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LA IMPERMANENCIA Y LOS CICLOS DE LA VIDA I

En cualquier caso, mientras estés en el mundo físico y vinculado con el psiquismo colectivo humano, el dolor físico —aunque no es habitual— sigue siendo posible. Pero no hemos de confundirlo con el sufrimiento, con el dolor emocional y mental. Todo sufrimiento es creado por el ego mediante la resistencia. Asimismo, mientras estés en esta dimensión, estás sujeto a su naturaleza cíclica y a la ley de impermanencia de todas las cosas, pero no la percibes como algo «malo»; simplemente es.

Cuando permites que cada cosa tenga su «cualidad», se revela una dimensión más profunda como presencia permanente debajo del juego de los opuestos: una profunda quietud inmóvil, una alegría sin causa que está más allá del bien y del mal. Es la alegría del Ser, la paz de Dios.

A nivel formal, hay nacimiento y muerte, creación y destrucción, crecimiento y disolución de las formas aparentemente separadas. Esto se refleja por doquier: en el ciclo de vida de una estrella o de un planeta, de un cuerpo físico, de un árbol, de una flor; en el ascenso y en la caída de las naciones, de los sistemas políticos, de las civilizaciones; y en los inevitables ciclos de pérdida y ganancia que se alternan en la vida de los individuos.

Hay fases de éxito en que las cosas vienen a ti y se desarrollan, y fases de fracaso en que las cosas se marchitan, se desintegran y tienes que dejarlas ir para que puedan surgir otras nuevas, o para que se produzca la transformación. Si, llegado a ese punto, te apegas y te resistes, te estás negando a seguir el flujo de la vida, y eso te hará sufrir.

No es cierto que la fase ascendente del ciclo sea buena y la descendente mala; esto sólo es un juicio mental. En general, el crecimiento se considera positivo, pero nada puede crecer eternamente. Si el crecimiento, del tipo que sea, siguiera indefinidamente, acabaría volviéndose monstruoso y destructivo. La disolución es necesaria para que se produzca un nuevo crecimiento. Ambos aspectos no pueden existir separadamente.

La fase descendente del ciclo es absolutamente esencial para la realización espiritual. Debes de haber fracasado rotundamente a algún nivel, o haber experimentado una pérdida seria o un dolor, para sentirte atraído por la dimensión espiritual. O quizá el éxito mismo haya perdido significado, quedándose vacío y convirtiéndose en fracaso. El fracaso reside oculto en cada éxito, y el éxito en cada fracaso. En este mundo, es decir, en el nivel de las formas, todo el mundo «fracasa» antes o después, y todas las realizaciones acaban convirtiéndose en nada. Todas las formas son impermanentes.

Puedes mantenerte activo y disfrutar manifestando y creando nuevas formas y circunstancias, pero ya no te identificarás con ellas. No las necesitas para tener una identidad. Ellas no son tu vida; sólo son tu situación de vida.

Tu energía corporal también está sujeta a ciclos. No puede estar siempre en un punto álgido. Habrá momentos de alta energía y otros de energía baja. Habrá momentos en los que estarás muy activo y creativo, pero también habrá otros en los que te parecerá que todo está estancado y sentirás que no vas a ninguna parte, que no estás consiguiendo nada. El ciclo tiene una duración variable que va de unas pocas horas a varios años. Hay ciclos largos y ciclos breves dentro de los ciclos largos. Muchas enfermedades se generan por luchar contra las fases de baja energía, que son vitales para la regeneración. La acción compulsiva y la tendencia a extraer la propia autoestima y la identidad de factores externos, como el éxito, es una ilusión inevitable mientras te identifiques con la mente. Esto hace que no puedas aceptar las fases bajas del ciclo, que no las dejes ser. Finalmente, la inteligencia del organismo puede adueñarse de la situación como medida de autoprotección y provocar una enfermedad que te obligue a detenerte para que pueda tener lugar la necesaria regeneración.

La naturaleza cíclica del universo está estrechamente vinculada a la impermanencia de todas las cosas y situaciones. El Buda hizo de la impermanencia una parte central de su enseñanza. Todas las situaciones son muy inestables y están en flujo constante, o, como él dijo, la impermanencia es una característica de cada estado, de cada situación que te encuentras en la vida. Lo que era satisfactorio cambiará, desaparecerá y dejará de satisfacerte. La impermanencia también es un punto fundamental en las enseñanzas de Jesús: «No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los consumen y donde los ladrones entran a robar...».

En cuanto la mente juzga que un estado o situación es «bueno», le toma apego y se identifica con él, tanto si se trata de una relación, como de una posesión, un papel social, un lugar, o tu cuerpo físico. La identificación te hace feliz, hace que te sientas bien contigo mismo, y ese estado o situación puede llegar a convertirse en parte de quien eres o de quien crees ser. Pero nada es duradero en esta dimensión donde la polilla y el orín consumen. La situación acaba, o cambia, o puede producirse un cambio de polaridad: lo que ayer o el año pasado era bueno, súbita o gradualmente se vuelve malo. La misma situación que antes te hacía feliz, ahora te hace desgraciado. La prosperidad de hoy se convierte en el consumismo vacío de mañana. La boda feliz y la luna de miel se convierten en un doloroso divorcio o en una convivencia infeliz. O también puede ocurrir que desaparezca una situación y su ausencia te haga infeliz. Cuando el estado o situación con el que la mente se ha identificado cambia o desaparece, ésta no puede aceptarlo. Se apegará al estado que ha desaparecido y se resistirá al cambio. Es casi como si nos cortaran un miembro del cuerpo.

A veces oímos hablar de personas que después de haber perdido su dinero o arruinado su reputación, se suicidan. Éstos son los casos extremos. Otras personas, cuando sufren una gran pérdida de uno u otro tipo, se sienten profundamente infelices o enferman. No pueden distinguir entre su vida y su situación de vida. Recientemente he leído el caso de una actriz de cine que murió con más de ochenta años. Cuando su belleza empezó a palidecer y marchitarse con la edad, ella se sintió inmensamente desgraciada y se recluyó en su casa. Se había identificado con un estado pasajero: el de su apariencia externa. Al principio su apariencia le daba una identidad satisfactoria; después otra insatisfactoria. Si hubiera sido capaz de conectar con la vida informe e intemporal dentro de sí, habría observado y permitido la decadencia de la forma externa desde un sentimiento de paz y serenidad. Además, su apariencia externa se habría hecho cada vez más transparente bajo la brillante luz de su verdadera naturaleza intemporal, de modo que, en lugar de desaparecer, su belleza física se habría transformado en belleza espiritual. Sin embargo, nadie le habló de esa posibilidad. Aún no es fácil acceder al conocimiento más esencial.

 

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