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ME SIENTO FRACASADO
La
vivencia del fracaso nos acompaña desde que nacemos, pero esa vivencia no es
peligrosa hasta que se convierte en sensación de fracaso.
No se
trata de un juego de palabras, aunque habrá quien se pregunte qué quiero decir.
Como siempre, vamos a intentar analizar las emociones con una perspectiva
amplia, que nos ayude a comprender su origen, su evolución y su posible
superación.
Seguramente, cuando nacemos, en ese mismo instante o al cabo de unas horas, el
bebé ha tenido una vivencia clara de fracaso, ha pasado del habitat materno tan
confortable en que vivía a este medio lleno de ruidos, de cambios y sobresaltos,
que es el mundo exterior.
Durante
los primeros meses el niño sigue teniendo innumerables vivencias de fracaso,
cuando quiere coger las cosas y aún no tiene una buena coordinación
óculo-manual, cuando su prensión es deficiente y se le caen los objetos, cuando
se quiere incorporar y no puede, cuando se quiere levantar y se cae, cuando
pretende andar y no consigue el equilibrio necesario, cuando quiere hablar y aún
no es capaz de articular las palabras, cuando quiere darle a la pelota y le da
al aire, cuando quiere leer y aún no sabe... Su primera infancia, su
adolescencia, su juventud... están llenas de vivencias de fracaso que, en mayor
o menor medida, él ha ido encajando y superando.
¿Qué
ocurre cuando llegamos a la etapa adulta?, ¿por qué en esos momentos el fracaso
constituye una experiencia tan desagradable?, ¿no tendría que suceder al
contrario? Efectivamente, lo lógico sería que, a mayor edad, mayor superación de
la vivencia del fracaso; sin embargo, sabemos que no es así; muchas personas, a
medida que van cumpliendo años, aceptan peor la vivencia del fracaso.
El punto
de inflexión normalmente lo marca la adolescencia, esa etapa en la que de
repente el niño pasa de tener una actitud más o menos razonable, solidaria y
llena de curiosidad ante la vida, a otra dura, rebelde, provocadora, plena de
insatisfacción e inseguridad, en la que el adolescente busca la confrontación
como medio de encontrar su propia seguridad; esa seguridad que está tan lejos de
sentir. A partir de ahí las vivencias de fracaso se transforman en sensación de
fracaso, llegan las grandes dudas, los grandes reproches, los primeros
desencuentros, las crisis profundas y las pulsiones incontroladas.
El
adolescente se hace muy vulnerable a la opinión y valoración de los demás, sobre
todo de su círculo más próximo, de sus iguales, de sus amigos/as o de los
chicos/as que le rodean. Su vulnerabilidad le lleva a rebelarse contra el
fracaso, hasta el extremo de que puede tener auténticas crisis cuando se siente
«fracasado».
En la
etapa siguiente, cuando se pasa de la adolescencia a la juventud, la situación
se calma un poco, pero no demasiado. En el joven la sensación de fracaso también
es muy fuerte; aún se siente muy inseguro, está en una fase en que se cuestiona
su auténtica valía, no ha encontrado su «sitio», las relaciones afectivas
adquieren mucha importancia, pero cuesta alcanzar un punto de equilibrio. Es un
periodo de mucha competitividad, donde la sensación de fracaso constituye una
compañía muy molesta y perturbadora.
Cuando
pasamos a la etapa de adulto, muchos piensan que ahí será más fácil encontrar la
madurez y el equilibrio emocional, pero hay algunos factores que no ayudan a
este objetivo. El adulto, al contrario que el niño, ha perdido mucha
flexibilidad, y ahí radica uno de sus principales hándicaps: se pasará mucho
tiempo luchando contra esa inflexibilidad. Sólo los años, la sabiduría del que
sabe aprender, o la estabilidad del que se siente bien con su propia vida hacen
que el adulto vuelva a recuperar la flexibilidad que le da seguridad en sí mismo
y le facilita la vivencia equilibrada de las emociones. A partir de ahí el
adulto vuelve a tener vivencias de fracaso, pero no las etiqueta ni las vive con
sensación de fracaso.
