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LA ANOREXIA NERVIOSA:
SÍNTOMAS Y DIAGNÓSTICO
La anorexia nerviosa es
un trastorno que, esencialmente, conduce a la persona que lo padece a
matarse por inanición. Una definición típica es "el excesivo control de la
ingestión de comida para reducir el peso". Este trastorno se manifiesta
desproporcionadamente en mujeres, entre el 90 y el 95% de quienes lo padecen
son mujeres, adolescentes en su inmensa mayoría, iniciándose de modo
habitual entre los 13 y los 22 años. Se estima, en la actualidad, que padece
anorexia una de cada 250 chicas adolescentes.
- Aunque los expertos no acaban de ponerse del todo de acuerdo, éstos son,
en general, los criterios diagnósticos de la anorexia:
- Pérdida del 20% o más del peso corporal (la persona está demacrada).
- Amenorrea o ausencia del período menstrual. Pérdida de cabello.
- Piel seca y escamosa.
- Estreñimiento.
- Lanugo: crecimiento del vello corporal que, probablemente, tenga relación
con el esfuerzo que realiza el organismo para mantener el calor cuando no
recibe suficientes calorías.
- Temperatura corporal reducida (con frecuencia, entre 35a y 36a C). Es
posible que la anoréxica lleve en invierno cuatro jerseys para mantenerse
caliente.
La extremada pérdida de peso es la consecuencia de la dieta compulsiva a la
que se somete la anoréxica. Aunque puede que comience con una dieta normal,
pronto pierde el control. Quizá se limite a la ingestión de una cantidad
situada entre las 600 y las 800 calorías diarias. Sus pensamientos se
centran de manera obsesiva en los alimentos y su consumo, elaborando
rituales en relación con el hecho de comer. Es posible que se limite a
ingerir tan sólo escasos alimentos de pocas calorías, a base, quizá, de
requesón y manzanas. Come en privado y, por regla general, se convierte en
solitaria. Una anoréxica nos describió así su conducta ritual:
“en el trabajo, cuando sus compañeras habían comido, esperaba la ocasión en
que estuvieran fuera de la oficina y buscaba en la papelera los envoltorios
de sus bocadillos. A continuación les pasaba los dedos y olfateaba para oler
los alimentos, volviendo a tirarlos a la papelera antes de que pudieran
descubrirla”.
La dieta compulsiva es la consecuencia de la fobia a ganar peso y el
correspondiente impulso hacia la delgadez. Pero, con frecuencia, la imagen
corporal de la anoréxica está deformada, de manera que cree estar gorda
aunque, en realidad, esté demacrada, pesando, aproximadamente, un 20% menos
de su peso corporal normal. A pesar de su baja ingestión de calorías, la
anoréxica manifiesta una abundante energía, hasta el punto de convertirse en
hiperactiva. Con frecuencia, realiza programas de ejercicios vigorosos para
tratar de quemar mas calorías.
La mayoría de las anoréxicas son niñas buenas, obedientes y de elevado
rendimiento escolar. A pesar de ello, por regla general, muestran
sentimientos de inferioridad con respecto a su inteligencia e imagen
externa. También son corrientes la depresión y la ansiedad, que tan solo se
alivian por la pérdida de peso y el ayuno. Asimismo, la anoréxica típica
pierde el interés por la sexualidad. Por último, suele negar su situación:
sostiene con firmeza que no tiene problemas y que no pesa menos de lo
normal, oponiéndose a someterse a psicoterapia.
El relato de una anoréxica.
A los 27 años, soy ex-anoréxica. Mido 1,83 metros y peso 63,5 kilos, lo que
no está mal para mí. Pero no siempre ha sido así.
A los 3 años, ya estaba gorda. A mi madre le gustaba cocinar y a mí me
gustaba comer. Ella medía 1,57 metros y pesaba 81,5 kilos. Cuando empecé a
ir al colegio, me di cuenta que los demás niños me rechazaban porque era
gorda. Pronto aprendía que el único modo de llamar la atención y conseguir
que me aceptasen otras personas consistía en darles comida, hacer lo que
quisieran, darles cosas y no pensar nunca en mí misma. Cuando tenía 14 años,
mi madre se sometió a un régimen, quedándose en 54,5 kilos. Cuando mi
hermana tenía 15 años y yo 18, ella se volvió anoréxica. Yo juré que nunca
me pasaría lo mismo.
A los 23 años, yo pesaba 85 kilos y nunca había tenido una cita. Un día, una
compañera de trabajo me comentó por casualidad: "las dos tenemos que perder
algo de peso". De inmediato, su comentario disparó algo dentro de mí y
empecé a hacer régimen. En pocos meses, bajé a 63,5 kilos. Me pidieron mi
primera cita. La gente me decía: "estás muy bien, no pierdas más peso".
Descubrí que, cuando te pones a dieta, te ocurren cosas agradables.
En ese momento, las cosas me iban tan bien que decidí, para mantener mi buen
aspecto, que perdería algunos kilos más. Dejé los dulces por completo. En
los tres meses siguientes, bajé de 63,5 kilos a 51,25. Desapareció mi
período menstrual.
Cuando llegué a los 51,25 kilos, decidí ponerme como meta los 45 kilos. El
régimen se convirtió en obsesión. Lo era todo para mí. Compré diversas
tablas de calorías y hasta siete ejemplares de una de ellas. Prescindí de
casi todos los alimentos. Por regla general, consumía, como máximo, 500
calorías diarias. Mi desayuno consistía en una tostada con una pizca de
manteca de cacahuete (no pude dejar la manteca de cacahuete). Me saltaba el
almuerzo. Cenaba "fuera" para que mi familia no supiera lo que hacía.
