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ME SIENTO INFRAVALORADO/A ¿POR QUÉ YA NO ME VALORA?
La
principal valoración debe ser interna. Si, por el contrario, estamos siempre
pendientes de cómo nos valoran los demás, muchas personas se pasarán su vida
intentando adaptar su comportamiento a las exigencias «o intransigencias» de los
que les rodeen.
El dolor
que nos produce sentirnos infravalorados, bien por parte de nuestra pareja o de
una persona significativa de nuestro entorno, nos provoca una de las peores
emociones que podemos tener. Cuando pensamos que esa infravaloración es injusta,
sufrimos por ello; pero cuando creemos que merecemos esa desvalorización, la
inseguridad, la tristeza y, a veces, la desesperación hacen mella en nuestra
autoestima.
Casi
todas las personas que tienen problemas con su pareja en algún momento se han
sentido poco valoradas; si ese proceso de desvalorización continúa en el tiempo,
el pronóstico empieza a ser menos favorable.
Dado que
entre los hombres y las mujeres no es sencillo que exista un buen proceso de
comunicación, el riesgo de que uno de los integrantes de la pareja se sienta
poco valorado es muy alto.
El caso
de Julia y Javier puede ayudarnos en el análisis de una situación extrema que,
desgraciadamente, se repite con más frecuencia de la que creemos.
El
caso de Julia y Javier
Julia y
Javier llevaban quince años juntos, tenían tres hijos de doce, diez y seis años.
Julia era
maestra y Javier había cambiado numerosas veces de compañía y de sector; había
perdido definitivamente su trabajo de ingeniero hacía cinco años; en ese momento
decidió que ya no trabajaría para nadie, y creó su propia empresa, pero el
negocio siempre fue mal.
La
situación de la pareja se hacía cada vez más insostenible. Julia era la única,
desde hacía cinco años, que aportaba ingresos a la economía familiar. Javier no
terminaba de aceptar la falta de viabilidad de la empresa, y cada día se
mostraba más huraño, más distante y más agresivo con Julia y los niños.
Julia era una persona paciente, pero había llegado un momento en que ya no podía
más. Ella misma reconocía que si todo se hubiese limitado a un problema de
diferencia de caracteres, seguiría a su lado, pero lo que la estaba hundiendo
era el menosprecio que Javier mostraba hacia todo lo que ella hacía o decía, y
la falta de interés que tenía por los niños.
A pesar
de que vivían de su sueldo, Javier no paraba de echar por tierra la profesión de
Julia. De sus hijos nunca se había preocupado, pero ahora no pasaba un día en
que no organizase alguna discusión porque, según él, los niños eran unos
caprichosos y unos malcriados.
Sobre el
tema económico se negaba a hablar. Cuando Julia le preguntaba cómo iban las
cosas en la empresa, su contestación era: «¿Desde cuándo tú entiendes algo de
economía?».
La crisis
se había desencadenado cuando, después de dos meses sin dirigirle la palabra a
Julia, de repente un día, sin más explicaciones, le dijo que firmase unos
papeles. Ella quiso leerlos antes de hacerlo, y aquí empezaron los gritos y los
insultos: «¡Qué c... te has creído que haces!, ¿para qué quieres leerlo?, ¡lo
único que tienes que hacer es firmar y dejar de complicarme la vida!, ¡tú no
tienes ni idea del mundo de los negocios!, ¡firma de una p... vez y deja de
mirarme con esos ojos, que me pones enfermo!».
Los
papeles en cuestión eran una ampliación de la hipoteca que Javier ya había hecho
hacía un año, sobre la casa en que vivían. Cuando Julia preguntó si estaba
seguro de poder recuperar ese dinero, pues de lo contrario se quedarían en la
calle, Javier no paró de soltar un insulto tras otro: «¡Qué poco te preocupabas
de preguntar qué pasaba cuando todo iba bien! —en realidad, la empresa nunca
había dado beneficios, y cuando trabajaba en las otras compañías, siempre se
había quedado con una parte importante del sueldo para sus gastos—; ¿con qué
derecho me preguntas si puedo recuperar ese dinero?, ¡al fin y al cabo esta casa
la pagué yo! —la casa la habían pagado con el salario de ambos y con unos
ahorros que Julia aportó al matrimonio—; ¿tú te crees que todo es tan sencillo
como ir a una clase y preguntar la lección a unos niños?; ¡me está bien empleado
por haberme casado con una persona tan estúpida y tan limitada como tú!...».