Mujeres y
hombres viven el fracaso de forma distinta, y lo sienten ante diferentes
situaciones. Las mujeres son más vulnerables a los fracasos emocionales y
afectivos, a los fracasos en el seno de la familia y muy especialmente con los
hijos. Los hombres también pueden sentirse afectados por los fracasos de los
hijos, aunque en distinta medida, pero donde tienen su punto más débil, donde se
«rompen» con más frecuencia, es ante los fracasos profesionales.
Las
consultas de los psicólogos están llenas de mujeres, y las sesiones de coaching
de hombres. El coaching es un entrenamiento que se realiza a nivel profesional,
y frecuentemente lo realizamos psicólogos expertos. Se caracteriza por la
personalización. Es un proceso interdependiente «entrenador-alumno», cuyo fin
último es el aprendizaje de las habilidades, actitudes y competencias que
necesita cada persona para desarrollar de forma óptima su trabajo.
El
coaching es una nueva formulación de la formación, una herramienta muy
importante para la gestión de personas en las organizaciones. Sobresale por su
carácter individual y práctico, permite potenciar nuevos comportamientos y
habilidades.
El
coaching requiere por parte de los alumnos:
— La
aceptación de áreas de mejora dentro del repertorio personal de competencias.
— La
aceptación de un proceso de cambio continuo.
— La
implicación en el itinerario de desarrollo a través del cambio de conductas.
En
definitiva, las mujeres acuden al psicólogo para pedir ayuda, pero ayuda sobre
todo a nivel personal o familar; mientras que los hombres lo hacen para pedir
ayuda y entrenamiento profesional. Ellos están dispuestos a aceptar que
necesitan mejorar en diversas áreas, que durante el proceso habrá que realizar
determinados cambios, que asumirán esos cambios y se implicarán en su
consecución..., pero lo harán fundamentalmente para facilitar su desarrollo
profesional.
Esta
diferencia tan evidente no significa que las mujeres no se tomen en serio su
trabajo, ¡ni muchísimo menos! La responsabilidad que desarrollan las mujeres en
sus puestos de trabajo alcanza al menos el mismo nivel que la que presentan los
hombres, pero sus centros de interés no terminan ahí, al contrario de lo que,
con frecuencia, les pasa a muchos hombres.
La
sensación de fracaso es muy fuerte en la mujer, y la vive con un dolor inmenso.
En el hombre la sensación de fracaso es muy incapacitante, pero suele referirse
al medio laboral; su trabajo llega a ser el centro de su vida, y el centro
también de sus insatisfacciones.
El caso
de Teodoro y Teresa puede ayudarnos a ver estas diferencias; igualmente puede
servir de orientación a las personas que se encuentren en una situación
semejante a la de Teodoro.
El
caso de Teodoro y Teresa
Teresa y
Teodoro llevaban veinticuatro años casados, y aunque poseían caracteres
diferentes, en principio su relación era bastante aceptable.
Tenían
dos hijos de veintidós y dieciocho años, que estaban estudiando.
Teresa
trabajaba como administrativa en una empresa y Teodoro como directivo de un
banco.
Hacía
diez meses que Teodoro había sido prejubilado. Le pilló por sorpresa y ocurrió
muy rápido. Al principio no salía de su asombro; al cabo de diez meses estaba a
punto de entrar en una profunda crisis depresiva.
Teodoro
había acudido al gabinete casi arrastrado por su mujer. Aunque reconocía que no
había levantado cabeza desde su prejubiladón, le costaba mucho pedir ayuda
psicológica. En el fondo, tenía muy claro que la causa de su actual estado era
su prejubilación, «y eso no lo va a cambiar ningún psicólogo, por bueno que
sea».
Teresa se
había mostrado muy paciente con este tema, pues entendía que para Teodoro había
sido un golpe brutal. Las prejubilaciones eran una práctica habitual de su
banco, pero él no había pensado que le llegase a los cincuenta y dos años, de la
forma tan repentina y sorpresiva en que se desarrollaron los hechos.
Los hijos
también habían apoyado mucho a su padre, pero estaban empezando a cansarse de la
actitud derrotista y quejumbrosa de éste.
Cuando
vimos a Teodoro, llevaba varios meses en que apenas salía de casa. Se pasaba el
día tirado en el sofá, viendo la tele, leyendo la prensa y «picando» a todas
horas. Cuando llegaba la hora de marcharse a la cama no tenía sueño, y de nuevo
se quedaba viendo la tele hasta las tres, cuatro o cinco de la mañana. Al día
siguiente se levantaba tarde, con sensación de malestar, cansado y sin ganas de
hacer nada.
