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Esquema del Árbol de la Vida

Esquema de los círculos de la manifestación del alma

Esquema del Árbol místico

PRIMERA SEFIRÁ: KETER, CORONA

Se puede intentar comprender (1) algo a Kéter por la vía de dos estrategias complementarias: la afirmación superlativa y la negación de toda cualidad. La primera indica que le es atribuible cualquier cualidad en que podamos pensar, pero en un grado de exaltación y perfección inimaginable para nosotros. La segunda afirma que cualquier cosa que digamos de Él, no es. Esta frase no hay que entenderla como que no posea la cualidad en cuestión en un grado infinito, sino que aun así ésta se queda corta, en el sentido de que existe otro plano de transcendencia respecto del cual el primero no es sino una pálida sombra.

Por eso siempre se ha imaginado a Kéter bajo la forma de un venerable anciano visto de perfil. Sólo percibimos la mitad de su rostro: el que mira a la Manifestación. Su otro aspecto permanece oculto para siempre y no es conocido por nadie salvo por sí mismo. Pues, ¿cómo es posible descorrer el velo del Ain, la Nada, su realidad última?

Pero no es la "nada" filosófica considerada como lo contrario u opuesto al ser, a la existencia. Es más bien un estado de super-ser o plenitud absoluta indiferenciada, respecto de la cual el ser es una restricción, una limitación, un estado de algún modo disminuido. La Nada es "nada" sólo desde el punto de vista del ser, porque no puede ser abarcada, comprendida o percibida por éste. El ser sólo la puede imaginar precisamente como eso: como nada.

¿Puede imaginarse una vaciedad que llena plenamente? ¿Puede imaginarse una oscuridad que brilla más que la propia luz? Tal vez la paradoja sea el mejor medio de representarnos la realidad de Kéter: el no ser infinito, luminoso y radiante; el no ser afirmativo, superabundante, carente de límites y condiciones; el eterno e inmóvil salir de sí para darse a sí mismo; la vida incondicionada; la perfección absoluta; el sumo bien, en el que todos los mundos han sido, son y serán sin agotarle ni disminuirle en modo alguno.

Kéter es la Unidad, el Uno y el Único. No hay en él traza alguna de dualidad, diferenciación, matices, atributos. Siendo simplicidad extrema, reposa en la seidad absoluta de su conciencia perfecta en calma y beatitud completas.

En su unidad suprema no hay sujeto ni objeto, causa ni efecto: es Sí Mismo absoluto, totalidad indivisible. Es el equilibrio perfecto, el punto de quietud de todos los equilibrios, el centro de todos los centros. Todas las cosas penden de él y él no pende de ninguna.

Se dice que todo procede de un desbordamiento de En Sof (el Infinito), por su superabundancia, pero sin que eso suponga para El ninguna disminución ni alteración. La irradiación de En Sof, su vestidura, es la Luz Infinita, En Sof Or. Kéter es el punto de irradiación de esta Luz, en la que y por la que todos los mundos han sido emanados, creados, formados y hechos. De ella, las otras nueve sefirot son las lámparas en las que brilla.

Hemos dicho que el rostro de Kéter mira en ambas direcciones: hacia lo inmanifestado -aquello que el velo del Ain nos impide siquiera vislumbrar y que es la realidad de Dios en sí misma- y hacia la manifestación. En el primer caso viene representado por el pronombre personal Él (2), porque permanece siempre oculto en su absoluta transcendencia, siendo el misterio de los misterios, la esencia que por superinteligible es ininteligible, ya que la inteligibilidad misma es una de sus emanaciones (Biná).

En el aspecto que mira a la manifestación, Kéter está representada por el Nombre Divino "Eheié Asher Eheié", traducido como Yo soy el que soy, pero que por su forma gramatical de futuro puede interpretarse como Yo seré. En ese sentido, su esencia es devenir, llegar a ser, manifestar lo inmanifestado. Como tal es la Corona suprema, el principio de todos los principios, la causa de todas las causas. Estando más allá del Ser, el Ser es su afirmación. El es el Ser de los Seres.

Por eso, a pesar de su inalcanzabilidad, está tremendamente próximo. Nada puede separarse ni un milímetro de Él. Todo lo que es, es en Él y por Él. Como se dice, si Él cerrara los ojos, todo dejaría de existir. Él contiene todo como uno. Es la identidad esencial de todas las cosas con el Absoluto, Él es el Absoluto. Él mismo: el Anciano de los Días, el Rostro Inmenso que es la luz de todos los rostros. Estamos al final del proceso. Partiendo del Reino hemos llegado a la Corona. Desde el punto de vista microcósmico -del alma humana- la pregunta es: ¿quién es digno de portarla?

Hemos distinguido tres círculos de manifestación, a modo de estados cuánticos u órbitas alrededor de un núcleo central que es la propia chispa de luz divina. En el círculo inferior, centrado en Yesod, el alma se experimenta como un ego identificado con la personalidad e inmerso en un mundo externo fragmentado de yoes, objetos y cosas separadas. Es el círculo del néfesh, en el que predomina el deseo de recibir para sí, que es la inteligencia-energía de lo físico.