Julia no
firmó los papeles en ese momento. Optó por salir de casa con los niños, y volver
al cabo de unas horas, esperando que se le hubiese pasado el estado de
agresividad que mostraba. A su vuelta Javier no estaba, seguramente se había ido
a tomar unas copas, y no le volvió a ver esa noche.
Teníamos
consulta al día siguiente, y cuando vino y relató los últimos acontecimientos,
le dije que ¡no firmase por nada del mundo esos papeles! «En realidad —comenté—,
tú viniste hace quince días diciendo que no te sentías valorada, pero si
analizamos los hechos de forma objetiva, éste no es un problema únicamente de
desvalorización. Javier no es capaz de controlar su agresividad contigo y con
los niños; no quiere afrontar ninguna responsabilidad por su parte y no realiza
un análisis mínimamente objetivo de la situación y de la viabilidad de la
empresa; se niega a afrontar su fracaso profesional, seguramente le echaron de
las compañías anteriores por su carácter impositivo, por su falta de
flexibilidad, por su incapacidad para aceptar otros criterios que no fueran los
suyos. Ahora, lejos de asumir la situación, ha decidido que tú eres la culpable
de todos sus males. En ese estado, ¡claro que perderéis la casa si firmas la
hipoteca! Si no ha reaccionado hasta ahora, sabiendo cómo está la situación,
conociendo que tú has tenido que pedir dinero prestado a tus padres para hacer
frente a la hipoteca que pidió el año pasado, ¡no podemos esperar que, por arte
de magia, se vuelva lúcido, razonable y, de repente, actúe desde la prudencia y
la sensatez!».
En esa
sesión no quisimos insistir más en las manifestaciones patológicas de Javier; en
esos momentos era más importante conseguir que Julia no se hundiera. No le
podíamos pedir que tomase decisiones para las que ni tenía fuerzas, ni estaba
preparada; había que asegurar unos mínimos imprescindibles, y esos mínimos
pasaban por no firmar la ampliación de la hipoteca. Además, como siguiente
medida ante la última actitud agresiva y fuera de control de Javier, no
contestaría a ninguna pregunta que le formulase; no le diría que era la hora de
comer o de cenar, aunque de momento seguiría haciendo su comida, pues no tenía
fuerza para abrir más frentes; no accedería a ningún contacto sexual y actuaría
como si él no existiese.
Igualmente, le dijimos que fuera a un abogado y se informase de todo lo
concerniente a la situación que vivían: ¿qué pasaba con la casa?, ¿podía Javier
pedir otros préstamos sin que ella se enterase?, ¿convenía en estos momentos
hacer separación de bienes?, ¿qué ocurriría si ella pedía la separación?...
A
continuación, durante varias semanas, trabajamos sin descanso en el objetivo
principal: recuperar a Julia; conseguir que volviera a coger seguridad en sí
misma, subir su autoestima, aumentar su control sobre las situaciones límites
que Javier provocaba...
La
recuperación fue lenta, muy lenta, pues Julia se encontraba muy dañada. Hacía
demasiados años que se había hundido, al sentirse primero poco valorada y luego
despreciada. No podía recuperarse en unas semanas, sus heridas eran demasiado
profundas y las circunstancias no le ayudaban. Sus padres, que siempre habían
actuado de forma muy prudente, desde hacía tiempo no paraban de presionarla para
que reaccionase y dejase a Javier, pues veían que su hija estaba hundida, y que
su yerno era capaz de dejarla sin casa y llena de deudas. Sus hijos cada día se
mostraban más inquietos y más rebeldes. Por otra parte, le daba apuro contar sus
problemas a sus amigas, pues éstas estaban hartas de oír las barbaridades de
Javier y ver cómo Julia no reaccionaba.
Con la
autorización de Julia, llamé a sus padres. Necesitaba que éstos supusieran para
ella un apoyo, no una fuente de conflictos y presiones. Ellos, afortunadamente,
entendieron lo que les proponía y dejaron de presionar, para pasar a apoyar de
forma incondicional a su hija. En este caso, trabajé con ellos en cómo ayudar a
generar de nuevo seguridad en Julia, pues ella tenía la autoestima por los
suelos y necesitaba que le recordasen todo lo que valía; cómo había conseguido
metas difíciles, cómo siempre había sido una persona con mucho carisma, con
muchas habilidades sociales y con mucha capacidad de lucha. El efecto positivo
no tardó en llegar. Julia pasó de no hablar casi con sus padres a verles con
mucha frecuencia; se sentía muy querida por ellos pero, sobre todo, se sentía
muy valorada, y en estos momentos era una de las cosas que más necesitaba.
