CÓMO VIVIR CON UNA
PERSONA DESEQUILIBRADA
La
convivencia con un enfermo grave tiene siempre un tinte dramático. A los
sentimientos de cariño y compasión se añaden los deseos conscientes de ayuda y
de no dañarlo ni físicamente ni en su sensibilidad. Con un enfermo mental la
situación es mucho más compleja y difícil. Con frecuencia, no se deja ayudar, en
lugar de gratitud mantiene una actitud hostil y es él quien puede herir
físicamente o en su sensibilidad a las personas con quienes habita.
La misión
de quienes lo quieren es doble: protegerle todo lo posible de las consecuencias
de su enfermedad, y procurar que el paciente no los dañe a ellos.
El
paciente precisa protección en muchos terrenos: para que no se haga daño
físicamente, pues existen enfermedades con tendencia al suicidio (en la
depresión) o a las automutilaciones (en ciertas formas de esquizofrenia), otras
en que abandona su alimentación o cuidado personal, o dilapida absurdamente sus
ahorros (en la fase maníaca), está indefenso ante cualquier abuso por parte de
desaprensivos (oligofrenias y demencias seniles), e incluso puede cometer
crímenes impulsado por las ideas delirantes (paranoia).
La tarea
más importante y delicada es la de no perder el cariño que se tenía a esa
persona antes de enfermar mentalmente. Con un paciente «normal» es automático;
ahora está enfermo o inválido, pero sigue siendo la misma persona y provoca
idénticos sentimientos. En muchos enfermos mentales hay tal transformación de la
personalidad que no se lo identifica con el ser querido: las reacciones son
diferentes, ha cambiado la expresión, el modo de pensar, de vestir, de portarse.
«No es la misma persona» suele comentar la familia, «ahora dice que no es hijo
nuestro, nos mira con odio, insulta, rompe las cosas de sus hermanos sólo por
hacer daño...», «nuestra madre no nos reconoce, ha olvidado nuestros nombres...»
Una
reflexión que debe repetirse constantemente la familia es que el paciente no
elige libremente realizar estos actos. Aunque sea él quien los realiza no son
«suyos», son de la enfermedad. Son síntomas típicos de esa dolencia, que ningún
enfermo que la padece puede evitar repetir. Sería injusto acusar de maldad a un
enfermo del estómago porque vomita y mancha, y a quien padece una enfermedad
febril porque le sube la temperatura y suda. Sin embargo, en las consultas
psiquiátricas escuchamos continuamente: «es mala, lo hace a propósito».
La
protección en el terreno económico, en el del daño físico, en la alimentación,
etc., es de sentido común, pero si la familia no logra mantener el cariño no
podrá ayudar al enfermo, que, además, se le hará insoportable: «Tengo que sacar
de casa a este hijo, destroza a sus hermanos y a toda la familia, así es
imposible vivir en mi casa...».
Para no
llegar a tan dramática situación es preciso no identificar al paciente con sus
agresiones de todo tipo. Repetirse mentalmente cada vez: «no es él, es su
enfermedad y él es la primera víctima, hay que ayudarlo». También conviene
sufrir lo menos posible; para lo que en cada caso se toman ciertas medidas para
eludir molestias: no discutir con el enfermo (nunca se le va a «convencer», por
eso está enfermo), no estar constantemente encima, aceptar sus excentricidades,
esquivar los malos momentos.
En los
períodos de acentuación de los síntomas puede ser imprescindible la
hospitalización temporal, para reintegrarlo al hogar una vez mejorado, aunque
sólo sea parcialmente. «Yo no meto a mi mujer (o hijo) en un hospital
psiquiátrico.» Esta buena intención puede llevar a que se les haga de verdad
insoportable y en un período posterior se desprendan definitivamente de él y lo
abandonen en un asilo, mientras que con breves hospitalizaciones periódicas en
las peores fases de la enfermedad, lo habrían podido mantener en el hogar y en
su cariño.
La óptima
ayuda al enfermo consiste en proporcionarle el tratamiento médico adecuado. El
médico debe orientar a la familia en los matices de convivencia con ese enfermo.
Existe
una «terapia de familia», orientada precisamente hacia la ayuda al paciente a
través de su familia, y a la familia para que pueda soportar la convivencia con
el enfermo.