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Una civilización repentina III

 

Se tiene por demostrado que las raíces culturales, religiosas e históricas de los antiguos persas se remontan a los primitivos imperios de Babilonia y Asiria, cuyo auge y caída están registrados en el Antiguo Testamento. Al principio, se tuvo por dibujos decorativos los símbolos que constituyen la escritura grabada en los monumentos y sellos aqueménidas. Engelbert Kampfer, que visitó Persépolis, la antigua capital persa, en 1686, describió los signos como “cuneados”, o impresiones con forma de cuña. Desde entonces, se conoció a esta escritura como cuneiforme.


A medida que se fueron descifrando las inscripciones aqueménidas, se fue haciendo evidente que estaban escritas de la misma manera que las inscripciones encontradas en las antiguas obras y tablillas de Mesopotamia, las llanuras y las tierras altas que se extienden entre los ríos Tigris y Eufrates. Intrigado por tan dispersos descubrimientos, Paul Emile Botta se puso en camino en 1843 para dirigir la primera excavación arqueológica, tal como se entiende en nuestros días.

 

Seleccionó un lugar en el norte de Mesopotamia, cerca de la actual Mosul, llamada ahora Jorsabad. Botta no tardó en establecer que las inscripciones cuneiformes nombraban a aquel lugar como Dur Sharru Kin. Eran inscripciones semitas, en una lengua hermana de la hebrea, y el nombre significaba “ciudad amurallada del rey justo”. Nuestros libros de texto llaman a este rey Sargón II.


Esta ciudad, la capital del rey asirio, tenía como centro un magnífico palacio real cuyos muros estaban decorados con bajorrelieves; unos bajorrelieves que, si se hubieran puesto uno detrás de otro, se habrían extendido a lo largo de casi dos kilómetros. Dominando la ciudad y el recinto real, había una pirámide escalonada llamada zigu-rat, que servía como “escalera hacia el Cielo” para los dioses.

 

 

 

 

 

 

El diseño de la ciudad y de las esculturas retrataba una forma de vida de grandes magnitudes. Los palacios, los templos, las casas, los establos, los almacenes, las murallas, los pórticos, las columnas, los adornos, las estatuas, las obras de arte, las torres, las rampas, las terrazas, los jardines, todo, se terminó en solo cinco años. Según Georges Contenau (La Vie Quotidienne á Babylone et en Assyrié), “la imaginación se tambalea ante la fuerza potencial de un imperio que pudo hacer tanto en tan breve lapso de tiempo”, hace unos 3.000 años.


Para no ser menos que los franceses, los ingleses aparecieron en escena en la persona de Sir Austin Henry Layard, que estableció su lugar de trabajo Tigris abajo, a unos dieciséis kilómetros de Jorsabad. Los habitantes de la zona lo llamaban Kuyunjik; y resultó ser la capital asiria de Nínive.


Los nombres y los sucesos bíblicos comenzaban a recobrar vida. Nínive fue la capital real de Asiria bajo el mandato de sus tres últimos grandes soberanos: Senaquerib, Asaradón y Assurbanipal. “En el año catorce del rey Ezequías subió Senaquerib, rey de Asiria, contra todas las ciudades fortificadas de Judá”, dice el Antiguo Testamento (II Reyes, 18:13), y cuando el Ángel del Señor acabó con su ejército, “Senaquerib partió y, volviéndose, se quedó en Nínive”.


En los montículos en los que Senaquerib y Assurbanipal construyeron Nínive, se descubrieron palacios, templos y obras de arte que sobrepasaban a los de Sargón. Pero no se ha podido excavar la zona en la que se cree que se encuentran las ruinas de los palacios de Asaradón, dado que, en la actualidad, se erige allí una mezquita musulmana donde se supone que está enterrado el profeta Jonás, aquel que fuera tragado por una ballena por negarse a llevar el mensaje de Yahveh a Nínive.