Diseñamos
un programa pormenorizado, aprendió y reconoció en sí misma las distintas fases
por las que atraviesa la persona que se siente poco valorada; se dio cuenta de
que su caso era «de libro», que no es que ella actuase de forma especialmente
torpe, sino que Javier era una persona con una patología muy clara: era un ser
profundamente inseguro, con falta de control emocional y poco hábil socialmente,
que había tratado de compensar su inseguridad con conductas agresivas, déspotas
y humillantes con las personas que tenía cerca.
Ella sí
que consiguió alcanzar un gran control sobre sus emociones. A partir de ese
momento no se agotó en defensas o argumentaciones que Javier nunca escucharía ni
tendría en consideración; dejó de caer en las trampas y en las provocaciones que
Javier continuamente le tendía; aprendió a no dejarse manipular intelectual ni
emocionalmente; priorizó sus actuaciones y concentró sus esfuerzos, en una
primera fase, en conseguir que sus hijos la vieran más tranquila, más relajada y
dominando la situación, para que ellos a su vez se sintieran más seguros.
Posteriormente, empezó con su propio trabajo de reconstrucción personal.
En este
caso no había posibilidad de trabajar con Javier; él no admitía que pudiera
estar equivocado o tener una conducta errónea. Cuando alguien llega a esa
situación de falta de conexión con la realidad, lo mejor que podemos hacer es
liberar a la persona o personas que tiene al lado, y que son las que más sufren
sus conductas desestructuradas, agresivas, humillantes y descalificadoras.
Javier no
estaba preparado para convivir consigo mismo, cuanto menos para poder vivir con
otras personas.
No se
puede razonar con quien no razona y no se puede llegar a acuerdos con quien no
ve la realidad, ni es capaz de controlar sus impulsos y sus agresiones.
Llegado
el momento, cuando Julia se sintió fuerte —al cabo de cuatro meses y medio de
venir a vernos—, dio el paso de la separación.
Javier no
creía que su mujer fuera capaz de separarse, pero cuando quiso reaccionar, ya
estaba todo hecho.
Al
principio se puso muy agresivo; pretendía no marcharse de la casa, amenazó con
todo tipo de hostilidades, pero finalmente se dio cuenta de que se iría por las
buenas o por la fuerza.
Pasados
unos meses intentó volver, le dijo a Julia que todo había sido causado por una
mala racha profesional, pero que ellos, en el fondo, estaban hechos para vivir
juntos y que era la mejor solución para los niños. Julia no titubeó, le había
costado mucho dar el paso, pero había recuperado su seguridad en sí misma y, con
mucha calma, le dijo que ya no era posible esa vuelta, pero que le vendría muy
bien una ayuda especializada. Al principio Javier se negó, pero los padres de
él, con quienes se había ido a vivir, y con quien Julia seguía manteniendo una
excelente relación, le dijeron que si no se sometía inmediatamente a
tratamiento, en un mes se marcharía de la casa. Al final consiguió un trabajo,
un mal trabajo según él, pero suficiente para poder vivir de forma
independiente. Julia, los niños, sus padres y sus suegros respiran tranquilos;
no esperan nada de él y prácticamente no lo ven, pero han conseguido que deje de
ser una losa sobre sus vidas.
En otros
casos la situación es menos dramática y, aunque no son sencillos, tienen buen
pronóstico cuando los dos miembros de la pareja se quieren de verdad y aceptan
trabajar sobre la base de la mejora de sus relaciones.
Incluso
en algunos momentos, el análisis de las conductas que ambos tienen nos muestra
que la causa no es que uno infravalore al otro, sino que hay personas que
fácilmente, sin una base objetiva, se sienten infravaloradas. Son personas que
sobresalen por su inseguridad, o que en esos momentos se encuentran inmersas en
una crisis importante.
El
drama surge cuando bajo la infravaloración se esconde un sentimiento de
desprecio, de humillación y de vejación hacia la otra persona.
Recordemos que de la desvalorización a la humillación hay un camino muy corto,
que difícilmente es reversible.
A en el
siguiente espacio vamos a tratar de analizar otra de las insatisfacciones más
profundas y más dolorosas, donde los protagonistas son los hijos.
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