En las
últimas semanas la situación se había agravado, pues Teodoro cada vez se
mostraba más suspicaz, más hiriente y agresivo. Todo parecía molestarle, incluso
le fastidiaba que los demás se rieran y estuviesen de buen humor; se había
convertido en una compañía lamentable.
Los
primeros registros que le pedimos, hechos con bastante desidia y de forma
incompleta, nos mostraron una situación muy típica: se pasaba el día pensando en
lo «mierda» que era todo, en la injusticia que habían cometido con él, en que ya
nadie le llamaba, en que su mujer y sus hijos no entendían lo mal que se
sentía... y, para colmo, se estaba convirtiendo en un hipocondríaco, veía
enfermedades en cualquier síntoma y se desesperaba porque el médico le había
dicho que su estado de decaimiento se debía a que no había aceptado su
prejubilación, que no tenía ninguna enfermedad, pero que acabaría con una
depresión si seguía con esa obsesión.
Le
mandamos hacer otro registro de tareas: debía apuntar las cosas que hacía cada
hora y la satisfacción que obtenía al hacerlas. Como era de esperar, la
satisfacción era mínima y su actividad se limitaba a estar tumbado y a sentarse,
y de ahí a volverse a tumbar; se pasaba el día delante del televisor, pero, eso
sí, no paraba de tener pensamientos irracionales, todo era negativo, todo era
injusto para él y nada tenía solución.
Esa misma
semana tuvo que anotar otro registro de conductas. Dado el incremento de
situaciones conflictivas en casa, le pedimos que escribiese qué ocurría cada vez
que había alguna situación desagradable o tensa: qué hacía él, qué hacía Teresa,
qué hacían los chicos, cómo respondía cada uno ante las conductas de los otros,
qué pensaba él en esos momentos de tensión... Al final el análisis era muy
claro: Teodoro buscaba la mínima oportunidad para crear tensión, Teresa se
controlaba bastante, pero los chicos cada vez entraban más «al trapo» y la
convivencia se había convertido en un infierno.
Cuando
evaluábamos las situaciones que se producían en casa, Teodoro me dijo que estaba
pensando muy seriamente en marcharse a vivir a un apartamento que tenían en la
playa, que le fastidiaba hacerlo por Teresa, pero que como ésta finalmente
parecía defender lo que hacían los chicos, pues que se quedase con ellos ¡y
todos contentos! Le comenté que me parecía muy bien, y cuando aún no había
salido de su sorpresa, añadí: «Pero para irte a vivir a la playa, antes tendrás
que estar bien contigo mismo, de lo contrario al segundo día de estar allí, vas
a querer que te trague el mar». Teodoro asintió con la cabeza, pues era
consciente de que la playa no era una solución, sino, como tantas veces hemos
señalado, una huida, una salida que al final se convertiría en una trampa muy
peligrosa.
Con estos
antecedentes, y afortunadamente con la ayuda de Teresa, que en todo momento
siguió las instrucciones que le fuimos dando, emprendimos el programa que
habíamos diseñado para que Teodoro volviera a sentirse bien.
Lo
primero que pusimos en su vida fue actividad. Como siempre le había gustado
comer bien, le sugerimos que se apuntase a un curso de cocina, la única
condición es que desde el primer día del curso, él sería el encargado de hacer
la comida en casa. Lógicamente, para completar la tarea, también haría la compra
de lo que necesitase, primero lo limitamos al tema de la alimentación, pero
Teodoro pronto sugirió que podía comprar el resto de las cosas de la casa.
Rápidamente le pedimos que hiciera una «lista» consensuada con Tere de lo que
realmente necesitaban, pues Teodoro, como la mayoría de los hombres, tendía a
comprar más de lo necesario.