En las antiguas crónicas griegas, Layard había leído que un oficial del ejército de Alejandro había visto un “lugar de pirámides y ruinas de una antigua ciudad” -¡una ciudad que ya estaba enterrada en tiempos de Alejandro! Layard la desenterró también, y resultó ser Nimrud, el centro militar de Asiria. Fue allí donde Salmanasar II levantó un obelisco en memoria de sus expediciones y conquistas militares. En este obelisco, exhibido ahora en el Museo Británico, hay una lista de los reyes que fueron obligados a pagar tributo, entre los cuales figura “Jehú, hijo de Omri, rey de Israel”.


¡Una vez más, las inscripciones mesopotámicas y los textos bíblicos se confirmaban entre sí!


Asombrados por las cada vez más frecuentes corroboraciones arqueológicas de los relatos bíblicos, los asiriólogos, que es como se acabó llamando a estos investigadores, se fijaron en el capítulo décimo del Libro del Génesis. En él, Nemrod, “un bravo cazador delante de Yahveh”, es descrito como el fundador de todos los reinos de Mesopotamia.

 

Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad, ciudades todas ellas en tierra de Senaar. De aquella tierra procedía Assur, que edificó Nínive, una ciudad de amplias calles, Kálaj y Resen, la gran ciudad que está entre Nínive y Kálaj.

 

Y lo cierto es que había montículos entre Nínive y Nimrud a los que los lugareños llamaban Calah. Entre 1903 y 1914, varios equipos dirigidos por W. Andrae excavaron la zona y descubrieron las ruinas de Assur, el centro religioso de los asirios, además de su capital más antigua. De todas las ciudades asirias mencionadas en la Biblia, sólo queda por ser descubierta Resen, cuyo nombre significa “brida de caballo”; quizás fuera el lugar donde se encontraban los establos reales de Asiria.


Más o menos por la misma época en la que estaba siendo excavada Assur, los equipos dirigidos por R. Koldewey estaban completando la excavación de Babilonia, la bíblica Babel, una vasta extensión de palacios, templos y jardines colgantes, con su inevitable zigurat. Y no pasó mucho tiempo antes de que algunos objetos e inscripciones desvelaran la historia de los dos imperios que habían competido por el control de Mesopotamia: Babilonia y Asiria, uno en el sur y otro en el norte.


Con sus ascensos y caídas, con sus luchas y su coexistencia, ambas conformaron lo más elevado de la civilización a lo largo de unos 1.500 años, surgiendo las dos a la luz alrededor del 1900 a.C. Assur y Nínive fueron finalmente capturadas y destruidas por los babilonios en 614 y 612 a.C. respectivamente. Y, tal como habían predicho los profetas, la misma Babilonia tuvo un infame final cuando Ciro el Aqueménida la conquistó en 539 a.C.


Aunque fueron rivales a lo largo de toda su historia, sería difícil destacar diferencias significativas entre Asiria y Babilonia, tanto en cuestiones culturales como materiales. Aun cuando Asiria llamaba a su dios supremo Assur, y Babilonia aclamaba a Marduk, los panteones eran, por lo demás, virtualmente iguales.


Muchos museos en el mundo tienen entre sus piezas más valiosas los pórticos ceremoniales, los toros alados, los bajorrelieves, las cuadrigas, herramientas, utensilios, joyas, estatuas y otros objetos hechos de todos los materiales imaginables que se han ido extrayendo de los montículos de Asiria y Babilonia. Pero los verdaderos tesoros de estos reinos fueron sus registros escritos: miles y miles de inscripciones en escritura cuneiforme entre las que hay cuentos cosmológicos, poemas épicos, historias de reyes, anotaciones de templos, contratos comerciales, registros de matrimonios y divorcios, tablas astronómicas, predicciones astrológicas, fórmulas matemáticas, listas geográficas, textos escolares de gramática y vocabulario, y los no menos importantes textos donde se habla de los nombres, la genealogía, los epítetos, las obras, poderes y deberes de los dioses.


