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NUESTRA HERENCIA DISFUNCIONAL
Si entendemos de manera más profunda las religiones y las tradiciones
espirituales antiguas de la humanidad, encontramos que debajo de las
diferencias aparentes hay dos principios fundamentales en los cuales
convergen prácticamente todas. Si bien las palabras utilizadas para
expresar esos principios son diferentes, todas apuntan hacia una doble
verdad fundamental. La primera parte de esa verdad es el reconocimiento de
que el estado mental "normal" de la mayoría de los seres humanos contiene
un elemento fuerte de disfunción o locura. Son quizás algunas de las
enseñanzas centrales del hinduismo las que más se acercan a ver esta
disfunción como una forma de enfermedad mental colectiva. La denominan
maya, el velo de la ilusión. Ramana Maharshi, uno de los grandes sabios de
la India, afirma claramente que "la mente es maya".
El budismo utiliza términos diferentes. Para Buda, la mente humana en su
estado normal genera dukkha, vocablo que puede traducirse como
sufrimiento, descontento o simple desdicha. La ve como una característica
de la condición humana. A donde quiera que vamos, en cualquier cosa que
hacemos, dice Buda, tropezamos con dukkha, que termina manifestándose en
todas las situaciones tarde o temprano.
Según las enseñanzas cristianas, el estado colectivo normal de la
humanidad es el del "pecado original". La palabra "pecado" ha sido mal
comprendida y mal interpretada. Traducida literalmente del griego antiguo,
idioma en el cual se escribió el Nuevo Testamento, pecar significa errar
el blanco, como el arquero que no clava la flecha en la diana. Por
consiguiente, significa no dar en el blanco de la existencia humana.
Significa vivir torpe y ciegamente, sufriendo y causando sufrimiento. Así,
una vez despojado de su bagaje cultural y de las interpretaciones
erróneas, el término apunta a una disfunción inherente a la condición
humana.
Los logros de la humanidad son impresionantes e innegables. Hemos creado
obras sublimes en la música, la literatura, la pintura, la arquitectura y
la escultura. En épocas recientes, la ciencia y la tecnología han
provocado cambios radicales para nuestra forma de vida y nos han permitido
hacer y crear cosas que habrían parecido prodigiosas apenas hace 200 años.
No hay duda de que la mente humana es enorme. Sin embargo, esa misma
inteligencia está tocada de locura. La ciencia y la tecnología han
amplificado el impacto destructivo ejercido por la disfunción de la mente
humana sobre el planeta, sobre otras formas de vida y sobre los mismos
seres humanos. Es por eso que la historia del siglo veinte es la que
permite reconocer más claramente esa locura colectiva. Otro de los
factores es que esta disfunción se está acelerando e intensificando.
La Primera Guerra Mundial estalló en 1914. Toda la historia de la
humanidad había estado preñada de guerras crueles y destructivas,
motivadas por el miedo, la codicia y las ansias de poder, además de los
episodios ignominiosos como la esclavitud, la tortura y la violencia
generalizada motivada por razones religiosas e ideológicas. Los seres
humanos habían sufrido más a manos de otros seres humanos que a causa de
los desastres naturales. Sin embargo, en 1914, la inteligencia de la mente
humana había inventado no solamente el motor de combustión interna sino
los tanques, las bombas, las ametralladoras, los submarinos, los
lanzallamas y los gases tóxicos. ¡La inteligencia al servicio de la
locura! En una guerra estática de trincheras perecieron en Francia y en
Bélgica millones de hombres tratando de conquistar unas cuantas millas de
marismas. Al terminar la guerra en 1918, los sobrevivientes observaron
horrorizados e incrédulos la devastación provocada: 10 millones de seres
humanos muertos y muchos más mutilados o desfigurados. Nunca antes habían
sido tan destructivos, tan dolorosamente palpables, los efectos de la
locura humana. Estaban lejos de saber que eso era apenas el comienzo.
