólo terminará con la
separación de la pareja.
Por el contrario, dos personas pueden tener sensibilidades distintas, pero si
son complementarias y respetuosas con la forma de ser del otro, si comparten los
mismos fines y los mismos valores, si están llenas de un cariño profundo y de
una admiración mutua, pueden llegar a confluir en una relación feliz y duradera
en el tiempo.
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