El lenguaje común que formó el lazo cultural, histórico y religioso entre Asiria y Babilonia era el acadio, la primera lengua semita conocida; semejante, aunque anterior, al hebreo, el arameo, el fenicio y el cananeo. Pero los asirios y los babilonios nunca afirmaron haber inventado su lengua o escritura; de hecho, en muchas de sus tablillas hay una nota final en la que se dice que ese texto es una copia de un original más antiguo.


Entonces, ¿quién inventó la escritura cuneiforme y desarrolló aquella lengua, con su precisa gramática y su rico vocabulario? ¿Quién escribió esos “originales más antiguos”? ¿Y por qué tanto asirios como babilonios llamaban a su idioma acadio?


La atención se concentró una vez más en el Libro del Génesis. “Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad”. ¡Acad! ¿De veras existió una capital real anterior a Babilonia y a Nínive?


Las ruinas de Mesopotamia han aportado evidencias concluyentes de que, realmente, hubo una vez un reino llamado Acad, establecido por un soberano mucho más antiguo que se llamaba a sí mismo sharrukin (“soberano justo”). En sus inscripciones, decía que su imperio se extendía, por la gracia de su dios Enlil desde el Mar Inferior (el Golfo Pérsico) hasta el Mar Superior (se cree que se trata del Mediterráneo). Y alardeaba de que “en los muelles de Acad amarraban naves” de distantes tierras.


Los estudiosos se quedaron petrificados. ¡Se habían encontrado con un imperio mesopotámico en el tercer milenio a.C. Aquello significaba un salto -hacia atrás- de unos 2.000 años, desde el Sargón asirio de Dur Sharrukin al Sargón de Acad Y, encima, los montículos que fueron excavados sacaron a la luz literatura y arte, ciencia y política, comercio y comunicaciones -toda una civilización- mucho antes de la aparición de Babilonia y Asiría. Obviamente, aquella era la civilización predecesora y origen de las posteriores civilizaciones mesopotámicas; Asiría y Babilonia no eran más que ramas del tronco acadio.


Pero el misterio de una civilización mesopotámica tan antigua se hizo aún más profundo cuando se encontraron unas inscripciones en las que se hablaba de los logros y la genealogía de Sargón de Acad. En ellas se decía que su título completo era “Rey de Acad, Rey de Kis”, y se expresaba que, antes de ascender al trono, había sido consejero de los “soberanos de Kis”.


¿Acaso hubo, pues -se preguntaron los estudiosos-, un reino, el de Kis, aún más antiguo que el de Acad? Y, una vez más, los versículos bíblicos fueron significativos. Kus engendró a Nemrod, que fue el primero que se hizo prepotente en la tierra...
Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad.

 

Muchos investigadores han especulado con la posibilidad de que Sargón de Acad fuera el bíblico Nimrod. Si, en los versículos de arriba, uno lee “Kis” en vez de “Kus”, daría la impresión de que Nimrod habría sido precedido por Kis, que es lo que se dice de Sargón. Los estudiosos comenzaron entonces a aceptar literalmente el resto de las inscripciones: “Él derrotó a Uruk y echó abajo sus murallas... venció en la batalla con los habitantes de Ur... conquistó todo el territorio, desde Lagash hasta el mar”.


¿No sería la bíblica Erek idéntica a la Uruk de las inscripciones de Sargón? Y, cuando se excavó un lugar llamado Warka en la actualidad, ése resultó ser el caso; y la Ur relacionada con Sargón, no era otra que la bíblica Ur, el mesopotámico lugar de nacimiento de Abraham.


Los descubrimientos arqueológicos no sólo reivindicaban las crónicas bíblicas, sino que también parecían asegurar que tenía que haber habido reinos, ciudades y civilizaciones en Mesopotamia aun antes del tercer milenio a.C. La única cuestión era la siguiente:

 

¿Hasta dónde tendría que remontarse uno para encontrar el primer reino civilizado?

 

 

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