Normalmente, mi cena consistía en un cuenco de chiles, que tiene 280
calorías. Bebía grandes cantidades de té y mascaba hielo para poder masticar
algo sin calorías. A veces, también me saltaba el desayuno, me levantaba
pronto, antes que el resto de mi familia, y hacía ruido en la cocina, como
si me preparase el desayuno, aunque sin tomar nada. Cuando comía, siempre lo
hacía a solas, nunca con otros. Yo cocinaba para mi familia, pero no comía
nada. Todo eran ritos y compulsión. Sólo pensaba en comida. La vida con mi
familia era una batalla constante. Cuanto más me decían que querían que
comiese, menos quería comer. Cuando me preguntaban qué iba a cenar, les
decía: "he pedido una hamburguesa, patatas fritas y un batido". Y así lo
hacía. Lo encargaba a un restaurante de comida rápida, lo recogía en la
ventanilla de recogida de comidas en coche, tirándolo después al cubo de la
basura sin probar bocado.
Nunca llegué a los 45 kilos. Lo mínimo que llegué a pesar fueron 50 kilos.
Entonces, dejé de ir a trabajar (yo trabajo como ayudante de dentista) y no
me preocupé.
Siempre tenía frío y mantenía en posición "máximo" mi manta eléctrica en
pleno verano. En invierno, solía ponerme medias-panty, ropa interior
térmica, dos pantalones y varios jerseys, y seguía teniendo frío. A pesar de
la poca cantidad de calorías que consumía, mi nivel de energía era alto. A
veces, me despertaba de noche y me ponía a hacer ejercicios abdominales.
También hacía ejercicio mientras mis compañeros de trabajo iban a comer.
Después, empecé a sentir mareos. Eso me preocupó. Me puse gafas, pensando
que el problema podía ser de la vista y que esto me ayudaría. Ni que decir
tiene que no fue así. Entonces, fui al médico. Me dijo que empezara a comer,
pero no lo hice. Poco después, leí en una revista un artículo sobre la
anorexia. Eso encendió una pequeña lucecita en mi cabeza. Algunas cosas que
hacía la mujer me recordaban a mi misma. En el artículo aparecía la
dirección de una organización nacional brindaba su ayuda. Escribí a esa
dirección. Me remitió a un grupo de apoyo para anoréxicos próximo a mi
domicilio. Sólo fui dos veces. No quería estar con todas aquellas personas
flacas cuando yo estaba gorda, tal como yo misma me veía.
La directora del grupo de apoyo me dijo que no podía continuar en el grupo a
menos que también me sometiese a psicoterapia individual. Obediente como
era, accedí a sus deseos, como siempre hacía con todo el mundo. Acudí a un
terapeuta de una clínica municipal de salud mental, cercana a mi casa. No
quería ir. En la primera sesión, le dije que no sabía por qué estaba allí.
La primera sesión me convirtió. La terapia fue maravillosa. El Dr. G. no me
dijo que tenía que comer ni que tuviera que ganar peso, como había hecho
todo el mundo. Dijo: "No vamos a hablar del peso. Hablaremos de ti". Por
primera vez, me ayudó a descubrir qué quería yo misma porque me había pasado
la vida pendiente de los demás. Tras la primera sesión, no tenía dudas;
definitivamente, quería continuar la terapia. En sesiones posteriores,
aprendí a ser asertiva, a hacer mi propia voluntad. Me di cuenta de que no
había tenido el control de lo que me ocurría, optando por controlar algo que
dependía de mi: mi peso. Me di cuenta de que había tenido una baja
autoestima crónica y aprendí que soy un ser humano valioso. Antes, tenía
miedo de no ser un auténtico ángel con todos los demás. Con el Dr. G., pude
ser yo misma y nuestra relación siguió siendo muy buena. Aprendí a dejar el
resto del mundo fuera. Hice nuevos amigos y empecé a relacionarme
socialmente. En las sesiones con el Dr. G., disfruté de su atención
completa.
En resumen, estuve en terapia intensiva durante siete meses, una vez a la
semana. Todavía sigo yendo para una sesión de vez en cuando, si me encuentro
especialmente estresada o siento la necesidad de un "impulso de choque".
Tras la primera sesión, decidí que comer era sano. Y comí, siendo lo primero
que hice para mí misma. Cada día, añadía algo a mi comida. Pasados tres
meses, todavía ingería sólo pequeñas cantidades, pero iba progresando y
había ganado 3 kilos. No obstante, mis hábitos de alimentación seguían
siendo rígidos. Llegué, entonces, a los 57,5 kilos, manteniendo ese peso
durante un año. Estaba menos aislada y tenía más vida social. Después,
conseguí llegar a los 63,5 kilos y en ellos me mantengo desde entonces.
Confío en que nunca volveré a ser anoréxica. A veces, si estoy sometida a un
estrés muy grande, dejo de comer, pero, de inmediato, reconozco los
síntomas, recuerdo lo horrible que era ser anoréxica y vuelvo a comer.
La fuente de este texto es una entrevista realizada por un profesional de la
salud a una mujer anoréxica. En todos los países occidentales existen
organizaciones que ponen en contacto al paciente con terapeutas, grupos de
apoyo y hospitales, además de ofrecer otros muchos servicios. Tampoco es
difícil encontrar centros que se ocupen de la anorexia y de la bulimia en
estos países. |
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