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LA AUTORIDAD
Nadie puede ser espiritual mediante la autoridad. Ninguna autoridad, ni aquí
ni en el más allá, puede hacer que seamos espirituales ni puede darnos el
conocimiento de nosotros mismos. Y sin ese conocimiento propio no es posible
obrar adecuadamente. Lo apropiado no puede existir cuando hay aceptación de
una autoridad.
Es imposible para la mente que ha sido tan condicionada –educada en
innumerables sectas, religiones, y en toda clase de supersticiones y
temores- romper consigo misma y, de esta forma, dar origen a una mente
nueva. La mente vieja es, en esencia, la mente que se halla atada por la
autoridad. Existe la autoridad de la ley que la humanidad ha recopilado
durante muchos siglos, existe la ley de las reacciones mezquinas que dominan
nuestras vidas. También existen las leyes de las instituciones, de las
creencias organizadas a las que se da el nombre de dogmas o religiones. Aquí
no utilizamos la palabra autoridad en el sentido legalista, sino que
entendemos esa palabra como tradición, conocimiento, experiencia, la
autoridad como medio de encontrar seguridad y de permanecer en esa
seguridad, externa e internamente. Después de todo, eso es lo que la mente
está buscando siempre, un lugar donde pueda sentirse segura, donde no se la
perturbe. Esta autoridad puede ser la autoridad de una idea autoimpuesta o
la así llamada idea religiosa de Dios, la cual no tiene realidad alguna para
la persona verdaderamente espiritual. Una idea no es un hecho, es una
ficción. La idea de Dios es una ficción; podemos creer en ella, pero sigue
siendo una ficción. Para encontrar al Ser de Luz, a la verdad o a lo Otro,
es preciso destruir por completo la ficción, porque la vieja mente es la
mente temerosa, ambiciosa, la que tiene miedo de la muerte, del vivir y de
la relación. Consciente o inconscientemente está siempre buscando
permanencia y seguridad.
Pero preferimos la autoridad a la percepción atenta de la vida porque vivir
espiritualmente requiere trabajo, vivir atentos y conscientes, ser
consciente y obrar adecuadamente es arduo. Y como casi todos preferimos
vivir cómodamente nos sometemos a la autoridad para que moldee nuestra vida
y nos fije pautas. Puede ser la autoridad de lo colectivo, del Estado, o
puede ser la autoridad personal, del maestro, del salvador o del gurú. La
autoridad, de cualquier clase que sea, nos ciega, engendra irreflexión. La
autoridad otorga poder, y el poder se centraliza siempre y, por eso,
corrompe por completo. Pero no sólo deprava a la persona que lo ejerce, sino
también a quien la sigue. La autoridad del conocimiento y de la experiencia
pervierte, tanto si le ha sido conferida al “maestro”, a su representante o
al sacerdote. Lo importante es ser consciente y obrar adecuadamente en la
propia vida de cada uno, en ese conflicto aparentemente interminable, y no
el modelo o el líder. La autoridad del Maestro y del sacerdote nos separa de
la cuestión fundamental, que es el conflicto de nuestras vidas.
Ser libres de la autoridad quiere decir que somos libres del temor, de tener
que seguir e imitar a nadie. Seguir un ideal o a una persona es algo
mecánico. Al fin y al cabo ni la moral ni la virtud son una repetición de lo
bueno. En el momento en que la moral o la virtud se vuelven mecánicas dejan
de ser moral o virtud. La moral y la virtud tienen que existir de instante
en instante, de modo que deben estar libres de la autoridad. La ética social
no es moral, en absoluto. Es inmoral porque admite la competencia, la
codicia, la ambición, y la ambición es siempre antihumana, siempre destruye
la relación.
Por lo tanto, la sociedad alienta la inmoralidad. La moral y la virtud
trascienden a la ética. Sin moral ni virtud no hay orden, y el orden no debe
ser conforme a un patrón, a una fórmula. La persona que sigue una fórmula,
disciplinándose para alcanzar una moral y una virtud, es ignorante y
estúpida, no obra adecuadamente y origina para sí misma problemas de
inmoralidad.
Una autoridad externa que la mente proyecta como Dios, como moral, etc. es
destructiva. Todos nos sometemos a nuestra propia autoridad, que se
manifiesta como experiencia, como conocimiento erudito, y tratamos de
seguirla. Existe esta constante repetición, esta constante imitación que
todos conocemos, esa autoridad psicológica, que todos tenemos en nosotros
mismos y se parece al policía que cuida del orden, destruye la virtud, pues
la virtud es algo vivo y en movimiento.
Quien desea transformarse en algo cultivando la virtud no es más que un
ignorante egoísta. Ni la virtud ni el amor pueden ser cultivados, y en ello
hay una gran belleza. La virtud jamás es mecánica, y sin virtud no hay
espiritualidad. Una persona espiritual es virtuosa porque ve lo que es y
obra adecuadamente. Por esto la virtud no puede ser imitada ni alcanzada por
el esfuerzo. Sin ella no hay orden, y con el desorden surge el malhechor y
llegan a ser necesarios el ejército y la policía.
Mientras haya autoridad hay conflicto, el cambio es impuesto y no surge por
la comprensión. No podremos ver el contenido íntegro de nuestra alma
mientras realicemos algún esfuerzo por cambiarlo. No podemos ver la verdad y
obrar adecuadamente si no dedicamos a ello toda nuestra vida.
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