Poco a
poco fuimos trabajando en la confrontación de sus pensamientos; es decir, le
ayudábamos a realizar un análisis objetivo de sus pensamientos para que éstos
fueran más acordes con la realidad. Un día le pedimos que escribiera todo lo que
había sentido desde que se enteró de su prejubilación. Lo hizo muy bien,
describía una situación de profunda impotencia y de sentido fracaso; él, que
había sido un trabajador brillante, que había dado los mejores años de su vida
al banco, sentía que ahora se había convertido en «uno más» de esa larga lista
de prejubilados a los que mandaban a casa, porque ya no resultaban rentables,
porque ya no encajaban en la nueva política, no había sitio para ellos en la
estrategia futura de la entidad. Entonces le pedí que pusiera todos los posibles
culpables de esa situación, quiénes le habían decepcionado, quiénes incluso
sentía que le habían traicionado; por qué eso implicaba que él ya no tuviera
ningún valor como profesional, que era un fracasado, una especie de estorbo del
que había que desprenderse; por qué la prejubilación significaba un lastre para
él; por qué no lo veía como la oportunidad de hacer las cosas que siempre había
deseado; qué era lo que le impedía catalogarlo como una «lotería», como un
regalo para su vida... Esta relación la debía completar con las cualidades que
creía tener hacía un año, con las que aún pensaba que conservaba y con las que
no había tenido ni antes ni ahora, pero le gustaría tener. Posteriormente hubo
otras listas, entre ellas destacamos qué cosas no podía hacer un año antes y qué
cosas podía hacer en la actualidad. A continuación trabajamos sobre «la gestión
del tiempo», cómo sacarle el máximo partido a ese tiempo que él, precisamente
él, tenía la suerte de tener; ese tiempo que representaba el control sobre su
vida, una posibilidad reservada a muy poca gente...
Ni que
decir tiene que en esa lista, en ningún momento aparecían su mujer y sus hijos
como culpables de nada. Ellos no habían sido responsables de la decisión que
habían tomado con él, ellos tampoco le habían decepcionado, ni le habían hecho
sentirse un fracasado o un estorbo. Por el contrario, se dio cuenta de que, bien
analizado, se abría ante él la oportunidad de su vida; que las cualidades que
tenía hacía un año, permanecían ahí, y que la gran modificación era que ahora
tenía tiempo para hacer lo que más le satisficiera; había conseguido lo que casi
nadie tiene a su edad: tiempo para vivir su propia vida. Sin darse cuenta, era
como si hubiese comprado su libertad para llenar su vida de lo que él quisiera,
no de lo que le impusieran. Pronto sintió que era una pena que Tere no estuviera
en su misma situación, pues así también disfrutaría de un privilegio como el que
él tenía.
Llegados
a este punto, en que por fin Teodoro abandonaba la sensación de fracaso y
empezaba a sentirse un privilegiado, decidimos trabajar con él una «cualidad»
que siempre había echado en falta, la de relacionarse y comunicarse mejor. «Lo
mío son los números —nos dijo un día—, y ahí soy muy bueno, pero fallo bastante
en la relación con las personas; Tere me conoce y me acepta como soy, pero me
gustaría mejorar sobre todo por mis hijos, les quiero mucho, pero lo único que
hago es discutir siempre con ellos». Había llegado el momento de que aprendiera
algo tan vital como comunicarse mejor, así que trabajamos de forma intensiva
esas habilidades de comunicación que brillaban por su ausencia; aprendió a
escuchar, a saber lo que el otro está comunicando, a ser más sensible y más
hábil, a parar sus impulsos, a decir lo que era adecuado en cada momento, a
controlar sus propios pensamientos negativos, ese diálogo interior que tanto
daño le estaba haciendo..., y aprendió lo que para él era más importante,
aprendió a disfrutar de esos dos chavales que estaban en una edad en que él les
podía ayudar mucho.
Realmente
estaba siguiendo muy bien el programa, así que le pedimos a Tere un esfuerzo
adicional; aunque ella llegaba cansada a casa, pues tenía jornada partida y no
salía hasta las seis y media de la tarde, le dijimos que intentara encontrar un
hueco para ir un día entre semana al cine, que era una actividad que a los dos
les gustaba, pero que nunca encontraban el momento de realizar. Tere lo hizo con
entusiasmo y, de paso, acordaron que él la iría a buscar al trabajo en coche,
para que pudiera llegar antes a casa y aprovechar todos los días y dar un paseo
de treinta minutos juntos.
Por otra
parte, dado que Teodoro en los meses precedentes había engordado 12 kilos, le
dimos dos alternativas: acudir a un gimnasio, al menos cuatro días a la semana,
o hacer algún deporte con sus hijos. Prefirió esta última opción, a la que
añadió otra posibilidad: durante el fin de semana intentaría enseñar a Tere a
jugar al paddle, que era el deporte que a él más le gustaba y que practicaría
con sus hijos. A Tere le sorprendió, pero le pareció muy bien esta opción. Ella
estaba en una edad en la que le convenía hacer mucho ejercicio.
