MIEDO A DECIR NO. LA
CAPACIDAD DE DECIDIR
Todo
individuo, a lo largo de su existencia, se encuentra con frecuencia frente a
situaciones que le suponen un dilema, momentos en los que ha de ejercer una de
sus funciones psíquicas: la decisión. Pero ¿realmente somos siempre capaces de
decidirnos y hacer lo que deseamos, con entera libertad? Pocas personas
responderán con un rotundo «sí, siempre», cuando se sinceran de verdad.
Tomar una
decisión a la hora de elegir un objeto material puede ser una tarea más o menos
sencilla, pero hacer lo propio con elementos abstractos o con personas, tal vez
no sea tan simple, si nos compromete afectivamente, si afecta a nuestros
sentimientos.
En las
situaciones comprometidas, la decisión se ve notablemente influida por la
capacidad de autoafirmación o asertividad. A veces, cuando alguien nos pide un
favor, nos vemos obligados a concedérselo; tal vez de «mala gana», pero nos
sentimos incapaces de negárselo. Es cuando aparece el miedo a decir no.
Otras
veces, el compromiso afectivo puede ser mayor cuando se tambalea la seguridad en
uno mismo. Entonces, ya no sólo somos incapaces de negar un favor, sino hasta de
rebelarnos contra una injusticia más o menos grande, como pueda ser la
explotación laboral, impidiéndonos incluso solicitar un salario más justo.
En unos u
otros casos juega un papel de vital importancia el miedo a ser rechazado, el
miedo a dejar de ser querido, hasta el punto de inducirnos a vivir una vía
«neurotizada», llena de angustia e infelicidad y sin defensa de los propios
derechos.
Todos
estos mecanismos psicológicos son fruto de un aprendizaje mal encaminado. Y ya
en la infancia tiene lugar la siembra de esta conducta temerosa.
Cuando la
madre dice a su hijo pequeño: «Si no haces esto, mamá no te querrá», está
haciendo, sin darse cuenta, un chantaje afectivo. El niño aprende que si no hace
lo que los demás le piden dejará de ser querido y caerá en el más profundo
abandono afectivo.
Cuando el
adolescente oye de su padre: «Con tu conducta me vas a matar a disgustos», no
sólo sufre la amenaza de no ser querido, sino que además pesará sobre él la
posible culpabilidad de su muerte.
Al mismo
tiempo, en el estudio se puede topar con maestros que castigan al alumno que
discute sus criterios educativos. La Iglesia, por su parte, impone unas normas
morales con abundantes cargas de culpabilidad ante la falta de humildad. Los
jefes amenazan con el despido laboral la demanda de derechos. Y el divorcio o
abandono familiar conminan las conductas matrimoniales.
Tal vez
parezcan un poco exageradas estas afirmaciones, pero cuando tales situaciones se
repiten cotidianamente y a lo largo de la maduración del individuo, de forma
subconsciente, van dejando su huella como una rodada donde fácilmente se puede
caer siguiendo una ruta viciada.
Es un
aprendizaje condicionado; es decir: una conducta aprendida ligada a un factor
condicionante. En este caso, la negativa a una solicitud lleva implícita una
carga de culpabilidad, temor y remordimiento que afloran en su momento,
bloqueando las decisiones.
Muchas
personas, en su vida cotidiana, se mueven dentro de esta trampa. Cuando deben
decidir entre ellos o los demás se angustian. Confunden la humildad con el
sacrificio, el favor con la obligación y sus derechos con las exigencias ajenas.
Con frecuencia van de mártires por la vida y son presa fácil de otros sujetos de
personalidad opuesta: los «aprovechados» que no dudan en utilizarlos.
También
es posible encontrar individuos que limitan esa conducta temerosa a ciertas
áreas de su vida. Tal vez sean obedientes y solícitos en su trabajo,
transformándose en tiranos al llegar a casa. En este caso su «trampa afectiva»
reside en el enfrentamiento con una autoridad, sus jefes, pero no en el plano
familiar, donde él ejerce la autoridad.
De esta
manera pueden darse infinidad de combinaciones que constituyen la diversidad
psicológica del género humano.