El círculo intermedio es el nivel del rúaj. Está centrado enTiféret que es el sí mismo de la individualidad. El círculo del rúaj es la faceta manifestante y activa de la mente. Por supuesto, su semicírculo inferior se solapa con el semicírculo superior del néfesh, de donde recibe éste la impronta o sello del ser individual de la persona. También la parte superior del rúaj se solapa con la inferior de la neshamá, lo que le confiere esa experiencia de ser verdaderamente a la que hemos aludido en su lugar. El self o sí mismo es el verdadero centro de la mente individual, transcendiendo en parte sus propias modalidades de manifestación: el "yo soy" desidentificado del conjunto cuerpo-ideas-sentimientos psicosomático; el yo soy, sencillamente, sin especificaciones; el yo soy la conciencia dinámica de lo manifestado.

El desprendimiento del yo (en el sentido de trascendencia, no de pérdida: conlleva una anulación de las potencias individuales de memoria, entendimiento, voluntad, etc.) se produce en Daát, el centro del círculo de la neshamá, que en su arco superior toca a las tres sefirot supremas de Bina, Jojmá y Kéter. La descripción de estos estados es puramente mística y nosotros no podemos sino representárnoslos de forma metafórica y aproximada. Si Biná es la polaridad madre de la Mente Divina, que proyecta por debajo de Sí la totalidad del universo y lo reabsorbe en Sí misma al final de todos los ciclos de Tikún o rectificación cósmica, el alma que se abre a la influencia directa de esta sefirá (al final de sus propios ciclos personales de tikún) experimenta un estado de iluminación e identificación con la conciencia del Todo, sin trazas de separación o dualismo, uniéndose sujeto y objeto en una entidad de puro sentimiento. Se es inmanente y transcendente al tiempo; con la mente abierta en vez de estar encerrada en unos límites personales; consciente de sí, pero transcendiendo la actividad de ese sí; en un estado de desapego, sin implicarse personalmente en las cosas. Es la totalidad en la unidad: esta conciencia iluminada abarca a todo el universo.

El alma que tiene un presentimiento de la sefirá Jojmá, alcanza esa conciencia luminosa, transparente, omnímoda que hemos definido como el espejo de la Verdad Divina: esa Luz de la omniconciencia en la que Dios se conoce a Sí Mismo y a todas las cosas en un eterno ahora; esa luminosidad inefable en la que todas las criaturas existen como ideas vivientes, como arquetipos, antes de ser creadas en los mundos; esa conciencia pura que subsiste en todos los estados de la mente -inherencia pura en el ser puro- y que se llama Sabiduría.

La esencia de esa Luz suprema, oculta, simplicísima, es conocida sólo por Dios mismo: el no ser infinito, luminoso, radiante, superabundante, el Sumo Bien, EL QUE ES. En esa Luz de la Corona, Kéter, el alma se pierde a sí misma por amor (el Beso de Dios) para nacer a la Vida de la Luz incomprensible que es la propia manifestación de Dios (su Shejiná), en la que se siente transformada. Tal es la vida eterna que tenemos en Dios, participando de la Divina Esencia. Esta es la plenitud, la felicidad, la devekut (Adhesión a Dios), el éxtasis - estado del cual el alma debe descender, para realizar unificada con la Luz la obra de la Luz, la realización en acto del pensamiento divino de beneficencia, plenitud y felicidad a rebosar de todos los seres en todos los mundos que han sido, son y serán.

El círculo centrado en Kéter, cuya semicircunferencia inferior abarca a Jojmá, Bina y Daát, y de cuya semicircunferencia superior nada podemos decir, ni siquiera si hay tal, pertenece exclusivamente a lo Divino. ¿Se cierra este semicírculo con el que trazamos en Maljút como centro y que llega hasta el Fundamento de Yesod? ¿No es Maljút la esencia de la voluntad de recibir, presente en potencia en el seno del En Sof, y alrededor de la cual -como centro- tuvo lugar el tsimtsum o contracción original de la Luz del Infinito, para crear un espacio en el que la Luz proyectada emanara, creara, formara e hiciera todos los mundos manifestados?

Llega un momento en el que el discurso debe cesar para dejar paso al silencio. Además de las estrategias negativa y superlativa con las que iniciábamos este apartado, podemos seguir una vía interrogativa, y para tomar conciencia de nuestra ignorancia, dejar abierta una pregunta que nunca se contesta del todo: "Alzad vuestros ojos a lo alto y mirad: ¿Quién ha creado éstos?", dice el profeta Isaías78. ¿Quién?, el objeto eterno de toda búsqueda.

 

 

(1) Comprensión es Bina, la tercera sefirá. Kéter está por encima de toda comprensión.

(2) Por contraste con el Tú (Ata), pronombre con el que nos dirigimos a la Divinidad bajo una forma discernible en cualidades (severidad, misericordia, y demás sefirot) y que representa el Rostro Menor de la Divinidad (Tiféret) frente al Rostro Inmenso de Kéter. Cuando la Divinidad se manifiesta en la Creación lo hace bajo la forma de un Yo (Aní), como identidad suprema de todas las cosas, identificado con la Shejiná, la Presencia, el Maljút del mundo divino. El Ain (la Nada) deviene en Aní (Yo). En etapas más avanzados se estudia que esa es la distancia ontológica entre la Alef, primera letra del alfabeto hebreo, y la Yod, la décima: el tránsito entre la Deidad oculta y la Deidad manifestada.

 

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