Cuando ya
fue capaz de ver el aspecto positivo de su prejubilación, y que lejos de
resultar una carga para su familia se había convertido en una compañía muy
grata, le dijimos que era el momento de añadir alguna actividad más que
completase el programa.
Teodoro
en esos momentos tenía cincuenta y tres años, era demasiado joven para hacer
sólo actividades «de relleno»; especialmente en una persona como él, que había
estado acostumbrada a una dinámica de trabajo muy intensa. De nuevo contemplamos
dos opciones: colaborar en un despacho que habían montado unos ex compañeros,
donde podía desarrollar algunas labores de asesoría y de preparación de
proyectos, o colaborar en alguna ONG, en temas de su especialidad. Al final
decidió una opción mixta. Colaboraría con sus antiguos compañeros en algunos
trabajos, pero lo haría de tal forma que esta colaboración no le supusiera más
de cinco horas de trabajo real al día, e intentaría ayudar en temas de
contabilidad en una ONG, en la que conocía a personas que le merecían todo su
respeto y confianza.
Teodoro
normalizó sus horarios, se acostaba con Tere y se levantaba a la misma hora que
ella, se iba al despacho en el que realizaba algunas colaboraciones y, como muy
tarde, a las dos de la tarde se quedaba libre para poder hacer el resto de
actividades «gratificantes» que le esperaban. Aunque sus antiguos compañeros le
pidieron una y mil veces que ampliase su horario, ahí se mantuvo absolutamente
firme, e hizo bien; no se trataba de sustituir un trabajo por otro, se trataba
de ganar calidad de vida, de no volver a sentir esa sensación de fracaso que le
había llevado a las puertas de la depresión y que había convulsionado a él y a
su familia.
Al final
de ese recorrido tan interesante que hicimos todos, Teodoro aprendió que:
La
sensación de fracaso siempre es interna, como interna es la superación del
mismo.
Cuando
nos sentimos fracasados alimentamos una serie de pensamientos irracionales, que
son los que nos hunden en ese fracaso.
—
Aprender a controlar esos pensamientos irracionales es una de las mejores cosas
que podemos hacer en nuestra existencia. A partir de ahí nos resultará más
sencillo controlarnos emocionalmente y disfrutar de las situaciones que la vida
nos brinda.
— No debemos tomar decisiones importantes, que afecten a nuestra vida personal o
profesional, cuando nos sentimos fracasados o estamos inmersos en una crisis que
ha roto nuestra estabilidad emocional.
— La
valía de una persona no depende del éxito profesional que alcance.
— A las
personas las prejubilan por la edad, y porque la empresa ha decidido una
estrategia donde ellas no tienen cabida, pero eso en ningún momento significa
que no sean personas válidas.
— En
muchos casos la prejubilación es un auténtico drama desde el punto de vista
económico, familiar y personal. En el caso que nos ocupa, la prejubilación fue
la oportunidad para recuperar el control de su vida y hacer todo aquello que
siempre había anhelado o que no había tenido la ocasión de descubrir, pero que
estaba dentro de él.
— En las
situaciones de crisis vemos cómo responden las personas que nos rodean. Teodoro
había tenido la suerte de comprobar el cariño inmenso que su mujer y sus hijos
sentían por él, y la capacidad de comprensión y entrega sin límites ni
contrapartidas que Tere podía desarrollar, incluso en esos momentos tan
difíciles.
— A
partir de ahora, tenía el privilegio de haber aprendido aspectos cruciales para
su vida: se conocía mejor, sabía controlarse mejor, se relacionaba mejor y podía
disfrutar más.
Teodoro y
Tere formaban un buen equipo, y como equipo unido y compacto superaron la
difícil situación que él estaba viviendo.
Cuando un
miembro del equipo está débil, el otro debe asumir el papel de dinamizador; a
veces puede resultar agotador, pero siempre merece la pena.
Una vez
que hemos visto cómo poder enfrentarnos y superar la sensación de fracaso, vamos
a intentar analizar en el próximo espacio otra situación que puede resultar
familiar a muchas personas: cuando añoramos la libertad.
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