Afán
de poder
El poder
es un hecho unido a la concepción de grupo social. Tanto animales como seres
humanos, cuando viven o simplemente actúan en grupo, desarrollan el fenómeno del
poder, que suele recaer en manos de uno o unos pocos que dominan el grupo.
Podríamos definir el
poder como «la capacidad para controlar las acciones de los demás». Cuando este
poder está legitimado, hablamos de autoridad.
El poder es algo que está
presente en todas las áreas de la vida social: en la familia, cuando un padre
manda a su hijo. En la escuela, cuando un maestro disciplina a un alumno. En el
trabajo, cuando un jefe ordena al subordinado. En la economía cuando un sujeto
mantiene a otro. En el ejército, en el deporte, en la pandilla de amigos y, en
definitiva, en cualquier agrupación social donde de forma natural o establecida
se instaura una jerarquía de poder. Por supuesto, donde más se detecta la
existencia y función del poder es en el gobierno estatal y la política.
En
teoría, el poder mantiene implícitamente la capacidad para mandar y tomar
decisiones que afecten de forma más o menos directa a la vida de los demás, lo
cual no quiere decir que quien ejerza el poder sea el más hábil, justo y
razonable en el mando; es una concepción meramente teórica que por desgracia no
siempre se da en la práctica.
El afán
de poder es un rasgo innato del ser humano en cuanto se considera ser social en
interdependencia con otros individuos. Algunos persiguen, logran o mantienen el
poder con gran empeño empleando para ello toda su energía vital. Otros apagan
este anhelo mediante el razonamiento, la renuncia o el conformismo, derivando su
afán hacia otras formas de poder más asequibles. Y por último, otros lo subliman
transformando en virtud su opuesto: la humildad.
Debido a
la inevitable competencia grupal, tanto la edificación del poder como, sobre
todo, su mantenimiento requieren de unas bases firmes que apuntalen su
existencia. Así, el poder se apoya con frecuencia en la fuerza. La historia del
ser humano está llena de conquistadores, revolucionarios y dictadores que
ostentan el poder mediante la fuerza y la violencia. Hasta el punto de hacer
afirmar a algunos historiadores que «el derecho y la justicia residen en el
interés del más fuerte». Ahora bien, un poder mantenido por la fuerza carece de
estabilidad; con frecuencia se verá acosado por la reacción rebelde de sus
súbditos que intentará derrocarlo; y la contrarreacción, empleando más fuerza,
termina por devastar toda la arquitectura social.
Mayor
firmeza adquiere el poder apoyado en la legitimidad; es decir, cuando está
justificado socialmente y apoyado en el consenso de quienes lo reciben, que al
advertir unas ventajas sociales aseguran su lealtad.
Entre una
y otra existen formas alternativas de poder más o menos interesadas que, sin
utilizar la fuerza, emplean métodos un tanto soterrados que disfrazan su
legitimidad.
Así, por
ejemplo, el poder puede apoyarse en la producción y el consumo, dominando al
individuo de forma indirecta a través de sus necesidades. En otras ocasiones se
apoya en ideologías, de las que quien ostenta el poder se erige como único
representante y defensor ante sus súbditos.
En
definitiva, el poder puede ser utilizado para beneficio personal o social. El
primero conduce al autoritarismo dictatorial en defensa del egoísmo. El segundo,
ejercido con el más puro altruismo, puede agotarse por falta de incentivos
estimulantes. Tal vez una combinación que aúne los propios objetivos con los de
la sociedad sea la que proporcione mayor solidez al poder.