Para finales del siglo, el número de personas muertas violentamente a
manos de sus congéneres aumentaría a más de cien millones. Serían muertes
provocadas no solamente por las guerras entre las naciones, sino por los
exterminios masivos y el genocidio, como el asesinato de 20 millones de
"enemigos de clase, espías y traidores" en la Unión Soviética de Stalin, o
los horrores innombrables del holocausto en la Alemania nazi. También hubo
muertes acaecidas durante un sinnúmero de conflictos internos como la
Guerra Civil Española o durante el régimen de los Khmer Rojos en Cambodia
cuando fue asesinada una cuarta parte de la población de ese país.
Basta con ver las noticias de todos los días en la televisión para
reconocer que la locura no solamente no ha menguado sino que todavía
continúa en el siglo veintiuno. Otro aspecto de la disfunción colectiva de
la mente humana es la violencia sin precedentes desatada contra otras
formas de vida y contra el planeta mismo: la destrucción de los bosques
productores de oxígeno y de otras formas de vida vegetal y animal, el
tratamiento cruel de los animales en las granjas mecanizadas y la
contaminación de los ríos, los océanos y el aire. Empujados por la codicia
e ignorantes de su conexión con el todo, los seres humanos insisten en un
comportamiento que, de continuar desbocado, provocará nuestra propia
destrucción.
Las manifestaciones colectivas de la locura asentada en el corazón de la
condición humana constituyen la mayor parte de la historia de la
humanidad. Es, en gran medida, una historia de demencia. Si la historia de
la humanidad fuera la historia clínica de un solo ser humano, el
diagnóstico sería el siguiente: desórdenes crónicos de tipo paranoide,
propensión patológica a cometer asesinato y actos de violencia y crueldad
extremas contra sus supuestos "enemigos", su propia inconciencia
proyectada hacia el exterior; demencia criminal, con unos pocos intervalos
de lucidez.
El miedo, la codicia y el deseo de poder son las fuerzas psicológicas que
no solamente inducen a la guerra y la violencia entre las naciones, las
tribus, las religiones y las ideologías, sino que también son la causa del
conflicto incesante en las relaciones personales. Hacen que tengamos una
percepción distorsionada de nosotros mismos y de los demás. A través de
ellas interpretamos equivocadamente todas las situaciones, llegando a
actuaciones descarriadas encaminadas a eliminar el miedo y satisfacer la
necesidad de tener más: ese abismo sin fondo que no se llena nunca.
Sin embargo, es importante reconocer que el miedo, la codicia y el deseo
de poder no son la disfunción de la que venimos hablando sino que son
productos de ella. La disfunción realmente es un delirio colectivo
profundamente arraigado dentro de la mente de cada ser humano. Son varias
las enseñanzas espirituales que nos aconsejan deshacernos del miedo y del
deseo, pero esas prácticas espirituales por lo general no surten efecto
porque no atacan la raíz de la disfunción. El miedo, la codicia y el deseo
de poder no son los factores causales últimos. Si bien el anhelo de
mejorar y de ser buenos es un propósito elevado y encomiable, es un empeño
condenado al fracaso a menos de que haya un cambio de conciencia. Esto se
debe a que sigue siendo parte de la misma disfunción, una forma más sutil
y enrarecida de superación, un deseo de alcanzar algo más y de fortalecer
nuestra identidad conceptual, nuestra propia imagen. No podemos llegar a
ser buenos esforzándonos por serlo sino encontrando la bondad que mora en
nosotros para dejarla salir. Pero ella podrá aflorar únicamente si se
produce un cambio fundamental en el estado de conciencia.
La historia del comunismo, inspirado originalmente en ideales nobles,
ilustra claramente lo que sucede cuando las personas tratan de cambiar la
realidad externa, de crear una nueva tierra, sin un cambio previo de su
realidad interior, de su estado de conciencia. Hacen planes sin tomar en
cuenta la impronta de disfunción que todos los seres humanos llevamos
dentro: el ego.
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